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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (31 page)

BOOK: El rey del invierno
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Leodegan, el rey exiliado de Henis Wyren, llegó al salón en el momento culminante de la ceremonia. El rey refugiado no había permanecido con nosotros desde la llegada sino que había partido a su hogar, al norte de Caer Sws. En ese momento, ansioso por participar de la generosidad que se prodigaba en las ceremonias de compromiso, apareció en las últimas filas y se unió a los aplausos que agradecían la distribución de oro y plata por parte de Arturo. Además, Arturo había obtenido licencia del consejo de Dumnonia para devolver a Gorfyddyd la armadura que le arrebatara el año anterior, aunque dicho tesoro fue devuelto en privado para que ninguno de los presentes hubiera de recordar la derrota de Powys.

Una vez cumplida la entrega de presentes, Arturo se retiró el yelmo y tomó asiento junto a Ceinwyn. Habló con ella, inclinándose un poco según su costumbre, de modo que sin duda ella creería ser la persona más importante para él bajo el firmamento, y en realidad estaba en todo su derecho de sentirse así. A muchos de los presentes nos picaron los celos al contemplar amor tan perfecto, en apariencia al menos, y hasta el propio Gorfyddyd, que sin duda había de lamentar la entrega de su hija al hombre que lo había lisiado para siempre en el campo de batalla, parecía participar de la felicidad de Ceinwyn.

Mas hubo de ser esa misma noche, cuando por fin se anunciaba la paz, la noche en que Arturo propiciara la ruina de Britania.

En aquel momento ninguno lo sabíamos. Al reparto de regalos de compromiso siguieron la bebida y los cantos. Nos deleitaron los malabaristas, escuchamos al bardo real de Gorfyddyd y cantamos a grandes voces nuestras propias tonadas. Uno de los nuestros, olvidando la advertencia de Arturo inició una pelea con un guerrero de Powys; los dos borrachos fueron arrastrados al exterior y remojados profusamente hasta que, media hora después, reaparecieron el uno en brazos del otro jurándose amistad eterna. En algún momento durante ese rato, cuando las hogueras ardían al máximo y la bebida corría por todas las gargantas, vi que Arturo miraba fijamente hacia el fondo del salón y, curioso como era, me volví hacia el objeto de su atención.

Descubrí entonces a una mujer joven, cuya cabeza y hombros sobresalían entre la multitud, que observaba el ambiente con gesto desafiante. Su actitud parecía decir: Si eres capaz de dominarme a mí, serás capaz de dominar cualquier cosa que se presente en este mundo vil¿. Todavía la veo, erguida entre sus perros cazadores de cuerpo tan esbelto y fuerte, hocico tan alargado y mirada tan depredadora como su propia ama. Tenía ojos verdes, con un fondo de crueldad. No era tierno su rostro, ni tampoco su cuerpo. Era una mujer de rasgos duros y pómulos altos, lo cual favorecía la imagen de su cara hasta la hermosura, pero con dureza, con extrema dureza. El cabello la hacía definitivamente bella, así como el porte, pues manteniase erguida como una lanza con el pelo sobre los hombros cual cascada de suaves rizos rojos. El tono de sus cabellos suavizaba la dureza de los rasgos, pero su risa escarnecía a los hombres cual salmones caídos en la trampa. Han existido numerosas mujeres más bellas, y miles mucho mejores, pero desde que el mundo es mundo, dudo que hayan abundado damas tan inolvidables como Ginebra, primogénita de Leodegan, rey exiliado de Henis Wyren.

Y de mayor provecho habría sido, solía decir Merlín, que semejante mujer hubiera sido arrojada al agua el día de su nacimiento.

Al día siguiente hubo partida real de caza de venados. Los mastines de Ginebra abatieron un cervatillo, un macho joven que aún no tenía cuernos, aunque oyendo a Arturo alabar a los perros habríase dicho que la pieza cobrada era el mismísimo Ciervo Montaraz de Dyfed.

