El robo de la Mona Lisa (13 page)

Read El robo de la Mona Lisa Online

Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Valfierno le tendió el dinero.

—Me llamo Eduardo de Valfierno.

El vehemente joven consideró la oferta durante un momento antes de levantar la vista. Despacio y deliberadamente, dejó el pincel y se levantó. Era un poco más bajo que Valfierno, pero con su complexión fornida y su postura de piernas abiertas, daba la impresión de un toro implacable. Cogió el dinero y guardó el fajo en el bolsillo sin contarlo.

Valfierno tendió la mano como saludo. El artista lo consideró un momento.

—Soy José Diego Santiago de la Santísima —dijo, estrechando la mano con un apretón firme, casi agresivo.

—Un placer conocerlo, don…

—Diego.

—Don Diego.

Diego inclinó ligeramente la cabeza antes de sentarse de nuevo ante su caballete para coger el pincel y reanudar su trabajo.

—Veo —dijo Valfierno— que pinta con la mano izquierda. Leonardo era zurdo, ¿no?

—Es esencial para hacer una buena copia.

—Entonces, quizá sea esa la razón por la que es tan bueno.

Diego detuvo el pincel y miró a Valfierno. Por primera vez, sus labios insinuaban una sonrisa.

—No —dijo—. La razón de que yo sea tan bueno —añadió, pasando el pincel a la otra mano— es que soy diestro.

Capítulo 15

E
L gran acorazado blanco, erizado de cañones, con gallardetes flameando al viento, navegaba hacia su presa, una elegante goleta de madera de tres palos. La afilada proa del buque de guerra cortaba el agua como una cuchilla. En un movimiento desesperado, la goleta metió toda la caña a estribor para evitar una colisión, pero era demasiado tarde. El espolón metálico que remataba por la proa la obra viva del buque embistió el casco del velero con una fuerza escalofriante. El velero se escoró y solo sus grandes velas evitaron que zozobrara.

Un niño vestido de marinero gritaba triunfalmente en la orilla del
petit bassin
[41]
en el jardín de las Tullerías. Al otro lado del gran estanque circular, otro niño, que llevaba un sucio
tablier
[42]
amarillo y zuecos, acudía gimiendo a su madre por la injusticia perpetrada por el buque de guerra de hojalata y de cuerda contra su indefenso velero. Ajenos al drama, muchos hombres reclinados en sillas alquiladas alrededor de la periferia del círculo leían sus periódicos bajo los panamás puestos con desenvoltura sobre sus cabezas. En el centro del estanque, chispeante por los reflejos naranjas del carpín dorado, una fuente lanzaba agua al aire, formando un borroso penacho frente a la ligera brisa.

A la sombra de un castaño cercano, un grupo de hombres y mujeres estaban agachados en diversas posturas en torno a un mantel de cuadros extendido sobre la hierba. Las migas de pan cubrían el mantel; en su centro, un cesto de mimbre contenía los restos de varias cuñas de queso y rabillos de uvas. Unas botellas medio vacías de vino tinto montaban guardia sobre las sobras.
Madame
Charneau, con la espalda apoyada en el tronco del árbol, parecía decidida a acabar con la única barra de pan que quedaba. Émile y Julia estaban sentados frente a frente en el suelo; el desfile de las parejas de la sociedad parisiense cogidas del brazo por el paseo central, el
axe historique
, distraía constantemente la atención de Julia.

Diego estaba agachado, con las rodillas abiertas en pronunciado ángulo, sosteniendo una botella de vino mientras vaciaba su contenido en su copa. Valfierno, con el brazo posado en una rodilla levantada, contemplaba una uva negra que sostenía entre el pulgar y el índice. De fondo, las distintas alas del Louvre rodeaban el gran patio abierto que conducía a los jardines.

—Hay un problema —dijo Émile con aire de forzada autoridad.

—No hay problemas —lo corrigió Valfierno—, solo retos.

