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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (14 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—¿Qué se supone que buscamos? —preguntó ella cuando entraban en un abarrotado café—. ¿Por qué has escogido este sitio?

—No hagas tantas preguntas —dijo él inmediatamente antes de que un hombre corpulento, borracho, chocara con ellos.

—¡Eh! Mira por dónde vas —protestó Julia, pero el hombre solo emitió un gruñido y tropezó.

—Cuidado con lo que dices —le advirtió Émile—. Lo último que queremos son problemas.

—¡Oye! —dijo Julia, sacando algunos billetes de francos de la cartera del hombre—, al menos pídeme una bebida.

Émile iba a reprenderla cuando los vio.

Los dos hombres se sentaron en la mesa de un rincón; ambos se desplomaron sobre sendos vasos de absenta, como si buscaran en el líquido verde esmeralda alguna parte de sus almas que hubiesen perdido irremediablemente.

—Déjame que hable yo —dijo Émile.

—¿Qué? ¿Quién es? —preguntó Julia; pero él ya estaba atravesando la multitud y la ignoró.


Bon soir, monsieurs
—dijo Émile cuando llegó a la mesa—. ¿Les importa que me siente aquí?

Julia reconoció a los hombres cuando levantaron la vista. Eran los dos trabajadores de mantenimiento del Louvre, los que habían despedido por habérseles caído la vitrina.

—En realidad —dijo el de la cara de halcón—, sí.

Su compañero perdió inmediatamente el interés y dedicó su atención a su vaso de absenta.

—Sé quiénes son ustedes —dijo Émile.

El hombre se echó hacia atrás y lo miró con suspicacia.

—¿Sí?

—Ustedes son los dos hombres a los que despidieron del museo el otro día. Lo vimos todo.

—¿Y qué pasa si somos nosotros?

—Bueno —dijo Julia—, la forma de tratarlos fue una vergüenza.

Viendo su oportunidad, se sentó en una silla, frente a los hombres. Émile le dirigió una dura mirada antes de que ella lo acercara a otra silla que estaba al lado de la suya.

—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó el hombre, con tono suspicaz, pero ligeramente más suave.

Julia abrió la boca para hablar, pero Émile se adelantó:

—Mi nombre es Émile —dijo, y tendió la mano para saludar—. Estamos encantados de conocerlos.

El hombre no respondió. Émile retiró la mano.

—Y esta es… —añadió, vacilando y dejando en suspenso la frase.

—Soy su hermana.

Émile le dirigió una mueca de desconcierto antes de volverse hacia el hombre.

—Mi hermana —dijo, sin mucha convicción.

El otro hombre levantó la vista de su vaso. Tenía los ojos desenfocados y llorosos, y su cabeza se balanceó como una boya del puerto cuando trató de centrarse en Julia.

—¿Su hermana? —dijo—. No parece muy francesa.

Émile miró a Julia, exigiéndole con la mirada que se inventara algo.

—Porque —dijo Julia con una sonrisita petulante dirigida a Émile— después de que nuestros padres se divorciasen, nuestra madre me llevó a Estados Unidos a vivir con unos parientes. Fue muy triste. Yo solo era una niña en aquella época.

Esto pareció satisfacer al hombre y volvió a centrar su atención en la absenta.

—Yo me llamo Vincenzo —dijo por fin el hombre de la cara de halcón—. Vincenzo Peruggia. Pero llámenme Peruggia. Y este es Brique
[44]
.

—Llámenme Brique —dijo el otro hombre, sin levantar la vista.

—¿Puedo pedirles unas bebidas para los dos? —preguntó Émile.

—¿Por qué no? —dijo Peruggia.

—Julia —dijo Émile, con la mano abierta hacia ella—, déjame ver ese dinero, sé buena.

Julia lo miró, pero hizo lo que le pedía.

Émile pidió una botella de vino tinto. Tras beber algunos vasos, aparentemente Brique se durmió, con la cara hundida en sus brazos doblados, pero a Peruggia se le soltó la lengua. Les dijo que había venido a París en busca de empleo y había trabajado en una serie de cosas de poca importancia antes de que lo contrataran en el museo.

—Imagínese —continuó, tanto para él mismo como para Émile y Julia—, un auténtico patriota italiano en el corazón del país que engendró al mayor enemigo de mi patria.

—¿Y quién era? —preguntó Julia.

—Napoleón, naturalmente —replicó, volviéndose hacia ella con ojos centelleantes—. ¿Quién iba a ser si no?

—Claro —dijo y, tras mirar a Émile, añadió con toda inocencia—: ¿Cuál de ellos?

—¿Cuál de ellos? —repitió Peruggia, golpeando la mesa con el puño—. El mismo demonio, naturalmente: Bonaparte.

—¡Oh, claro! —dijo Julia, tratando de reponerse—. Bonaparte. Pensé que quizá se refiriera al otro.

—En realidad, no sabe de qué habla —dijo Émile mientras golpeaba la pierna de Julia debajo de la mesa.

