El río de los muertos (52 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Siguió avanzando sigilosamente, atenta. Oyó voces, que reconoció como las de Gerard y Goldmoon. Soltó la trabilla que sujetaba la espada a la vaina. Su plan era lanzarse en un ataque rápido, derribar a Gerard antes de que pudiese reaccionar, y utilizarlo como rehén para evitar que el Azul contraatacara. Naturalmente, dependiendo de la relación entre dragón y caballero, el Azul podría atacarla sin importarle lo que le pasara a su jinete. Ése era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Estaba más que harta de que le mintieran, y allí había un hombre que iba a decirle la verdad o a morir en el proceso.

Odila reconoció la caverna. La había encontrado en sus anteriores intentos de capturar al dragón. Su patrulla y ella habían registrado la cueva, pero no hallaron rastro del reptil. Mientras se aventuraba un poco más adelante, llegó a la conclusión de que la bestia debía de haberse trasladado a ella posteriormente. Concentrada en dónde plantaba los pies para no pisar una rama o un montón de hojas secas, cuyo ruido la delataría, escuchó atentamente las voces.

—Filo Agudo os llevará a Foscaterra, Primera Maestra —decía en ese momento Gerard en tono bajo y respetuoso—. Si, como afirma el kender, la Torre de la Alta Hechicería está ubicada allí, el dragón la encontrará. No tenéis que depender de las indicaciones del kender. Sin embargo, os ruego que recapacitéis, Primera Maestra. —Su voz se tornó más preocupada, su tono más intenso—. Foscaterra tiene una mala fama que, por lo que he oído contar, es bien merecida. —Hubo una pausa, y luego:— De acuerdo, Primera Maestra, si estáis decidida a seguir adelante con esto...

—Lo estoy, señor caballero. —La voz de Goldmoon, clara y firme, resonó en la cueva.

—La última voluntad de Caramon antes de morir —habló de nuevo Gerard—, fue que llevase a Tasslehoff con Dalamar. Quizá debería reconsiderarlo e ir con vos. —Su tono sonaba reacio—. Empero, ya oís los cuernos. Solanthus está siendo atacada. Debería volver allí y...

—Sé lo que Caramon se proponía, sir Gerard —lo interrumpió Goldmoon—, y el motivo de que os pidiera tal cosa. Habéis hecho más que suficiente para cumplir su última voluntad. Os eximo de ese compromiso contraído. Vuestra vida y la del kender se habían entrelazado, pero los hilos ya se han destrenzado. Hacéis bien en regresar a defender Solanthus. Yo seguiré adelante sola. ¿Qué le habéis contado al dragón sobre mí?

—Le dije a Filo Agudo que sois una mística oscura que viaja disfrazada. Que habéis traído al kender porque afirma que ha encontrado un modo de entrar en la Torre, y que el gnomo es un cómplice del kender que no se separará de él. Filo Agudo me creyó. Claro que me creyó. —En la voz de Gerard había un dejo amargo—. Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad. ¿En qué clase de mundo extraño y retorcido habitamos? —Suspiró profundamente.

—Ahora disponéis de la carta del rey Gilthas —adujo Goldmoon—. Eso tienen que creerlo.

—¿De veras? Les dais demasiado crédito. Debéis daros prisa, Primera Maestra. —Gerard hizo una pausa, debatiéndose en una lucha interior—. Sin embargo, cuanto más lo pienso, menos me gusta la idea de dejaros entrar sola en Foscaterra...

—No necesito protección —le aseguró la mujer, cuya voz adquirió un timbre más suave—. Y tampoco creo que pudieseis hacer nada para protegerme. Quienquiera que me está emplazando, se ocupará de que llegue sana y salva a mi destino. No perdáis la fe en la verdad, sir Gerard —añadió afablemente—, y no le tengáis miedo, por horrible que pueda parecer.