—Un reto, entonces —dijo Émile, un poco exasperado—. Con la instalación de estas nuevas vitrinas, será imposible colocar una copia detrás de cualquiera de las pinturas protegidas. Simplemente, no se puede hacer.

—Buena observación —dijo Valfierno—, pero, en este caso, discutible.

—Después de todo —dijo Julia—, no todas las pinturas están dentro de vitrinas de esas.

—Pero la pintura que queremos formará parte, sin duda, de ese exclusivo grupo —señaló Valfierno.

—¿Y qué pintura sería? —preguntó ella.

—Esa es una pregunta estúpida —dijo Émile—. No sabremos de qué pintura se trata hasta que no encontremos a nuestro cliente. Lo que importa es lo que él quiera.

—Émile tendría razón —empezó a decir Valfierno— en circunstancias normales.

—¿Lo ves? —dijo Julia, saboreando un pequeño triunfo—. Después de todo, no era tan estúpida.

—En esta ocasión —continuó Valfierno—, la pintura es lo primero. Concentraremos nuestros esfuerzos en una pieza, algo que todo el mundo desee.

—¿Cómo qué? —preguntó Émile.

Valfierno se volvió hacia el nuevo miembro de su grupo.

—Don Diego…

El artista estaba dedicado al proceso de tomarse su copa de vino tinto. Bebió un último trago antes de dejarla a su lado, en la hierba. Secándose la boca con el dorso de la mano, se estiró hacia atrás para sacar una tabla cubierta con un paño. Con un amplio movimiento de la mano, retiró el paño como un matador echa atrás el capote, descubriendo una reproducción notablemente precisa de
La Joconde
.

Madame
Charneau se tapó la boca, reprimiendo una brusca inspiración. El rostro de Julia se iluminó de entusiasmo.

—¡Eh, espera un minuto! —espetó Julia, volviéndose a Émile—. Ese es el que dijiste que nadie compraría.

—No se atreverían —insistió Émile—. Además, es una tabla de madera maciza, sin contar con que está dentro de una vitrina. ¿Cómo vamos a autentificar la copia si el potencial comprador no puede poner su marca en la parte de atrás?

—Tienes razón —dijo Valfierno—. No es fácil vender una copia no marcada cuando el original sigue colgado en la pared de la galería. Así que tendremos que asegurarnos de que el original no esté colgado en la pared de la galería.

—¿Y cómo espera que lo hagamos? —preguntó Émile.

—¡Robándolo, evidentemente! —exclamó Julia.

—¿Robar
La Joconde
del Louvre? —preguntó Émile, sin poder conservar la calma—. ¡Es imposible!

—Es difícil, sí —concedió Valfierno—, pero, ¿imposible? Bueno, no lo sabremos hasta que lo intentemos.

Madame
Charneau habló por vez primera:

—Pero, marqués, aunque podamos robarlo, toda Francia se levantará en armas. Nunca dejarían que saliese de París.

—No tendremos que hacerlo. Se quedará aquí, en la ciudad.

—¡Sería como tratar de agarrar un carbón al rojo! —dijo ella—. ¡Ningún francés se atrevería a tocarlo!

—En realidad, estoy pensando más en la posibilidad de encontrar a un rico cliente norteamericano.

—Lo buscarán en cada maleta, cada bolsa, cada caja que deje el país —dijo Émile.

Una niña pequeña pasó gritando encantada mientras tiraba de la cometa en forma de caja que iba tras ella. Valfierno la observó un momento antes de responder.

—Por supuesto, revisarán todo —dijo—. Pero solo después del robo.

—¡Oh, claro! —comenzó Émile en plan burlón—. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡Embarcaremos
La Joconde
hacia América antes de robarla!

—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo.

Antes de que Émile pudiera decir otra palabra, un viento repentino subió desde el río, inflando el mantel y azotando sus rostros con la arena de los caminos.

—Propongo también que nos retiremos al estudio de don Diego, al otro lado del río.

