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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (56 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Yo le creo —intervino Odila, con su habitual modo directo—. Lo vi y lo oí en la cueva con la Primera Maestra. Tuvo la oportunidad de marcharse y no la aprovechó. Oyó los cuernos, supo que nos atacaban, y regresó para ayudar a defender la ciudad.

—O para traicionarla —replicó lord Nigel, ceñudo.

—Gerard me dijo que si no le permitíais llevar su espada, como un verdadero caballero, haría cualquier cosa para ayudar, desde apagar fuegos a ocuparse de los heridos. Es digno de encomio, no de un castigo.

—Estoy de acuerdo —manifestó lord Tasgall—. Creo que todos lo estamos. —Miró a los otros dos.

Lord Ulrich asintió con la cabeza al momento y dedicó una sonrisa y un guiño a Gerard. Lord Nigel frunció el entrecejo, pero profesaba un gran respeto a lord Tasgall, de modo que asintió, acatando su dictamen.

—Sir Gerard Uth Mondor, se retiran todos los cargos presentados contra ti —dijo lord Tasgall, sonriente—. Lamento no disponer de tiempo para limpiar públicamente tu nombre, pero cursaré un edicto a fin de que todos sepan tu inocencia.

Odila miró a Gerard sonriente y le dio un golpe en la pierna por debajo de la mesa, recordándole que le debía una. Resuelta esa cuestión, los caballeros se dedicaron al problema del enemigo.

A despecho de la información recibida sobre el reducido número del ejército adversario que había puesto cerco a la ciudad, los solámnicos no se tomaron el asunto a la ligera. Sobre todo cuando Gerard les dijo que esperaban refuerzos.

—Quizá la muchacha se refería a algún ejército procedente de Palanthas, milord —sugirió respetuosamente Gerard.

—No. —Lord Tasgall sacudió la cabeza—. Tenemos espías en Palanthas, y nos habrían informado de cualquier movimiento masivo de tropas, y no ha habido ninguno. También tenemos exploradores vigilando las calzadas, y no han visto nada.

—Con todo respeto, milord —dijo Gerard—, pero no visteis acercarse a este ejército.

—Hubo magia de por medio —intervino lord Nigel, sombrío—. Un sueño mágico afectó a toda la ciudad y sus alrededores. Los soldados de las patrullas informaron que los venció ese extraño sueño, tanto a hombres como animales. Creíamos que lo había hecho la Primera Maestra Goldmoon, pero el Maestro de la Estrella Mikelis nos ha asegurado que ella no podría lanzar un conjuro tan poderoso. —Miró desasosegado a Odila. Las palabras de la mujer sobre la mente de un dios le hicieron caer en un detalle inquietante—. Mikelis nos dijo que ningún mortal podría hacerlo. Y, sin embargo, todos nos quedamos dormidos.

«Yo no —pensó Gerard—. Y tampoco el kender ni el gnomo. Goldmoon hizo que los barrotes se derritieran como si fuesen de cera. ¿Qué fue lo que dijo? "Ignoro cómo tengo poder para hacer lo que hago. Sólo sé que se me da lo que deseo, sea lo que fuere."»

¿Quién se lo daba? Gerard miró a Odila, intranquilo. Ninguno de los otros caballeros habló. Todos compartían las mismas ideas inquietantes, y nadie quería expresarlas. Entrar en eso sería caminar al borde de un precipicio con los ojos vendados.

—Sir Gerard, lady Odila, os agradezco vuestra paciencia —dijo lord Tasgall al tiempo que se ponía de pie—. Tenemos información suficiente para actuar en consecuencia. Si os necesitáramos de nuevo, os llamaremos.

Los estaban despidiendo. Gerard se levantó, saludó y dio las gracias a los caballeros uno por uno. Odila esperó y salió con él. Al echar una ojeada hacia atrás, Gerard vio a los caballeros absortos ya en la discusión.

—No parece que tengamos elección —comentó Odila a la par que sacudía la cabeza—. No podemos quedarnos sentados, esperando que les lleguen refuerzos. Tendremos que atacar.