Los bardos cantan al amor y los hombres y las mujeres suspiran por él, pero nadie sabe lo que es hasta que nos alcanza como lanza arrojada en la oscuridad. Arturo no podía apartar los ojos de Ginebra, aunque bien saben los dioses que lo intentó. Durante los días posteriores a la ceremonia de compromiso, de vuelta a Caer Sws, Arturo paseaba y conversaba con Ceinwyn, pero no podía esperar a ver a Ginebra, y ella, que sabia exactamente el juego que se traía entre manos, lo hipnotizaba. Valerin, su prometido, se hallaba en la corte; Ginebra paseaba de su brazo y reía, y de vez en cuando lanzaba a Arturo una tímida mirada de soslayo; Arturo creía que el mundo se detenía en ese momento, y es que se consumía por Ginebra.

¿La presencia de Bewdin habría podido cambiar el signo de las cosas? A fe mía que no. Ni siquiera Merlín habría sido capaz de impedir lo que siguió. Habría sido como ordenar a la lluvia que regresara a las nubes o a un río que se replegara hasta sus fuentes.

La segunda noche después de la ceremonia, Ginebra acudió al pabellón de Arturo en la oscuridad y yo, que estaba de guardia, oi el cascabel de sus risas y el murmullo de sus palabras. Conversaron toda la noche, tal vez hicieran algo más pero lo ignoro, aunque hablar, hablaron, y eso lo sé porque estaba apostado a la puerta del aposento y no podía sino oír los susurros. A veces bajaban mucho el tono de voz, pero en ocasiones oi a Arturo prodigándose en explicaciones y zalamerías, en ruegos y acosos. Seguro que hablaron de amor aunque no lo oí, pero si que oi a Arturo hablar de Britania y del sueño que le había traído desde Armórica, cruzando el mar. Habló de los sajones, dijo que eran una peste que había que erradicar para conseguir la felicidad de la tierra. Habló de la guerra y del gozo cruel que sentía cuando cabalgaba hacia la batalla sobre un caballo con armadura. Habló como me habló a mí en las heladas murallas de Caer Cadarn, describiendo una tierra pacífica en la que el pueblo no había de temer la llegada de lanceros en la madrugada. Habló apasionadamente, ansiosamente, y Ginebra escuchaba con atención, asegurándole que su sueño era una inspiración. Arturo tejió con su sueño un futuro en el que Ginebra formaba parte inseparable de la trama. La pobre Ceinwyn contaba sólo con su belleza y su juventud, mientras que Ginebra descubrió la íntima soledad de Arturo y prometió remediarla. Se fue antes del alba, una silueta oscura deslizándose por Caer Sws con una media luna atrapada en la maraña de sus cabellos.

Al día siguiente Arturo, lleno de remordimiento, paseó con Ceinwyn y con su hermano. Ginebra lucía una torques nueva de oro macizo y algunos de nosotros nos apiadamos de Ceinwyn, mas la estrella de Powys era una niña, Ginebra una mujer y Arturo nada podía en contra de esas cosas.

Era desvarío aquel amor, enajenación comparable a la de Pelinor, demencia bastante como para condenar a Arturo a la isla de los Muertos. Todo se desvaneció a sus ojos, Britania, los sajones, la nueva alianza, la magna estructura de paz, tan equilibrada y bien planeada, en pos de la cual tanto se había esforzado desde que llegara de Armórica; todo salió despedido hacia la destrucción en un remolino a cambio de la posesión de una princesa pelirroja sin dote ni reino. Arturo sabia lo que hacia, pero no podía evitarlo, del mismo modo que no podía evitar que el sol saliera. Estaba poseído, pensaba en ella, hablaba de ella, soñaba con ella, no podía vivir sin ella, pero de alguna forma, agonizando en el empeño, continuaba fingiendo fidelidad a su compromiso con Ceinwyn. Comenzaron los preparativos de la boda. Como contribución de Tewdric al tratado de paz, la ceremonia se celebraría en Glevum; Arturo partiría hacia allí en primer lugar para tomar las medidas necesarias. No podría celebrarse la boda hasta que la luna estuviera crecida. En esos días estaba en menguante, de modo que no era recomendable exponerse a tan mal presagio; por el contrario, al cabo de dos semanas los augurios serian favorables y Ceinwyn viajaría hacia el sur con flores en el cabello.

