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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (39 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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Como diversos políticos y patronos pudieron comprobar, la pintura —ya encerrada en una nueva vitrina— fue izada y puesta sobre sus escarpias en la pared, entre el Correggio y el Tiziano. Fue en ese momento cuando Duval se dio cuenta de lo que le había estado inquietando desde su examen. La pintura misma parecía auténtica; era difícil imaginar que un artista pudiera recrear de un modo tan perfecto la técnica del maestro. No, era otra cosa. Algo de la tabla en sí y no de la parte delantera, sino del dorso. De todos modos, era imposible estar seguro.

Después lo recordó: de todas las fotografías hechas a la obra maestra, solo una se había realizado a la tabla posterior para documentar una reparación del siglo pasado.

Naturalmente.

Se abrió paso entre la masa de espectadores que trataban de conseguir un mejor punto de vista. Tenía que volver a su despacho para ver la fotografía.

De pie ante la impaciente muchedumbre,
monsieur
Montand pensó brevemente en el inspector Carnot cuando reconoció al comisario de policía Lépine de pie en primera fila. Carnot había desaparecido dos semanas antes. Se dijo que había perecido en la inundación, quizá incluso aprovechando la oportunidad de ahogarse en vez de tener que soportar la vergüenza de su miserable fracaso para detener a los ladrones. Carecía de importancia. A Montand nunca le gustaron mucho los modales del hombre, por no hablar de sus trajes baratos que no le quedaban bien.

Y ahora, diversos dignatarios habían pronunciado sus discursos, elogiando tanto a la policía como a los conservadores del museo —incluyendo, naturalmente, al mismo
monsieur
Montand— por haber hecho posible este día. Montand podía confiar en que su puesto de director —que había estado peligrosamente en el alero— estaba ahora asegurado, al menos durante el futuro previsible.

Después de la recuperación, los otros conservadores habían estado completamente de acuerdo: cuanto antes ocupara
La Joconde
su lugar en la pared del salón Carré, mejor. No hacía falta esperar la llegada de los autoproclamados expertos italianos que habían ofrecido sus servicios para autenticar la pintura; los franceses podían encargarse muy bien solos del asunto, muchas gracias. Duval había insistido en intervenir en el procedimiento, de manera que Montand se vio obligado a dejar que examinara la tabla, aunque durante el menor tiempo posible.

Y ahora ya estaba. El mundo había exigido que la obra de arte fuera devuelta al pueblo de Francia y así se había hecho.

Por supuesto, había habido un pequeño detalle del que Montand había tenido que encargarse para asegurarse de que todo marchara bien. Aunque era experto en muchas cosas relacionadas con las miles de obras de arte a su cuidado, estas lo dejaban extrañamente impasible. Le interesaban más los aspectos técnicos del arte y empleaba buena parte de su tiempo estudiando la técnica de los falsificadores conocidos. Con esta visión había evaluado
La Joconde
. La pintura recuperada de la inundación —la misma que ahora colgaba en la pared, dentro de la vitrina— era exquisita. El hombre tuvo que ser un maestro por derecho propio y habría engañado al mismo Montand, si no hubiese sido por una cosa.

Con independencia de la bondad de su técnica, la naturaleza de su trabajo relegaba a los falsificadores a una completa oscuridad. Para contrarrestar esto, muchos habían puesto una señal —una especie de firma— que solo ellos reconocerían. Este hombre había sido endiabladamente listo. Mientras que la mayoría de los falsificadores cambiaban algún aspecto minúsculo de la imagen —un cabello o una brizna de hierba de más—, él había puesto su señal en el dorso de la tabla. Nadie entre un centenar de personas se hubiera percatado de que la tira cruzada de madera, aplicada en el pasado siglo para reparar el daño causado por la eliminación del marco original, debería estar a la derecha del centro y no a la izquierda como estaba en esta. Consideró la posibilidad de que esto pudiera haber sido un error del falsificador, pero la pintura misma era demasiado perfecta, demasiado carente de errores; la posición incorrecta de la cruz tenía que ser la marca del falsificador. Eso le había hecho sonreír a Montand. Ese simple cambio. Esa audaz declaración. Ese perverso genio.

Y entonces había recordado a Duval.

El hombre siempre lo había irritado. Montand nunca había visto el valor de las contribuciones del estudio de los fotógrafos; resultaba caro, sobre todo cuando se pensaba en el salario de Duval. En varias ocasiones, había tratado, infructuosamente, de que cerraran aquel departamento. Por eso, siempre estaba pendiente de todo lo que hacía Duval, y recordó algo que había visto en una visita por sorpresa que había hecho poco antes del robo. Había pedido ver todas las fotografías hechas a
La Joconde
a lo largo de la existencia del departamento. Había muchas imágenes y Montand había esperado utilizar este dato como prueba de un gasto innecesario. En todo caso, ¿por qué se habían hecho tantas fotografías y tan caras? ¿No había ya suficientes? Pero el consejo de administración había hecho oídos sordos a su queja; estaban demasiado cautivados por esta ciencia relativamente nueva.