—Entonces, la ilustraré —comenzó Peruggia—. Sus ejércitos arrasaron la tierra donde nací, expoliando y quemándolo todo a su paso, y él personalmente saqueó nuestros mayores tesoros para su propio enriquecimiento, los mismos tesoros que cuelgan en las paredes del museo en el que he trabajado para estos perros.

—Incluso
La Joconde
—añadió Émile, azuzándolo.

La observación pareció impactar de un modo especialmente fuerte en Peruggia. Levantó su vaso y lo vació de un solo trago. Brique empezó a roncar con fuerza.

—Sí, incluso
La Gioconda
—dijo Peruggia, remarcando el nombre italiano—, el mayor tesoro de todos, que exhiben ante el mundo como si lo hubiese pintado un francés.

—Es indignante —dijo Julia, mirando a Émile en busca de aprobación.

—Es criminal, no hay otra palabra —afirmó Émile mientras rellenaba el vaso de Peruggia.

Pero los vapores ya estaban aplacando la cólera de Peruggia.

—Sí —dijo, asintiendo lentamente con la cabeza—, criminal.

Elevó de nuevo el vaso y empezó a beber. Este era el momento.

—Hay algo que debe saber, amigo mío —comenzó Émile.

Peruggia bajó el vaso y fijó una intensa mirada en Émile.

—¿Y qué es?

Émile se inclinó hacia él y le habló en voz muy baja:

—Hay gente en este mundo, en esta ciudad, que no puede tolerar la injusticia más que usted.

Peruggia gruñó para demostrar que no lo creía.

—Hablo en serio —dijo Émile—. Hay personas que sienten esto con la misma fuerza que usted.

—Continúe —dijo Peruggia, cauteloso.

Émile miró furtivamente en torno a la abarrotada estancia, captando rápidamente la mirada de Julia para compartir un momento de triunfo.

—Aquí no —dijo—. Hay alguien a quien quiero que conozca primero.

Capítulo 17

P
ERUGGIA dijo:

—No se equivoque,
signore
. Yo no haría esto solo por dinero.

—Por supuesto que no, amigo mío —dijo Valfierno—. Comprendo perfectamente sus motivaciones. Ante todo y sobre todo, usted es un patriota. Eso es obvio.

Los dos hombres paseaban por el embarcadero que recorre la orilla del río gris verdoso bajo el muelle del Louvre. Cuando Émile los presentó, Valfierno se había mostrado algo desconfiado del obsesivo italiano. Por regla general, podía formarse una opinión de una persona de un vistazo, pero la intensidad de los ojos del italiano le dificultó leerlos en un primer momento. Peruggia andaba encorvado, como un hombre perseguido que tratara de pasar desapercibido, una víctima inocente de un país que había sido cruelmente subyugado por el monstruo, Napoleón. Cuando comprendió la naturaleza de la obsesión de Peruggia con los acontecimientos que ocurrieran un siglo antes, su
idée fixe
[45]
, a Valfierno le resultó fácil centrar la ira y la frustración del hombre en el objeto de su rabia: el Louvre y sus antiguos jefes. A partir de ahí, tenía una vía directa a la idea de que el único camino para restaurar la justicia en el mundo, tal como lo veía Peruggia, era repatriar
La Gioconda
misma.

—Devolver el mayor tesoro de mi país a su lugar —dijo Peruggia cuando paseaban bajo la celosía de hierro del puente Solférino—, arrancarlo de las manos manchadas de sangre del tirano Napoleón, sería el mayor honor que podría alcanzar nunca.

«El hombre daba la imagen de un perfecto revolucionario», pensó Valfierno. La decidida convicción de la rectitud de su causa era un poderoso motivo. Y el marqués se dio cuenta rápidamente de la tendencia de Peruggia a obsesionarse con los detalles, en especial si creía que el plan era enteramente de su cosecha.

—Repasemos de nuevo todo el asunto —dijo Valfierno, empujándolo—. Y no olvide el más mínimo detalle.

Animado, Peruggia describió una vez más su plan mientras pasaban ante una flotilla de chalanas amarradas a la orilla en pendiente. Unas atareadas lavanderas colgaban ropa en las barcazas-lavandería, manteniendo a sus hijos atados con correas para evitar que se cayeran por la borda. Una chalana grande ofrecía una piscina al aire libre rodeada por largos cobertizos de madera en los que se podía alquilar una cabina privada y darse un baño por veinte céntimos.

Valfierno escuchaba atentamente al italiano, interrumpiéndolo a veces con preguntas y comentarios, invitándolo amablemente a pasar por alto las partes del plan carentes de interés y encaminándolo hacia las que tenían más sentido práctico. De hecho, la primera vez que escuchó el plan, Valfierno pensó que era demasiado ingenuo para que funcionara, pero después empezó a descubrir que su fuerza radicaba en su simplicidad.

—Con un poco de suerte —dijo Peruggia cuando terminó—, ni siquiera echarán de menos el cuadro hasta el día siguiente.

—Necesitará otro cómplice, además de Émile —dijo Valfierno—. ¿Tu compañero, el amigo Brique, es de confianza?

