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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (25 page)

BOOK: El rey del invierno
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La aclamación de Mordred concluyó con esa muerte. La desgraciada Norwenna, enterrada bajo el Santo Espino de Ynys Wydryn, lo habría hecho todo de forma muy diferente, y sin embargo, aunque se hubieran congregado mil obispos y un míllar de santos para llevar a Mordred al trono a fuerza de rezos, los augurios habrían sido los mismos. Y es que Mordred, nuestro rey, era deforme y ni druidas ni obispos habrían podido cambiarlo jamás.

Tristán de Kernow llegó esa misma tarde. Nos hallábamos en el gran salón donde se celebraba el festín de Mordred, ocasión memorable por su falta de alegría; la llegada de Tristán la hizo aún menos alegre. Nadie se apercibió siquiera de su presencia hasta que se acercó a la gran hoguera central y las llamas arrancaron destellos de su cota de cuero y de su casco de hierro. El príncipe era tenido por amigo de Dumnonia y el obispo Bedwin lo recibió como tal, pero la única respuesta de Tristán fue desenvainar la espada.

El gesto llamó la atención de todos al instante, pues nadie debía llevar armas en el salón del festín, cuando menos durante la celebración de la aclamación de un rey. Algunos hombres ya estaban borrachos, pero también ellos enmudecieron al ver al joven príncipe de oscuros cabellos.

Bedwin trató de pasar por alto la espada desenvainada.

—¿Habéis acudido para la aclamación, lord príncipe? ¿Sin duda habéis sufrido retraso por causa ajena? El invierno dificulta los viajes. Venid y tomad asiento junto a Agrícola de Gwent. Tenemos venado.

—Vengo con una querella —anunció Tristán en voz alta.

Sus seis guardias habían quedado a las puertas mismas de la fortaleza, donde una fría aguanieve barría la colina. Los guardias eran hombres adustos que, a pesar de las armaduras empapadas y los mantos chorreantes, empuñaban los escudos en la debida posición y mostraban amenazadoramente sus afiladas lanzas de guerra.

—¡Una querella! —exclamó Bedwin como si semejante idea fuera cosa extraordinaria—. ¡No en este día auspicioso, desde luego!

Se oyeron algunas voces retadoras entre los guerreros del salón. Ya habían bebido bastante como para apetecer una pelea, pero Tristán los desoyó.

—¿Quién es el portavoz de Dumnonia? —inquirió con exigencias.

Hubo otro momento de duda. Owain, Arturo, Gereint y Bedwin tenían autoridad, pero ninguno sobresalía entre los demás. El príncipe Gereint, que jamás osó anteponerse a nadie, contestó con un encogimiento de hombros; Owain miró a Tristán torvamente y Arturo cedió el honor a Bedwin con todo respeto; el obispo declaró con gran timidez que, como primer consejero del reino, podía pronunciarse en favor del rey Mordred como cualquier otro hombre.

—Entonces, comunicad al rey Mordred —dijo Tristán— que correrá la sangre entre su país y el mio a menos que se haga justicia.

Bedwin se alarmó visiblemente y agitó las manos con gesto conciliador buscando palabras apropiadas. Pero no se le ocurrió nada, y finalmente, fue Owain quien habló.

—Decid lo que tengáis que decir —le conminó secamente.

—Uter, el rey supremo —manifestó—, garantizó protección a un grupo de gentes del pueblo de mi padre. Acudieron a este país a requerimiento de Uter para trabajar en las minas y vivir en paz con sus vecinos, y sin embargo algunos de dichos vecinos cayeron sobre los mineros y los afligieron con la espada, el fuego y el saqueo. Murieron cincuenta y ocho, decidselo a vuestro rey; el sarhaed será establecido según el valor de sus vidas más la vida del hombre que ordenó matarlos. De lo contrario, vendremos con espadas y escudos a cobrarnos el precio personalmente.

