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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (35 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Dile al rey y señor tuyo que Nimue de Ynys Wydryn tomará su cráneo como vasija para beber y que yo se lo serviré en bandeja.

Con esas palabras me alejé de él.

La guerra volvió a campear aquella primavera, aunque al principio menos destructivamente. Arturo entregó oro a Oengus Mac Airem, rey irlandés de Demetia, para que atacara a las guarniciones occidentales de Powys y Siluria, ataques que consumieron la resistencia de nuestros enemigos en las fronteras septentrionales. Arturo en persona dirigió una banda guerrera para pacificar el oeste de Dumnonia, donde Cadwy había declarado independientes sus tierras tribales; pero mientras estaba allí, los sajones de Aelle lanzaron un ataque arrasador sobre las tierras de Gereint. Más tarde supimos que Gorfyddyd había pagado a los sajones con la misma moneda con que nosotros habíamos pagado a los irlandeses, y seguramente Powys invirtió mejor su oro, pues la oleada de sajones obligó a Arturo a regresar precipitadamente del oeste, tras dejar allí a Cei, su compañero de la infancia, a cargo de la lucha contra los tatuados hombres de la tribu de Cadwy.

En esos momentos, cuando el ejército sajón de Aelle amenazaba con conquistar Durocobrivis y las fuerzas de Gwent luchaban en dos frentes, contra Powys y contra los sajones del norte, y mientras la rebelión no sofocada de Cadwy recibía el apoyo del rey Mark de Kernow, fue cuando el rey Ban de Benoíc envió demanda de ayuda.

Todos sabíamos que el rey Ban había consentido la partida de Arturo hacia Dumnonía so condición, única e ineludible, de que regresara a Armórica si Benoíc se encontraba en peligro. En ese momento, declaró el mensajero de Ban, Benoic se hallaba en situación desesperada, y el rey Ban, conminando a Arturo a cumplir su juramento, exigía su regreso.

Recibimos la noticia en Durocobrivis. La ciudad había sido una próspera guarnición romana con lujosas termas, una audiencia de justicia hecha de mármol y un gran mercado, pero ahora no era más que un empobrecido puesto fronterizo condenado a vigilar el este por si atacaban los sajones. Todos los edificios de extramuros habían sucumbido al fuego de los invasores de Aelle y jamás fueron reconstruidos; de las grandes edificaciones romanas de intramuros apenas quedaban sino montañas de cascotes. El mensajero de Ban nos encontró bajo los arcos en ruinas del antiguo salón de las termas romanas. Era de noche y una hoguera ardía en lo que había sido la piscina; el humo se arremolinaba en el techo abovedado hasta ser absorbido por una corriente de aire que lo lanzaba al exterior por un ventanuco. Acabábamos de cenar, sentados en circulo sobre el frío suelo, y Arturo condujo al mensajero de Ban al centro; allí esbozó en la tierra un mapa de Dumnonia y señaló la situación de nuestros amigos y enemigos con trozos de azulejos rojos y blancos. En todas partes los azulejos rojos de Dumnonia quedaban estrangulados entre fragmentos blancos. Habíamos tenido una refriega ese día y una lanza había alcanzado a Arturo en el pómulo derecho; la herida no era peligrosa, pero si lo suficiente como para dejarle toda la mejilla abierta. Había luchado sin yelmo, pues veía mejor sin el impedimento metálico, y si el sajón hubiera apuntado una pulgada más arriba y hacia un lado, le habría atravesado el cráneo. Luchó a pie, como solía, pues reservaba la caballería, más pesada, para las batallas desesperadas. Todos los días solían salir al combate seis caballeros montados, pero la mayoría de las caras y escasas bestias de guerra permanecían inactivas en el corazón de Dumnonia, a salvo de asaltos del enemigo. Ese día, después de que Arturo fuera alcanzado, el puñado de hombres a caballo dispersó el frente sajón tras matar a su jefe y obligar a los supervivientes a retroceder hacia el este; tan magra victoria hizo cundir el desánimo entre nosotros. El mensajero del rey Ban, un cacique llamado Bleiddig, vino a amargarnos aun mas.