Pero Arturo llevaba un mechón de Ginebra al cuello. Era una fina trenza roja que ocultaba bajo el jubón, y tuve oportunidad de verla cuando le llevé agua una mañana. Tenía el torso desnudo y estaba afilando la navaja de afeitar en una piedra; se encogió de hombros al comprender que yo había visto la trenza.

—¿Crees que el pelo rojo da mala suerte, Derfel? —me preguntó, viendo mi expresión.

—Eso dicen todos, señor.

—¿Pero todos tienen razón? —preguntó al espejo de bronce—. Para templar bien una espada, Derfel, no la mojas con agua, sino con orina de un muchacho pelirrojo. Será porque da buena suerte, ¿no es cierto? ¿Y qué nos importa que el pelo rojo dé mala suerte? —Hizo una pausa, escupió en la piedra y siguió afilando la hoja—. Tenemos la misión de cambiar las cosas, Derfel, no de dejarlas como están. ¿Por qué no hacer que el pelo rojo dé suerte?

—Vos lográis cuanto deseáis, señor —dije, leal y desdichado a un tiempo.

—Espero que sea cierto, Derfel —contestó con un suspiro—, lo espero de veras. —Se miró en el espejo y se estremeció al rozarse la mejilla con la cuchilla—. La paz es algo más que un matrimonio. ¡Ha de serlo! No se hace la guerra por una prometida. Si la paz es tan deseable, no se abandona la paz porque no tenga lugar un matrimonio, ¿no te parece?

—No lo sé, señor —dije.

Lo único que sabía era que mi señor buscaba razones mentalmente y las repetía una y otra vez hasta creérselas. Estaba transido de amor, tan loco que hacía del norte el sur y del calor el frío. Era la primera vez que veía a Arturo de tal forma; un hombre apasionado y, me atrevo a decir, egoísta. Había llegado tan alto y tan velozmente... Cierto que llevaba en sus venas sangre real, pero no le había sido reconocido su patrimonio y, por ende, tenía como méritos propios todas sus hazañas. Sentíase orgulloso por ello y convencido de que merced a tales gestas sabía más que cualquier otro, salvo Merlín, tal vez; puesto que su sabiduría solía coincidir con los deseos desordenados de otros hombres, sus egoístas ambiciones eran consideradas nobles y grandemente esclarecedoras; mas en Caer Sws las ambiciones chocaron de frente con los deseos de otros hombres.

Lo dejé afeitándose y salí a la luz del nuevo día, donde encontré a Agravain afilando una lanza para osos.

—¿Y bien? —me interrogó.

—No desposará a Ceinwyn —contesté.

No podían oírnos desde el pabellón, pero aunque hubiéramos estado más cerca, Arturo no nos habría oído porque estaba cantando.

—Casará con quien le han dicho que ha de casar —dijo Agravain, y escupió al suelo; después clavó la lanza en el suelo y se dirigió al pabellón de Tewdric a grandes zancadas.