Diego tenía alquilado un abarrotado estudio en un sótano del Barrio Latino, en la
rue
Serpente, una estrecha calle muy próxima al bulevar Saint-Michel. El lugar, aunque muy alejado del enclave artístico de Montmartre, se ajustaba a sus necesidades. Aunque solo estaba a unos pasos de un animado café-teatro, podía trabajar en relativa paz y soledad. Descubrió también que el hecho de ser un artista en una zona que no destacaba por la presencia de ellos no solo lo defendía de influencias no buscadas, sino que lo hacía más interesante para las chicas del café. Como ventaja añadida, la proximidad a los puestos de los vendedores de la orilla del río le daba, al menos, la posibilidad de ganar suficiente dinero para pagar un alquiler más alto.

Montones de libros, pilas de lienzos, gran cantidad de pinceles, pinturas y trapos cubrían el suelo. Una puerta abierta dejaba ver un gran armario también lleno de materiales. Un catre apilado con mantas arrugadas estaba atrapado en un rincón y una tina de zinc en otro. Al lado de la tina, una maceta de flores artificiales estaba sobre un taburete de madera.

Madame
Charneau, Émile y Julia se sentaron en un par de bancos rústicos como alumnos en una clase. Valfierno se quedó de pie ante ellos, interpretando al maestro; Diego, fumando un Gauloise, se sentó en una banqueta, a un lado. Entre Valfierno y Diego había un caballete que sostenía una tabla de madera en blanco. La tabla tenía las dimensiones exactas de
La Joconde
: setenta y siete por cincuenta y tres centímetros.

—Don Diego creará una copia perfecta —comenzó Valfierno—. La copia será enviada por mar a Norteamérica antes de que se produzca el robo. Nadie reparará en ella. No será más que una de los cientos de copias que se exportan a diario. Después del robo, se entregará a su nuevo propietario.

—¿Qué pasará con la auténtica? —preguntó Julia.

—Transcurrido un tiempo apropiado, será devuelta al museo. Como ha señalado
madame
Charneau, las autoridades no dejarán de remover Roma con Santiago mientras no se encuentre.

—¿Y el americano? —preguntó
madame
Charneau.

—Le diremos que solo es cuestión de tiempo que el museo la reemplace por la copia que han tenido guardada para una eventualidad así, anunciando a un mundo ávido de noticias que la obra maestra ha sido recuperada milagrosamente. Además, si nuestro americano sospechara algo, ¿a quién se lo iba a revelar?, ¿a la policía?

—¿Estamos seguros —preguntó Émile— de que don Diego es capaz de hacer una copia que pase por la obra original?

Todos se volvieron hacia Diego, que miró fijamente a Émile mientras apartaba lentamente el Gauloise de sus labios y bufaba una corriente de humo azul por las ventanas de la nariz.

—Soy el único hombre que hay en Francia capaz de hacer ese trabajo —dijo en tono bajo y amenazante—. La cuestión verdaderamente importante es: ¿son ustedes capaces de robar el cuadro auténtico del museo?

—Soy el único hombre que hay en Francia capaz de hacer
ese
trabajo —replicó Émile.

Los dos hombres se miraron mutuamente como dos gatos que reclamaran como suyo el mismo callejón.

—Bien —dijo Valfierno en su tono más conciliador—, entonces tenemos la suerte de contar con dos individuos capaces de hacer tales trabajos: don Diego y Émile, que, por cierto, tendrá que hacer el trabajo sin ninguna ayuda mía.

—¿Dónde estará usted? —preguntó Julia.

—Por desgracia, mi nombre ocuparía uno de los primeros puestos en una lista de posibles sospechosos de un delito así. Es esencial que mi coartada sea incuestionable y estar a cinco mil kilómetros de distancia en el momento de los hechos será más que suficiente. Y recordad que el robo de
La Joconde
es solo la mitad del trabajo. Encontrar a un cliente que esté dispuesto a pagar un precio acorde al objeto en cuestión será igual de difícil.