—Ved que no puedo ausentarme ahora —dijo Arturo a Bleiddig, señalando los azulejos rojos y blancos.

—Un juramento es un juramento —replicó Bleiddig rotundamente.

—Si el príncipe abandona Dumnonia —terció el príncipe Gereint—, Dumnonia sucumbe.

Gereint era corpulento y de corto entendimiento, pero leal y honesto. Como sobrino de Uter, podía reclamar su derecho al trono, pero jamás lo hizo y siempre se mantuvo fiel a Arturo, su primo bastardo.

—Antes sucumba Dumnonia que Benoic —contestó Bleiddig, desoyendo impávido los iracundos murmullos que siguieron a sus palabras.

—Juré proteger a Mordred —señaló Arturo.

—Jurasteis defender Benoic —replicó Bleiddig sin inmutarse por la objeción—. Llevad al niño con vos.

—Tengo el deber de entregar el reino a Mordred —insistió Arturo—. Si él se ausenta, el reino pierde rey y corazón a una. Mordred se queda.

—¿Y quién amenaza con robarle el reino? —preguntó Bleiddig iracundo. El cacique de Benoic era corpulento, semejante a Owain y con una fuerza bruta comparable—. ¡Vos! —señaló a Arturo desdeñosamente—. ¡Si hubierais tomado a Ceinwyn por esposa no habría guerra! ¡Si la hubierais tomado por esposa, no sólo Dumnonia, sino también Gwent y Powys enviarían tropas de apoyo a mi rey!

Los hombres gritaban y algunos desenvainaron la espada, pero Arturo pidió silencio. Un hilo de sangre brotó de la postilla y le resbaló por la larga y hundida mejilla.

—¿En cuánto estimáis el tiempo que le resta a Benoic?

Bleiddig frunció el ceño incapaz de dar una respuesta exacta, pero dijo que seis meses o un año. Explicó que los francos habían llegado al este del país con nuevos ejércitos y que Ban no podía enfrentarse a tan elevado número. El ejército de Ban, comandado por el paladín Boores, luchaba en la frontera norte, y los hombres que Arturo había dejado tras de si defendían la del sur al mando de su primo Culhwch.

Arturo miraba fijamente el mapa de azulejos rojos y blancos.

—Tres meses —dijo—. Acudiré dentro de tres meses, si puedo. Tres meses, y mientras tanto, Bleiddig, os enviaré una banda guerrera compuesta de hombres valientes.

Bleiddig discutió la propuesta argumentando que el juramento exigía la presencia inmediata de Arturo en Armórica, pero Arturo no estaba dispuesto a ceder. Reiteró que dentro de tres meses o nunca y Bleiddig tuvo que aceptar su palabra.

Arturo me hizo seña de acompañarle al patio de columnas que se abría al lado del salón. En el pequeño espacio había unas cubas fétidas como letrinas, pero Arturo no pareció percatarse.

—Bien sabe Dios, Derfel —dijo, y entonces comprendí la gran presión a que se hallaba sometido, pues había utilizado la palabra dios, en singular, como los cristianos, aunque se enmendó rápidamente—. Bien saben los dioses que no deseo perderte, pero tengo que enviar a alguien que no tema romper las filas enemigas. Tengo que enviarte a ti.

—Lord príncipe...

—¡No me llames príncipe! —me interrumpió con rabia—. No soy príncipe, y no discutas conmigo. Todo el mundo discute conmigo. Todo el mundo sabe cómo ganar esta guerra salvo yo. ¡Melwas pide hombres a gritos, Twedric quiere que acuda al norte, Cei dice que precisa cien lanzas más, y ahora Ban me quiere a mi! ¡Si empleara más dinero en el ejército y menos en poetas no tendría problemas!

—¿En poetas?

—Ynys Trebes es un refugio de poetas —dijo con amargura; se refería a la capital de la isla del rey Ban—. ¡Poetas! ¡Necesitamos lanceros, no poetas! —Se detuvo y se apoyó en una columna. Parecía más cansado que nunca—. No conseguiré nada hasta que dejemos de luchar. Si por lo menos pudiera hablar con Cuneglas cara a cara, tal vez habría una esperanza.

—No es posible mientras viva Gorfyddyd —dije.