—¿La pequeña Kernow? —exclamó Owain con una carcajada estentórea—. ¡Ved cómo temblamos!

Todos los guerreros que me rodeaban rieron con sarcasmo. Kernow era un país pequeño y no constituía rival para las fuerzas de Dumnonia. El obispo Bedwin quiso detener la algazara general, pero el salón rebosaba de hombres ebrios de fanfarronería y nadie estaba dispuesto a tranquilizarse, hasta que el propio Owain pidió silencio.

—He oído, príncipe —dijo—, que fueron los escudos negros irlandeses de Oengus Mac Airem quienes atacaron el páramo.

—Si fueron ellos —contestó Tristán después de escupir en el suelo— debieron cruzar el país volando, pues nadie los vio pasar y no robaron en Dumnonía ni un triste huevo.

—Sin duda porque temen a Dumnonia, pero no a Kernow —replicó Owain, y todo el salón estalló otra vez en carcajadas.

Arturo aguardó hasta que las risas se aplacaron.

—¿Sabéis de algún otro, aparte de Oengus Mac Airen, que haya podido atacar a vuestra gente? —preguntó cortésmente.

Tristán se volvió hacia los hombres acuclillados en el suelo y escrutó sus rostros. Vio la calva cabeza del príncipe Cadwy de Isca y lo señaló con la espada.

—Preguntadle a él. O mejor aún —levantó la voz para acallar las burlas—, preguntad al testigo que aguarda fuera.

Cadwy se puso en pie y exigió a gritos que le permitieran ir a buscar la espada mientras sus tatuados lanceros amenazaban con masacrar toda Kernow.

Arturo dio un manotazo en la mesa. El sonido levantó ecos por todo el salón e impuso silencio; Agrícola de Gwent, que se hallaba junto a Arturo, mantenía la mirada baja, pues la querella nada tenía que ver con él, pero dudo que ni el menor detalle de la confrontación escapase a su astuto entendimiento.

—Quien derramare sangre esta noche —dijo Arturo— será mi enemigo. —Esperó a que Cadwy y los suyos se tranquilizaran y después se dirigió de nuevo a Tristán—. Traed a vuestro testigo, señor.

—¿Acaso es esto un tribunal de justicia? —protestó Owain.

—Permitamos que comparezca el testigo —insistió Arturo.

—¡Estamos celebrando un festín! —arguyó Owain.

—Permitamos que comparezca el testigo.

El obispo Bedwin quería terminar de una vez con el desagradable asunto; ponerse del lado de Arturo parecía la forma más rápida de solventarlo. Los que se encontraban lejos se acercaron a escuchar un drama, pero empezaron a reírse al ver aparecer al testigo de Tristán, pues no era sino una niña de unos nueve años que, erguida y serena, fue a colocarse al lado del príncipe, el cual la acogió rodeándole los hombros con un brazo.

—Sarlinna ferch Edain —anunció el príncipe, presentando a la niña, y luego le apretó los hombros para darle ánimos—. Habla.

Sarlinna se humedeció los labios. Se dirigió a Arturo, tal vez porque su rostro era el más bondadoso de cuantos vio en torno a la mesa.

—Mataron a mi padre, mataron a mi madre, mataron a mis hermanos y hermanas... —hablaba como si hubiera repetido las palabras muchas veces, aunque ninguno de los presentes dudó de su veracidad—. Mataron a mi hermana menor —prosiguió— y mataron a mis gatitos —se le saltó la primera lágrima—; yo lo vi.

Arturo hizo un gesto compasivo con la cabeza. Agrícola de Gwent se pasó la mano por el corto cabello cano y se quedó mirando las vigas, ennegrecidas de hollín. Owain se meció en la silla y bebió un trago del cuerno mientras el obispo Bedwin dejaba traslucir una expresión preocupada.

—¿Viste a los asesinos, en verdad? —preguntó el obispo a la niña.

—Si, señor.

Sarlinna estaba más nerviosa ahora que ya no tenía palabras aprendidas con que responder.