No sabría decir si Gorfyddyd y Cuneglas se hallaban al corriente de cuanto sucedía, pues ninguno de los dos tenía tanto contacto con Arturo como nosotros. Probablemente, de haberlo sabido Gorfyddyd, habría pensado que la cosa carecía de importancia. Sin duda creería, si es que en algo creía, que Arturo tomaría a Ginebra por amante y a Ceinwyn por esposa. Naturalmente, sería feo llegar a semejante arreglo en la misma semana del compromiso, pero esos detalles nunca habían preocupado a Gorfyddyd de Powys. El no había observado jamás conducta menos reprochable y sabía, como saben todos los reyes, que las esposas servían para forjar dinastías y las amantes para forjar placeres. Su esposa había muerto hacía tiempo, pero su cama seguía caliente gracias a una serie de esclavas y, en su opinión, Ginebra, empobrecida como estaba, jamás subiría por encima del rango de esclava, razón por la cual no era rival para su amada hija. Cuneglas, sin embargo, era más perspicaz, y a fe mía que algo había olido, pero prefirió invertir toda su energía en el establecimiento de la paz con la sana esperanza de que la obsesión de Arturo por Ginebra se disipara como un chubasco de verano. Tampoco sería imposible que Gorfyddyd ni Cuneglas sospechasen nada, pues bien es verdad que no enviaron a

Ginebra lejos de Caer Sws, aunque sólo los dioses saben si tal proceder habría cambiado las cosas. Agravain pensaba que se trataría de una locura pasajera. Me contó que Arturo ya había sufrido una obsesión semejante en otra ocasion.

—Fue por una muchacha de Ynys Trebes —me dijo—, pero no me acuerdo de su nombre. Mella, tal vez, o Messa, algo así. Era muy linda. Arturo se enamoró perdidamente de ella, la seguía como un perrillo a un carro fúnebre. Pero entonces era joven, tan joven que su padre creyó que jamás llegaría a nada, de modo que envió a la tal Mella o Messa a Brocelianda y la casó con un magistrado cincuenta años mayor. Murió al dar a luz, pero entonces Arturo ya la había olvidado. Es que estas cosas pasan, Derfel. Tewdric le hará entrar en razón a martillazos, ya veras.

Tewdric pasó toda la mañana encerrado con Arturo y pensé que tal vez habría conseguido hacer entrar en razon a mí señor, pues Arturo quedó escarmentado para el resto del día. No miró a Ginebra ni una sola vez, se obligó a mostrarse solicito con Ceinwyn y aquella noche, tal vez para complacer a Tewdric, Ceinwyn y él acudieron juntos a escuchar la prédica de Sansum en la pequeña capilla improvisada. Creo que a Arturo debió de gustarle el sermón del señor de los ratones, pues lo invitó a su pabellón y departieron largo rato.

A la mañana siguiente Arturo apareció con un gesto firme y severo y anunció que partiría esa misma mañana. En esa misma hora, para ser exactos. No estaba previsto que marcháramos hasta al cabo de dos días, por lo que supongo que Gorfyddyd, Cuneglas y Ceinwyn se sorprenderían, pero Arturo los convenció de que necesitaba más tiempo para preparar la ceremonia y Gorfyddyd aceptó la excusa con relativa placidez. Tal vez Cuneglas pensara que Arturo precipitaba la partida para evitar la tentación de Ginebra y, por tanto, lejos de oponerse, ordenó que dispusieran pan, queso, miel e hidromiel para el viaje. Ceinwyn, la linda Ceinwyn, se despidió primero de nosotros, la guardia. Nos había enamorado a todos y nos dolía el desvarío de Arturo, pero ninguno podíamos hacer nada contra el resentimiento que nos provocaba. Ceinwyn nos obsequió con un pequeño objeto de oro a cada uno, y todos tratamos de rechazarlo, pero ella insistió. A mí me regaló un broche de dibujos que se enlazaban, quise dárselo de nuevo a la mano, pero con una sonrisa me cerró los dedos sobre el objeto.

—Cuida de tu señor —dijo con ardor.

—Y de vos, señora —respondí fervorosamente.

Sonrió de nuevo y se dirigió a Arturo con un ramillete de rosas silvestres para que le procuraran un viaje rápido y sin peligro. Arturo colocó las flores en el cinturón de la espada y besó la mano de su prometida antes de subir al ancho lomo de Llamrei. Cuneglas quería darnos una escolta de guardias, pero Arturo rechazó tal honor.

—Dadnos licencia para partir, lord príncipe —dijo—, y nuestra felicidad será afianzada con mayor premura.

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