—No es posible mientras viva Gorfyddyd —repitió; guardó silencio y supe que estaba pensando en Ceinwyn y en Ginebra. Por un hueco abierto en la techumbre, el claro de luna se colaba entre las columnas y teñía de plata su rostro huesudo. Cerró los ojos; se culpaba a si mismo de la guerra, pero lo hecho, hecho estaba. Era necesario encontrar la paz para Britania y sólo un hombre seria capaz de imponerla, el propio Arturo. Abrió los ojos e hizo un gesto de desagrado—. ¿Qué olor es, ése? —preguntó; por fin se había dado cuenta.

—Ahí blanquean el paño, señor —le dije, y señalé las cubas de madera llenas de orina y excrementos batidos de pollo en que se procesaba el preciado paño blanco que tanto gustaba a Arturo.

En circunstancias normales Arturo habría alabado tal prueba de laboriosidad en una ciudad ruinosa como Durocobrivis, pero se limitó a olvidar el hedor con un encogimiento de hombros y a tocarse el hilo de sangre fresca que le bajaba por la mejilla.

—Una cicatriz mas —comentó con arrepentimiento—. Pronto tendré tantas como tú, Derfel.

—Deberíais llevar el yelmo, senor.

—Con el yelmo puesto no veo a diestra ni a siniestra —respondió sin darle más importancia. Se alejó de la columna y me indicó que le acompañara a pasear por la arcada—. Bien; escucha, Derfel. Luchar contra los francos es igual que luchar contra los sajones. Todos son germanos, y los francos no tienen nada de especial, salvo que llevan jabalinas arrojadizas, además de las armas más conocidas. Así que mantén la cabeza baja cuando comience el ataque, y después, como siempre, barrera de escudos contra barrera de escudos. Son luchadores tenaces pero beben más de la cuenta, de forma que puedes superarlos usando la cabeza. He ahí el motivo por el que te envio a ti. Eres joven pero tienes cabeza, cosa de la que carecen muchos soldados. Creen que basta con beber y repartir hachazos a diestro y siniestro, pero así no se ganan las guerras. —Hizo una pausa y trató de disimular un bostezo—. Perdóname. Y, por lo que se me alcanza, Derfel, la situación de Benoic no es tan desesperada. Ban es de carácter emocional —pronunció la palabra con acritud— y se asusta fácilmente, pero perder Ynys Trebes le partiría el corazón y yo tendría que vivir con otra culpa sobre la conciencia. Confía en Culhwch, es bueno. Boores es efectivo.

—Pero traicionero —dijo Sagramor desde las sombras, cerca de las tinas de blanqueo.

Había dejado la sala para vigilar a Arturo.

—No es justo —dijo Arturo.

—Es traicionero —repitió Sagramor con su rudo acento— porque está con Lanzarote.

—Lanzarote puede plantear dificultades —admitió Arturo—. Es el heredero de Ban y le gusta hacer las cosas a su modo, pero a mí también. —Sonrió y me miró—. Sabes escribir, ¿verdad?

—Si, señor —dije. Habíamos dejado atrás a Sagramor, que permanecía entre las sombras sin perder a Arturo de vista. Los gatos se escabullían sigilosamente a nuestro paso y los murciélagos revoloteaban alrededor del gablete por donde salía el humo del gran salón. Me pareció imposible que ese lugar hediondo hubiera estado alguna vez alumbrado por candiles y poblado de romanos con túnicas—. Escríbeme y cuéntame lo que sucede —dijo Arturo—, así no tendré que fiarme de la imaginación de Ban. ¿Cómo está tu mujer?

—¿Mi mujer? —No esperaba tal pregunta, y por un momento creí que se refería a Canna, una esclava sajona que me hacía compañía y que me enseñaba su dialecto, algo diferente del sajón que había aprendido yo, de mi madre; pero entonces me di cuenta de que se refería a Lunete—. Nada sé de ella, señor.

—Y tampoco preguntas, ¿verdad? —Me sonrió con picardía y después suspiró. Lunete había partido con Ginebra a la lejana Durnovaria, al antiguo palacio de invierno de Uter. Ginebra no quería abandonar su bonito palacio nuevo cerca de Caer Cadarn y Arturo hubo de convencerla de que se adentrara más en el país para ponerse a salvo de invasiones enemigas—. Sansum me ha comunicado que Ginebra y todas sus damas adoran a Isis.