—Pero era de noche, pequeña —objetó Bedwin—. ¿No sucedió el ataque de noche, lord príncipe? —preguntó a Tristán. Todos los lores de Dumnonia habían tenido noticia del ataque a los páramos, pero habían dado crédito a la palabra de Owain, que había informado de que la masacre había sido perpetrada por los escudos negros irlandeses de Oengus—. ¿Cómo es posible que la criatura viera por la noche? —preguntó Bedwin.

Tristán dio ánimos a la niña con unos golpecitos en el hombro.

—Cuenta al señor obispo lo que sucedió —le dijo.

—Los hombres arrojaron fuego dentro de nuestra casa, señor —manifestó Sarlinna en voz baja.

—No el suficiente —replicó un hombre desde las sombras, y todos se rieron.

—¿Cómo te salvaste, Sarlinna? —preguntó Arturo con ternura, una vez sofocadas las risas.

—Me escondí, señor, bajo una piel.

—Hiciste bien —replicó Arturo con una sonrisa—, pero ¿viste al hombre que mató a tu padre y a tu madre? —hizo una pausa—, ¿y a tus gatitos?

La niña asintió. Las lágrimas brillaban en sus ojos, en la penumbra del salón.

—Si lo vi, señor —dijo en voz baja.

—Pues dinos cómo era —replicó Arturo.

Sarlinna llevaba una pequeña enagua gris bajo el manto negro de lana; en ese momento, levantó sus delgados brazos, se remangó y dejó al descubierto la blanca piel.

—El hombre tenía un dibujo en los brazos, señor, un dragón y un oso. Aquí. —Señaló sobre sus brazos el lugar donde debían de encontrarse los tatuajes, y después miró a Owain—. Y tenía aros en la barba —añadió la niña; enmudeció, pero no tuvo necesidad de añadir nada más.

Tan sólo un hombre llevaba aros en la barba, y todos los presentes había visto los brazos a Owain esa misma mañana cuando hundía la lanza a Wlenca en el diafragma; nadie ignoraba que en esos brazos estaban tatuados los símbolos de Dumnonia y del propio Owain, el dragón y el oso de grandes colmillos.

Se hizo el silencio. Un leño se partió en la hoguera y dejó escapar una nube de humo hacia las vigas. Una ráfaga de viento arrojó aguanieve contra la gruesa techumbre e hizo temblar las llamas de las teas de junco que iluminaban el salón. Agrícola miraba la peana de plata cincelada que le servía para apoyar el cuerno como sí nunca hubiera visto un objeto semejante. Un hombre eructó en alguna parte del salón y el sonido pareció provocar a Owain, que volvió su enorme cabeza peluda para mirar directamente a la pequeña.

—Miente —dijo roncamente— y los niños que mienten merecen unos azotes que les hagan sangrar.

Sarlinna empezó a llorar y luego escondió la cara entre los mojados pliegues de la capa de Tristán. El obispo Bedwin frunció el ceño.

—¿No es cierto, Owain, que visitasteis al príncipe Cadwy a finales de verano?

—¿Y bien? —saltó Owain como un resorte—. ¿Y bien? —repitió a voz en grito, como un reto dirigido a toda la asamblea—. ¡Tengo aquí a mis guerreros! —Señaló hacia nosotros, que estábamos sentados juntos en el ala derecha del salón—. ¡Preguntadles! ¡Juro por mi honor que la chiquilla miente!

Un gran clamor se elevó en el salón súbitamente y los hombres escupieron retadoramente a Tristán. Sarlinna lloraba tanto que el príncipe se agachó, la tomó en brazos y así la sostuvo mientras Bedwin trataba de volver a tomar el control del salón.

—Si Owain lo jura por su honor —dijo el obispo a gritos—, la niña miente.

Los guerreros aullaron para demostrar que estaban de acuerdo.