—Un modo condenadamente extraño de llevar a cabo un sitio —reflexionó Gerard—. Podría entenderlo, ya que su cabecilla apenas ha dejado atrás los pañales, pero el capitán me pareció un oficial muy espabilado. ¿Por qué siguen la corriente a esa chica?

—Quizá también ha tocado sus mentes —murmuró Odila.

—¿Qué? —preguntó Gerard. La mujer había hablado en voz tan baja que creyó que no la había entendido.

Odila sacudió la cabeza con desánimo y siguió caminando.

—Olvídalo. Fue una idea estúpida —dijo.

—Pronto entraremos en batalla —pronosticó Gerard, esperando levantarle el ánimo.

—Cuanto antes mejor. Me gustaría encontrarme con esa arpía pelirroja llevando una espada en la mano. ¿Qué tal un trago? —preguntó de repente—. O dos, o seis o treinta.

Un tono extraño en su voz hizo que Gerard la observara atentamente.

—¿Qué pasa? —demandó ella, a la defensiva—. Quiero beber para quitarme de la cabeza a ese condenado dios, eso es todo. Vamos, yo invito.

—No, gracias. Me voy a la cama. A dormir. Y tú deberías hacer lo mismo.

—No sé cómo esperas que duerma con esos ojos mirándome fijamente. De acuerdo, vete a la cama si tan cansado estás.

El joven caballero empezó a preguntar de qué ojos hablaba, pero Odila se alejó en dirección a una taberna, cuyo cartel era un dibujo de un perro de caza que sostenía en la boca un pato muerto.

Demasiado cansado para darle importancia, Gerard fue en busca de un buen merecido descanso.

* * *

Gerard durmió todo el día y parte de la noche. Despertó con el ruido de alguien llamando a la puerta.

—¡Arriba! ¡Arriba! —llamó una voz, en tono bajo—. A presentarse en el patio dentro de una hora. Nada de luces y sin hacer ruido.

Gerard se sentó. En la habitación había claridad, pero era la luz blanca y fantasmal de la luna, no del sol. Al otro lado de la puerta se oyó el movimiento amortiguado de caballeros, pajes, escuderos y servidores, todos en pie y activos. Así que sería un ataque nocturno. Un ataque por sorpresa.

Nada de ruidos. Nada de luz. Nada de tambores llamando a las tropas. Nada que revelara el hecho de que el ejército de Solanthus se preparaba para salir a galope y romper el cerco. Gerard aprobaba el plan. Una idea excelente. Sorprenderían dormido al enemigo. Con suerte, quizá lo pillaban con las secuelas de una noche de jarana.

Se había acostado sin desnudarse, así que no tuvo que vestirse, sólo ponerse las botas. Bajó rápidamente la escalera, atestada de criados y escuderos que corrían haciendo recados para sus señores. Se abrió paso a empujones entre el apiñado gentío, deteniéndose únicamente para preguntar dónde estaba la armería.

En las calles reinaba un silencio extraño, ya que la mayor parte de la ciudad dormía. Gerard encontró al encargado de la armería y a sus ayudantes vestidos sólo a medias, ya que los habían sacado de la cama sin darles tiempo para más. El encargado estaba consternado por no poder proporcionar a Gerard una armadura solámnica como era debido.

—Dame uno de los equipos que se utilizan para las prácticas —dijo Gerard.

El hombre estaba horrorizado; no le cabía en la cabeza mandar a la batalla a un caballero con una armadura abollada, llena de arañazos y que no era de su medida. Gerard estaría hecho un esperpento. Al joven caballero no le importaba. Iba a tomar parte en su primera batalla, y habría ido completamente desnudo sin que ello le preocupara ni poco ni mucho. Tenía su espada, la que le había dado el gobernador Medan, y eso era lo que contaba. El encargado de la armería protestó, pero Gerard se mostró firme y, finalmente, el hombre le dio lo que le pedía. Sus ayudantes —dos chicos de trece años y caras marcadas por el acné— se mostraban muy excitados y lamentaban no poder tomar parte en la lucha. Actuaron como escuderos de Gerard.