—¿A quién?

—Exacto —dijo Arturo con una sonrisa—. Isis es una diosa extranjera, Derfel, con sus propios misterios; tiene que ver con la luna, creo. Eso es lo que afirma Sansum. No creo que él sepa nada, tampoco, pero insiste en que prohíba el culto; en su opinión los misterios de Isis son innombrables, pero cuando le pido que me diga en qué consisten, no lo sabe. O no lo dice. ¿Sabes tú algo de eso?

—Nada, senor.

—Claro que —añadió Arturo, un tanto obligado—, si Ginebra encuentra solaz en Isis, nada malo puede haber en ello. Pero estoy preocupado por Ginebra; le prometí muchas cosas, ¿sabes?, y todavía no le he dado nada. Quiero devolver a su padre al trono, y lo haremos, si, lo haremos, pero nos costará más de lo previsto.

—¿Queréis luchar contra Dinwrnach? —inquirí, consternado.

—No es sino un hombre como cualquier otro, Derfel, y puede morir. Lo conseguiremos un día. —Se volvió hacia el salón—. Partirás, pues, hacia el sur; sólo puedo darte sesenta hombres. Sé que no es suficiente en caso de que Ban se encuentre en verdadero peligro, pero cruza el mar con ellos Derfel, y ponte a las órdenes de Culhwch. ¿Pasarías por Durnovaria, de camino, y me enviarías nuevas de mi amada Ginebra?

—Si, señor.

—Llévale un presente de mi parte. ¿Qué te parece el collar que lucía el cabecilla sajón? ¿Crees que será de su agrado? —me preguntó con ansiedad.

—Sería del agrado de cualquier mujer —respondí.

El collar era de factura sajona, burdo y macizo, pero muy bonito. Estaba hecho de placas de oro dispuestas como los rayos del sol y tenía gemas incrustadas.

—¡Bien! Llévalo a Durnovaria en mi nombre, Derfel, y luego ve a salvar Benoic.

—Haré lo posible, señor —dije con toda mi buena intención.

—Lo posible —repitió Arturo—, por el bien de mi conciencia —añadió en voz baja; apartó de un puntapié un fragmento de arcilla que asustó a un gato, el cual, arqueando el lomo, bufó— Parecía todo tan fácil hace tres años —dijo, casi en un susurro— Y después, Ginebra.

Al día siguiente partí hacia el sur con sesenta hombres.

—¿Te ha enviado a espiarme? —me preguntó Ginebra con sonrisa.

—No, señora.

—Querido Derfel —se burló de mí—, cuánto te pareces a mi esposo.

—¿Yo? —pregunté sorprendido.

—Si, Derfel; te pareces a mi esposo, aunque él es mucho más inteligente. ¿Te agrada este lugar? —me preguntó, refiriéndose al patio.

—Es hermoso —conteste.

La villa de Durnovaria era romana, naturalmente, aunque en su día sirvió a Uter como residencia de verano. Bien sabe que no sería tan hermosa cuando el rey la ocupaba, pero Ginebra había devuelto al edificio algo de su antigua grandeza. El patio tenía columnas, como el de Durocobrivis, pero el tejado estaba en perfecto estado y las columnas, encaladas. El emblema de Ginebra se repetía en las paredes interiores en cada arcada, una sucesión de ciervos coronados con una luna creciente. Al ciervo, el de su padre, había añadido ella la luna; los semicírculos completaban vistosamente la obra de arte. El agua corría por unos canales cubiertos de azulejos junto a los que crecían rosas blancas; había en sendas perchas dos halcones de caza que movían la encapuchada cabeza a nuestro paso bajo la arcada romana. También había estatuas de hombres y mujeres desnudos repartidas por el patio, y en los plintos que servían de basa a las columnas, bustos de bronce festoneados de flores. El macizo collar sajón, regalo de Arturo, lucía en ese momento en el cuello de un busto de bronce. Ginebra, después de juguetear unos momentos con la joya, frunció el ceño.

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