Vi que Arturo me miraba y bajé la vista a mi cuenco de venado. El obispo Bedwin empezaba a arrepentirse de haber invitado a entrar a la pequeña. Se mesó la barba nervioso y sacudió la cabeza con cansancio.

—La palabra de un niño no tiene peso ante la ley —manifestó lacónicamente—. Los niños no cuentan como testigos. —Los testigos posibles eran las nueve clases de gentes cuya palabra podía ser tenida en cuenta ante la ley, y éstos eran: lores, druidas, padres para manifestarse a propósito de sus hijos, magistrados, aquellos que habiendo hecho un regalo desearan manifestarse a propósito del regalo, doncellas para manifestarse a propósito de su virginidad, pastores para manifestarse a propósito de sus rebaños y condenados para manifestarse a propósito de su último deseo. En ningún apartado de la lista se aludía a niños manifestándose a propósito de la masacre de su familia—. La palabra de lord Owair —sentenció el obispo señalando a Tristán con el dedo— si tiene peso ante la ley.

Tristán palideció, pero no estaba dispuesto a renunciar.

—Yo creo la palabra de la niña —dijo— y mañana, después de la salida del sol, vendré a buscar la respuesta de Dumnonía; sí la respuesta niega justicia a Kernow, mi padre se tomará la justicia por su mano.

—¿Qué le sucede a vuestro padre? —se burló Owain—. ¿Acaso ha perdido interés en su última esposa y quiere recibir una paliza en el campo de batalla?

Tristán salió de allí en medio de la burla general, que iba en aumento a medida que los hombres se imaginaban a la pequeña Kernow declarando la guerra a Dumnonia. Yo no me reía, me limitaba a dar cuenta de mi ración de comida diciéndome que la necesitaba para no congelarme durante el turno de guardia que me esperaba después del banquete. Tampoco bebí hidromiel, de modo que seguía sobrio cuando fui a buscar la capa, la lanza, la espada y el casco para apostarme en la muralla norte. Dejó de caer aguanieve y al despejarse el cielo apareció una luminosa media luna flotando entre el resplandor de las estrellas, aunque se estaba formando un cúmulo de nubes por el oeste, sobre el río Severn. Paseé por la muralla temblando.

Y allí me encontró Arturo.

Sabia que vendría y lo deseaba, aunque sentí temor al verle cruzar las dependencias y subir los pocos escalones de madera que llevaban a la baja muralla de tierra y piedra. Al principio no dijo nada, sólo se apoyó en la empalizada y se quedó mirando el lejano destello de fuego que llegaba de Ynys Wydryn. Llevaba puesto el manto blanco, recogido el borde con la mano para no arrastrarlo por el barro. Se había atado los extremos del manto a la cintura justo por encima de la vaina de la espada.

—No voy a interrogarte —dijo por fin, lanzando vaho al aire de la noche—, sobre lo sucedido en los páramos porque no deseo obligar a nadie, y menos a un hombre como tú, a romper un juramento de honor.

—Sí, señor —dije, y me pregunté por qué sabría que estábamos obligados por el juramento de honor hecho aquella negra noche.

—Paseemos juntos. —Me sonrió y señaló con un gesto el pasadizo de la muralla—. El centinela que camina conserva el calor —dijo—. Tengo entendido que eres un buen soldado.

—Lo intento, señor.

—Y tengo noticia de que lo consigues. Así pues, sea enhorabuena. —Guardó silencio al cruzarnos con uno de mis camaradas, que se había acurrucado junto a la empalizada. El hombre me miró al pasar y vi en sus ojos el temor a que traicionara a la tropa de Owain. Arturo se retiró la capucha de la cara. Caminaba a pasos largos y firmes que me obligaban a apresurarme para mantenerme a su altura—. ¿En qué crees tú que consiste el deber de un soldado, Derfel? —me preguntó, con ese tono tan íntimo que te hacia sentir como si fueras lo más importante del mundo para él.

—En librar batallas, señor —contesté.

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