Éste se dirigió desde la armería a los establos, donde los mozos de cuadra ensillaban caballos a un ritmo frenético al tiempo que intentaban tranquilizar a los animales, muy nerviosos por la inusitada conmoción. El jefe de establos miró recelosamente al desconocido con armadura prestada, pero Gerard le hizo saber, en unos términos que no dejaban lugar a duda, que estaba dispuesto a robar un caballo si no se lo proporcionaba por las buenas. Aun así, probablemente el jefe de establos no habría accedido a sus demandas, pero en ese momento entró lord Ulrich y, a pesar de desternillarse de risa al ver a Gerard con aquel desastroso equipo, avaló las credenciales del joven y dio orden de que se lo tratara con la consideración debida a un caballero.

El jefe de establos no llegó a tanto, pero proporcionó un caballo a Gerard. El animal parecía más apropiado para tirar de una carreta que para transportar a un caballero. Gerard esperaba que al menos se encaminara al campo de batalla y no a empezar el reparto matinal de leche.

Tanto discutir y porfiar para conseguir equipo y montura se le estaba haciendo interminable y la impaciencia lo consumía; temía perderse la batalla. En realidad, llegó al patio antes que la mayoría de los caballeros, donde los soldados de infantería se situaban en formación. Bien entrenados, ocupaban sus posiciones rápidamente, obedeciendo órdenes impartidas en voz baja. Habían amortiguado el ruido de las cotas de malla con tiras de tela, y a uno de ellos se le cayó el pelo cuando dejó caer la lanza ruidosamente sobre las baldosas. Siseando maldiciones, los oficiales se le echaron encima, prometiendo toda clase de atroces castigos.

Los caballeros empezaron a reunirse. También ellos habían envuelto partes de sus armaduras con trapos para amortiguar el ruido. Los escuderos se situaron al costado de cada uno de los caballos, listos para entregar arma, escudo y yelmo. Los portaestandartes ocuparon sus puestos. Los oficiales hicieron otro tanto. Salvo por los sonidos normales de la guardia de la ciudad llevando a cabo las rondas acostumbradas, el resto de la ciudad estaba en silencio. Nadie gritó demandando qué pasaba; no se reunió una multitud de mirones. Gerard admiró tanto la eficiencia de los oficiales como la lealtad y el sentido común de los ciudadanos. Debía de haberse corrido la voz de casa en casa, advirtiendo a la gente que se quedara dentro y no encendiera luces. Lo sorprendente era que todo el mundo obedeciese.

Caballeros y soldados —un contingente de cinco mil hombres— estuvieron preparados para marchar. Aquí y allí el silencio se rompía por el apagado relincho de un animal excitado, por una tos nerviosa de uno de los hombres de infantería o por el tintineo amortiguado de un yelmo al ponérselo un caballero.

Gerard buscó a Odila. Por su condición de Dama de la Rosa, ocupaba su puesto en las primeras filas. Vestía una armadura similar a las de los otros caballeros, pero Gerard la localizó de inmediato por las dos largas trenzas negras que asomaban bajo el reluciente yelmo. La risa de la mujer sonó un instante, pero enseguida la reprimió.

—Qué mujer. Haría payasadas hasta en su propio funeral —musitó, y soltó una queda risa. Después, al darse cuenta de lo agorero de su comentario, deseó para sus adentros no haberlo hecho.

Lord Tasgall, Caballero de la Rosa, se situó al frente, entre su estado mayor, llevando un pañuelo blanco en la mano. Lo alzó bien alto para que todos pudiesen verlo y después lo bajó. Los oficiales ordenaron marchar a los soldados y los caballeros se pusieron en movimiento. Gerard ocupó su puesto en las últimas filas, entre los más jóvenes y los armados caballeros más recientemente. No le importaba. Le habría dado igual tener que caminar con los soldados de infantería. El ejército de Solanthus se puso en marcha con un sonido de roce, de algo arrastrándose, cual un inmenso dragón sin alas que se deslizara sobre el suelo, alumbrado por la luna. Las puertas interiores, cuyos goznes se habían engrasado bien, se abrieron sin ruido, empujadas por hombres silenciosos.