Odila permaneció fuera de la cueva, irresoluta, considerando qué hacer. Gerard tenía la ocasión de escapar y no la aprovechaba, sino que planeaba regresar a Solanthus para defender la ciudad. «Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad.»

Tras desenvainar la espada, que asió firmemente, Odila abandonó la cobertura de los árboles y caminó con aire resuelto hacia la boca de la cueva. Gerard se encontraba de espaldas a ella, mirando hacia el oscuro interior. Vestía las ropas de cuero de un jinete de dragón, las únicas que tenía, las mismas que había llevado puestas en la prisión. Había recuperado su espada y el talabarte. En la mano sostenía el casco de cuero de jinete de dragón. Estaba solo.

Al oír los pasos de la mujer, Gerard volvió la cara. Al verla, puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

—¡Tú! —masculló—. Lo único que me faltaba. —De nuevo miró hacia la oscuridad del fondo.

Odila apoyó la punta de la espada en la nuca del hombre. Al hacerlo, reparó en que se había vestido con prisas. O a oscuras. Llevaba la túnica puesta al revés.

—Eres mi prisionero —dijo con voz dura—. No hagas un solo movimiento ni intentes llamar al dragón. Una palabra y te...

—¿Me qué? —instó Gerard, que giró rápidamente, apartó la espada con la mano y salió de la cueva—. Date prisa, señora, si piensas venir —la apremió con brusquedad—. O llegaremos a Solanthus cuando la batalla haya terminado.

Odila sonrió, pero sólo cuando él le volvió la espalda y no pudo verla. Adoptando de nuevo la expresión severa, corrió en pos del hombre.

—¡Espera un momento! ¿Dónde crees que vas?

—A Solanthus —repuso fríamente—. ¿No has oído los cuernos? La ciudad está bajo ataque.

—Eres mi prisionero...

—De acuerdo, soy tu prisionero —dijo Gerard, que se volvió y le entregó su espada—. ¿Dónde tienes el caballo? Supongo que no habrás traído otro para que lo montase yo. No, claro que no. Eso habría requerido previsión, y tú tienes el cerebro de un escuerzo. Sin embargo, por lo que recuerdo tu caballo es un animal robusto. No hay mucha distancia hasta Solanthus, podrá llevarnos a los dos.

Odila le cogió la espada y usó la empuñadura para rascarse la mejilla.

—¿Dónde están la mística y los otros? Me refiero al kender y al gnomo. Tus... ummm... cómplices.

—Ahí dentro —contestó Gerard al tiempo que hacía un gesto con la mano, señalando la cueva—. El dragón también está ahí, al fondo de la gruta. Van a esperar hasta que caiga la noche para marcharse. Adelante, por mí puedes volver para enfrentarte al dragón. Sobre todo considerando que sólo has traído un caballo.

Odila apretó los labios para contener la risa.

—¿De verdad te propones regresar a Solanthus? —demandó a la par que fruncía el entrecejo.

—De verdad, señora.

—Entonces, supongo que necesitarás esto —dijo, y le lanzó la espada.

Su gesto lo pilló tan de sorpresa que la recogió torpemente en el aire, a punto de dejarla caer. Odila echó a andar y al pasar ante él le hizo un guiño y le dedicó una mirada maliciosa de reojo.

—Mi caballo puede llevarnos a los dos, «Mollete de Maíz». Como bien has dicho, más vale que nos demos prisa. Ah, y será mejor que cierres la boca. Podrías tragarte una mosca.

Gerard se la quedó mirando de hito en hito, atónito, y después salió corriendo tras ella.

—¿Me crees?

—Ahora
sí —contestó con un énfasis significativo—. No quiero herir tus sentimientos, Mollete de Maíz, pero no eres lo bastante inteligente para montar una escena como la que acabo de presenciar. Además —añadió, soltando un hondo suspiro—, tu historia es un enredo tal, con jóvenes decrépitas de noventa y tantos años, un kender muerto muy vivo y un gnomo, que no queda más remedio que creérsela. Nadie se inventaría algo así. —Giró un poco la cara para mirarlo—. ¿Así que tienes realmente una carta del rey elfo?