—Yo haré mi parte —dijo Émile.

—Sé que lo harás —dijo Valfierno—, pero para algo así necesitarás ayuda.

—La tiene —dijo Julia—. Yo misma.

—¡Oh! Necesitaremos tu ayuda, claro —dijo Valfierno—, en el exterior. Trabajarás con
madame
Charneau. Para este trabajo, tendremos que encontrar a alguien de dentro, alguien con un conocimiento profundo del funcionamiento interno del museo.

—Mi hermano Jacques ha hecho algunos trabajos en el Louvre —dijo
madame
Charneau, ilusionada—. Ha trabajado en las calderas. Sería ideal.

—Sería ideal —asintió Valfierno— si no residiese en la actualidad en la cárcel.

—Es cierto —concedió
madame
Charneau. Para información de los demás, añadió—: amañó la caldera de un banco para que explotase y trató de escapar con la caja fuerte aprovechando la confusión. Por desgracia, era más pesada de lo que había imaginado y no consiguió llegar más que a la puerta principal antes de que se le cayese en el pie.

—Émile —dijo Valfierno—, emplea algún tiempo en los cafés de los obreros en el barrio de Saint-Martin. Mantén los oídos atentos y mira a ver de qué puedes enterarte.

—¿Sabes? —comenzó Julia, mirando fijamente la tabla del caballete—, es divertido.

—¿Sí? —inquirió Valfierno, volviéndose hacia ella.

—Bueno, bien pensado, si el original ha sido robado y solo estás vendiendo una copia, ¿por qué conformarse solo con una? ¿Por qué no vender una docena de copias mientras estás en ello?

Émile resopló con sorna.

Julia lo miró frunciendo el ceño.

—Interesante idea —dijo Valfierno, considerándola—, pero no muy práctica. Por una parte, crear tantas falsificaciones lleva demasiado tiempo. Por otra, encontrar tantos clientes sería completamente imposible; la logística necesaria sería demasiado compleja.

Émile le devolvió la mirada a Julia con una sonrisita satisfecha.

—Bien mirado —continuó Valfierno, midiendo cuidadosamente sus palabras—,
seis
copias no estarían mal.

Capítulo 16

L
A
rue
del Faubourg Saint-Martin resonaba con los timbres de las bicicletas. Pocos obreros podían permitirse el lujo de uno de estos medios de transporte relativamente nuevos, pero eran cada vez más populares entre la burguesía que salía a la búsqueda del color local en los cafés llenos de humo de la zona. Las mesas de hombres toscos con gorras y boinas raídas llenaban las aceras. Las
filles de joie
[43]
, muy maquilladas y fumando cigarrillos, estaban sentadas, bebiendo, flirteando y acompañando a los hombres en sus lamentos. Hordas de gatos asilvestrados se restregaban con un bosque de piernas, pidiendo las migajas.

Émile hubiera deseado que Valfierno no insistiera en que lo acompañara Julia. Él conocía bien la zona. Como niño de la calle, había pasado mucho tiempo aquí, dependiendo de la benevolencia de hombres con poco dinero propio para gastar. En cierto sentido, pensaba, había pocas diferencias entre él y las criaturas de cuatro patas que serpenteaban alrededor de sus piernas. Valfierno le había pedido que mantuviese bien abiertos sus ojos y oídos y eso era lo que estaba haciendo. Julia era una complicación. Encajaba bien, con su soltura y su sonrisa amable, pero él se estremecía cada vez que ella se tropezaba con alguien. Se imaginaba que estaba coleccionando recuerdos de estos hombres y temía su cólera si la cogían con las manos en la masa.

Other books

A Season for Love by Cynthia Breeding
El tren de las 4:50 by Agatha Christie
The Lotus and the Wind by John Masters
The Subtle Beauty by Hunter, Ann
Steal Me Away by Cerise Deland
Good for You by Tammara Webber
A Place of Greater Safety by Hilary Mantel
Even Gods Must Fall by Christian Warren Freed