Una serie de puentes salvaban el foso. Después de que el último soldado de infantería hubiese cruzado los puentes, éstos se levantaron, y las puertas se cerraron y atrancaron, a la par que se guarnecían las troneras.

El ejército se dirigió a las puertas exteriores que atravesaban la gruesa muralla que rodeaba la ciudad. Los goznes de estas puertas también se habían engrasado. Mientras pasaba bajo la muralla, Gerard vio arqueros agazapados en las sombras de las almenas para evitar ser detectados. Esperaba que no tuvieran que intervenir esa noche. El ejército solámnico debería ser capaz de barrer al ejército de los caballeros negros antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Aun así, los lores caballeros hacían bien en no correr ningún riesgo.

Una vez que la infantería y la caballería dejaron atrás las últimas puertas y éstas se hubieron cerrado, atrancado y guarnecido, el caballero coronel hizo un alto y giró la cabeza para mirar a las tropas a su mando. Alzó otro pañuelo blanco, y éste lo dejó caer.

Los caballeros rompieron el silencio. Alzaron las voces en un canto que ya era antiguo en tiempos de Huma, y después espolearon a sus caballos, lanzándolos a galope tendido. El canto enardeció a Gerard, que se sorprendió a sí mismo entonándolo con entusiasmo, pronunciando lo primero que se le venía a la cabeza en las estrofas que no recordaba. La orden dada a la caballería era dividirse, la mitad de los caballeros cargando hacia el este y la otra mitad hacia el oeste. El plan era rodear el dormido campamento y empujar a las tropas enemigas hacia el centro, donde serían atacadas por la infantería, que cargaría directamente hacia ese punto.

Gerard no apartó la vista del campamento enemigo. Esperaba que se despertara con el ruido atronador del trapaleo de cascos. Esperaba que se encendiesen antorchas, que los centinelas diesen la voz de alarma, que los oficiales gritasen órdenes y que los hombres corrieran a coger las armas.

Pero, curiosamente, el campamento permaneció en silencio. Ningún centinela gritó y, ahora que Gerard se fijaba, no veía ninguna hilera de caballos estacados. En el campamento no se produjo ningún movimiento, ningún ruido, y empezó a pensar que lo habían abandonado durante la noche. Pero ¿por qué un ejército de varios centenares de hombres iba a marcharse dejando atrás tiendas y suministros?

¿Se habría dado cuenta la chica de que había tratado de abarcar más de lo que podía? ¿Había decidido escabullirse en la noche y así salvar su pellejo y el de sus hombres? Al recordarla, al recordar su fe en el dios Único, Gerard lo dudó.

Los Caballeros de Solamnia continuaron la carga, abriéndose a ambos lados del campamento en un amplio círculo. Siguieron cantando, pero el canto había perdido su magia, no podía disipar la inquietud que iba apoderándose de sus corazones. Aquel silencio era extraño, y no les gustaba. Olía a trampa.

A lord Tasgall, que dirigía la carga, se le planteaba un problema. ¿Procedería según lo planeado? ¿Cómo reaccionaría ante esa nueva e inesperada situación? Veterano de muchas campañas, lord Tasgall también era consciente de que ni siquiera la mejor estrategia sobrevivía al contacto con el enemigo. En este caso, sin embargo, el problema parecía ser la ausencia de contacto con el enemigo. Tasgall supuso que la chica había recobrado el sentido común, simplemente, y se había marchado. De ser así, sus tropas y él sólo habrían perdido unas pocas horas de sueño. Sin embargo, no podía darlo por hecho. Cabía la posibilidad de que fuera una trampa. Más valía pecar de precavido. Cambiar la estrategia sólo causaría confusión en sus hombres. El caballero coronel llevaría adelante el plan, pero alzó la mano para ralentizar la carga de la caballería a fin de que no se lanzara descuidadamente a lo que quiera que estuviera aguardando.

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