—¿Te gustaría verla? —preguntó él con una sonrisa forzada.

—En absoluto. Para ser sincera, ni siquiera sabía que los elfos tuviesen rey. Y tampoco me importa. Pero supongo que es bueno que a alguien sí le interese. ¿Qué clase de guerrero eres, Mollete de Maíz? No pareces tener mucha fuerza muscular. —Miró desdeñosamente sus brazos—. Quizá seas del tipo de constitución enjuta y nervuda.

—Eso, si lord Tasgall me permite luchar —rezongó Gerard—. Pediré que me dejen en libertad bajo palabra, comprometiéndome a no intentar escapar. Si no aceptan, haré cuanto esté a mi alcance para ayudar a los heridos o para apagar incendios o cualquier otra cosa en la que pueda prestar servicio.

—Opino que te creerán —manifestó la mujer—. Como ya he dicho, una historia con un kender y un gnomo...

Llegaron al lugar donde Odila había dejado el caballo. La dama solámnica se subió a la silla y miró a Gerard, que la observaba desde abajo. Realmente tenía unos ojos extraordinarios; nunca había visto ojos de un color azul tan increíble, tan límpidos y brillantes. Le tendió la mano.

Gerard la agarró y la mujer tiró de él para que se sentara en la incómoda grupa, detrás de ella. Chasqueó la lengua y el caballo se puso en marcha.

—Será mejor que te agarres a mi cintura, Mollete de Maíz —comentó—. Así no te caerás.

Gerard le rodeó el talle con los brazos, ciñéndolos firmemente, y se echó hacia adelante, de manera que se pegó contra ella.

—No es nada personal, lady Odila —dijo.

—Oh, pobre de mí —repuso la mujer con un exagerado suspiro—. Y yo que pensaba ya en elegir mi traje de boda.

—¿Nunca te tomas nada en serio? —preguntó Gerard, irritado.

—Casi nada —contestó Odila, que se volvió y le sonrió—. ¿Por qué iba a hacerlo, Mollete de Maíz?

—Me llamo Gerard.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué me llamas así?

—Porque te va bien, simplemente —adujo mientras se encogía de hombros.

—Pues yo creo que es porque llamarme por mi nombre me convertiría en persona, en lugar de en un objeto de bromas. Desprecio a las mujeres, y tengo la sensación de que no tienes muy buena opinión de los hombres. A los dos nos han herido. Puede que ambos le tengamos más miedo a la vida que a la muerte. Podemos discutir sobre ello después, tomándonos una jarra de cerveza fría, pero de momento pongámonos de acuerdo al menos en una cosa: llámame Gerard. O sir Gerard, como prefieras.

Odila creía que tendría una respuesta para eso, pero no se le ocurría ninguna que, al menos, fuese graciosa. Taconeó al caballo para ponerlo a galope.

—¡Alto! —gritó de repente Gerard—. Me ha parecido ver algo.

Odila sofrenó al caballo. El animal respiraba agitadamente. Habían salido de la línea de árboles que crecían a lo largo de la orilla del río y se dirigían a campo abierto. La calzada se extendía ante ellos; descendía en una ligera depresión del terreno antes de ascender de nuevo hacia las puertas de la ciudad. La mujer vio entonces lo que Gerard había visto antes, lo que tendría que haber visto si no hubiese estado tan condenadamente absorta en unos ojos azules.

Jinetes. Cientos de jinetes avanzando por la llanura, procedentes del oeste. Cabalgaban en formación, con las banderas ondeando al viento. El sol arrancaba destellos en moharras de lanzas y yelmos de acero.

—Un ejército de Caballeros de Neraka —dijo Odila.

—Y están entre la ciudad y nosotros —añadió Gerard.

29

Capturadora cautiva

—¡Aprisa, antes de que nos vean! —dijo Gerard—. Haz que esta bestia dé media vuelta. Podemos escondernos en la cueva...