—Sí, pero será mejor si no le decimos nada hasta que llegue ese día. Trabaja mejor cuando no tiene tiempo para pensar en lo que hace. Si le paga bien, hará lo que se le diga.

—Recibirá una buena paga —le aseguró Valfierno—. Los dos tendrán una buena paga. Arreglaré las cosas para que puedan alojarse los dos en la casa de
madame
Charneau. Facilitará la planificación.

El italiano se quedó mirando una barcaza que pasaba deslizándose bajo el puente corriente abajo.

—Respóndame a esto —empezó Peruggia sin mirar a Valfierno—. Émile y la joven…

—Julia.

—Me dijeron que eran hermanos, pero yo sé que no lo son. He visto su forma de actuar juntos. Como una vieja pareja casada. ¿Por qué me mintieron?


Signore
—dijo Valfierno—, tiene que comprender que solo estaban tratando de ser discretos. No tenían ni idea de si ustedes eran los hombres adecuados para el trabajo.

Peruggia lo pensó, asintiendo ligeramente con la cabeza.

—¿No habrá más mentiras?

—Tiene mi palabra de caballero —le aseguró Valfierno.

Peruggia se volvió lentamente hacia Valfierno, mirándolo atentamente a los ojos.

—Lo ayudaré,
signore
, por una y única razón: para restaurar el honor de mi país. Pero le advierto que, si pensara, aunque fuese por un momento, que está tratando de engañarme…

Las palabras quedaron en el aire como una espada pendiente de un hilo. Valfierno sintió un momentáneo escalofrío de miedo, pero miró al hombre directamente a los ojos.

—No se preocupe, amigo mío —dijo, y le tendió la mano—. Usted devolverá
La Gioconda
a su verdadero propietario, el pueblo de Italia. Lo recibirán como a un héroe.

Los ojos de Peruggia se entrecerraron con intensidad.


Per l ’Italia
! —entonó solemnemente mientras tomaba la mano de Valfierno.

—Así sea —dijo Valfierno, tratando de aguantar la fuerza del apretón del hombre—.
Per l ’Italia
!

La pálida manta de nubes de color blanco grisáceo que se cernía sobre París atenuaba la luz que se filtraba por las grandes claraboyas abovedadas de la estación de Orsay. Abajo, iban y venían centenares de viajeros: elegantes caballeros parisienses con sombreros de copa que caminaban rígidos con sus ajustados ternos negros; mujeres de andares pesados con sus vestidos acampanados, rematados con chaquetas entalladas, y sus sombreros redondos colocados sobre ramilletes de cabellos cardados; mozos que los seguían, luchando con maletas y enormes sombrereras. Hombres de clase trabajadora, con boinas, vestidos con chaquetas anchas y raídas de color azul, unos solos, otros conduciendo a sus esforzadas esposas y bandadas de niños, se debatían con sus maletas de cartón en busca del andén correcto.

Mientras Émile esperaba al final de la rampa de equipajes con motor eléctrico, supervisando el embarque de las maletas del marqués en el tren, Valfierno y Julia estaban sentados a una mesa de un pequeño café en la planta superior.

Valfierno tomó un sorbo de su
café noir
[46]
y dijo:

—Probablemente, te gustaría ser tú quien regresara a Estados Unidos.

Julia tomó un bocado de su
brioche à tête
[47]
.

—Ya lo conozco —dijo, encogiéndose de hombros—. Además, me gusta esto. Me siento como en mi casa.

—Eso es lo que sienten la mayoría de las personas cuando llegan a París: como si llegaran a casa por primera vez.

Estuvieron un momento sentados en silencio: Valfierno bebiendo café y Julia tomando otro bocado.

—Parece que a Émile no le gusto mucho —dijo finalmente ella de pronto.

—No hace amigos con facilidad —dijo Valfierno—. Y, para ser sincero, creo que te esfuerzas mucho para tratar de molestarlo.

—Pero yo solo me divierto un poco. ¿No tiene sentido del humor?

—Él siempre ha sido muy serio, lo ha sido desde pequeño.

—¿Cómo se encontró con él?

Valfierno la miró con suspicacia.

—Prometo no reírme a su costa —añadió.

Él sonrió y le contó la historia de su encuentro callejero con los
apaches
y cómo lo dejaron a las puertas de la muerte, así como el oportuno rescate de Émile, sin mencionar a
madame
Laroche ni a su celoso esposo.

—¡Dios! —dijo ella—. ¡Tuvo suerte! ¿Y nunca descubrió nada sobre su pasado?

—Yo no he dicho eso.

—Cuéntemelo, entonces.

Valfierno vaciló de nuevo.

—Dígame lo que me diga, no lo molestaré. Lo prometo.

—No hay nada que pueda molestarlo —dijo Valfierno.

—¿Y bien? —insistió Julia.

—Te contaré lo que sé —dijo él, inclinándose hacia ella—, pero solo con la esperanza de que quizá te haga comprender mejor al chico.

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