—¡Escondernos! —repitió Odila mientras le lanzaba una mirada estupefacta por encima del hombro. Luego sonrió—. Me gustas, Molle... —Calló, y luego dijo con una sonrisa maliciosa—. Sir Gerard. Cualquier otro caballero habría insistido en que nos lanzáramos a la batalla. —Plantada en la silla, muy erguida, puso la mano en la empuñadura de la espada y declamó—: «Haré frente al enemigo y lucharé aunque su ventaja sea de diez contra uno. Mi honor es mi vida».

Hizo volver grupas al caballo y empezó a cabalgar de vuelta a la cueva. Ahora era Gerard el que estaba estupefacto.

—¿Es que no lo crees? —inquirió.

—¿De qué te sirve el honor si estás muerto? ¿De qué le servirá a nadie? Te diré una cosa, sir Gerard —continuó—. Te harían una canción. Alguna estúpida canción que entonarían en las tabernas, y a todos los comerciantes gordos se les empañarían los ojos y babearían sobre su cerveza por el valeroso caballero que luchó él solo contra seiscientos. Pero ¿sabes quién no la cantaría? Los caballeros apostados tras las murallas. Nuestros compañeros. Nuestros amigos. Los caballeros que no van a tener una oportunidad de librar una batalla gloriosa en nombre del honor. Esos caballeros que tendrán que luchar para seguir vivos y así poder proteger a la gente que puso su confianza en ellos.

»
De modo que, al final, nuestras espadas sólo son dos, y dos espadas no cambiarán nada. ¿Y si todos esos caballeros que están en Solanthus decidiesen cabalgar hacia la batalla y desafiar a seiscientos adversarios en un glorioso combate? ¿Qué les pasaría a los campesinos que han acudido buscando su protección? ¿Morirán gloriosamente los campesinos o acabarán ensartados en la punta de una lanza enemiga? ¿Qué les pasará a los gordos comerciantes? ¿Morirán gloriosamente o se verán obligados a presenciar cómo los soldados enemigos violan a sus esposas e hijas y queman sus tiendas hasta los cimientos? A mi modo de ver, sir Gerard, prestamos juramento de proteger a esa gente, no de morir gloriosa y egoístamente en un lance absurdo y estúpido.

»
El principal objetivo del enemigo es matarte. Y cada día que sigues vivo frustras ese objetivo. Cada día que sigues vivo vences y ellos pierden, incluso si sólo te mueves a hurtadillas, escondido en una cueva hasta que encuentres un modo de volver con tus compañeros para luchar a su lado. Eso, para mí, es honor.

Odila calló para tomar aliento. Su cuerpo temblaba por la intensidad de sus sentimientos.

—Nunca lo consideré desde esa perspectiva —admitió Gerard, que la miraba con admiración—. Supongo que, después de todo, sí hay algo que te tomas en serio, lady Odila. Por desgracia, parece que no ha servido de nada. —Alzó el brazo y señaló por encima del hombro de la mujer—. Han destacado escoltas para guardar los flancos. Nos han avistado.

Un grupo de jinetes, que había patrullado al borde de la línea de árboles, salió a descubierto a menos de un kilómetro de distancia. El caballo y los dos jinetes, plantados en medio de la pradera, habían sido localizados con facilidad. La patrulla había girado como un solo hombre y ahora cabalgaba hacia ellos para investigar.

—Tengo una idea. Desabrocha tu talabarte y dámelo —dijo Gerard.

—¿Qué...? —Fruncido el entrecejo, Odila se volvió a mirarlo y vio que se estaba poniendo el casco de cuero—. ¡Oh! —Al comprender lo que se proponía hacer, empezó a desabrochar la hebilla del cinturón—. ¿Sabes, sir Gerard? Esta artimaña funcionaría mejor si no llevases la túnica puesta al revés. ¡Deprisa, cambíatela antes de que nos vean mejor!

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