Pero, poco después de autenticar la pintura, había recordado una fotografía concreta que había visto, diferente de las demás. En su momento, pareció carente de interés. ¿Qué utilidad podía tener una fotografía del dorso de la pintura? Era un tanto irónico que esta única fotografía pudiera echarlo todo a perder, incluyendo la reputación que tanto le había costado recuperar. Pero no había ninguna razón para preocuparse. Ya se había encargado de ello personalmente.

Monsieur
Duval abrió los grandes cajones deslizantes que contenían su colección fotográfica. Era un hombre meticuloso y localizó inmediatamente la serie de fotografías de
La Joconde
. Estaban numeradas sucesivamente y recordaba que la imagen del dorso de la tabla estaba, más o menos, en el medio.

Metódicamente, fue ojeando las fotografías. La que había tomado del dorso de la tabla no estaba. Los números saltaban abruptamente del 26 al 28. Alguien había retirado la número 27. Acudió a un gran armario en el que estaban almacenadas las placas de cristal negativas Autochrome originales. Cada una estaba en su propia carpeta de cartón para evitar tocar las placas. Como se temía, también faltaba la placa número 27.

No cabía duda. Alguien había retirado la placa de cristal negativa y la única fotografía que había tomado del panel trasero de
La Joconde
. No había podido poner en pie lo que le había llamado la atención y, sin la fotografía, no había pruebas de que la pintura que se estaba montando para su exposición en ese momento no fuese la original. Es más, sin la fotografía, ni él mismo podría estar seguro.

SEXTA PARTE

Y así se venga el torbellino del tiempo.

SHAKESPEARE,
La noche de Reyes
.

Capítulo 54

NEWPORT (RHODE ISLAND), 1925

T
res semanas después de su publicación en el
London Daily Express
, la historia de Hargreaves aparecía reimpresa en el
New York Times
, como una curiosidad, enterrada en las críticas de arte. Al aparecer, como lo hizo, casi quince años después del sensacional robo, el artículo no causó gran revuelo, aunque sí se percató del mismo el secretario financiero de
mister
Joshua Hart, que se lo leyó a su patrono.

Hart estaba sentado en el asiento de mimbre de su silla de ruedas, colocada frente al caballete en su estrecho estudio al fondo de su galería subterránea. A los setenta y cinco años, podía confundírsele con facilidad con un hombre diez años mayor. Paralizado de la cintura para abajo a consecuencia de las lesiones prolongadas sufridas en la gran inundación de París, había mandado construir un ascensor, en realidad no más que un montaplatos glorificado, para transportarlo al y del estudio. En los años transcurridos desde la inundación, su mente había ido deteriorándose de forma constante y ahora dependía de la ayuda de un pequeño ejército de enfermeras y sirvientes que lo atendían las veinticuatro horas del día.

Seguía convencido de dos cosas: había tenido en sus manos —aunque solo durante un tiempo trágicamente corto— la mayor obra maestra de todos los tiempos, y, aunque nunca volviera a echarle la vista encima, le seguía perteneciendo a él y solo a él. Y ahora tenía la satisfacción de saber, de una vez por todas, que el marqués de Valfierno —el hombre que había osado engañarlo— estaba muerto. Siempre había esperado que hubiera sucumbido ahogado, pero nunca tuvo ninguna prueba. Ahora, el artículo del periódico confirmaba que, aunque Valfierno sobreviviera a la inundación, acabó sus días en la indigencia, agotado y estragado por una vida de pecado y mentiras.

El artículo no hacía mención de la parte que Hart había desempeñado en el asunto. Los abogados del
London Daily Express
se habían puesto en contacto con el secretario financiero de Hart y llegaron rápidamente a un acuerdo que garantizaba una discreción completa al respecto. La historia sí mencionaba que la compañera de Valfierno —a la que se aludía en el artículo como Ellen Stokes— se había ahogado en la inundación. Hart sintió un deje de inesperado remordimiento. El sentimiento se apagó rápidamente, reemplazado por el alivio. Siempre había temido que ella pudiera tener la tentación de utilizar contra él sus conocimientos de sus diversas operaciones de negocios poco escrupulosas, por no hablar de las relacionadas con el arte. Además, tenía bien merecido lo que le ocurrió. Durante muchos años, había gastado gran cantidad de dinero en detectives privados, tratando de cazar tanto a Valfierno como a Ellen. Ya no necesitaría sus servicios nunca más.

En estas fechas, Hart contemplaba su colección solo mientras lo empujaban en su silla de ruedas en su ir y venir al y del diminuto estudio al fondo de la galería. En esta estancia era donde pasaba la mayor parte del tiempo.

Levantó el pincel y añadió más detalles al árbol de la pintura. Había estado trabajando en él durante varios meses, ¿o eran años? Los árboles que había pintado eran tan realistas que parecía que sus ramas se balanceaban a la suave brisa que atravesaba el paisaje imaginado. La luz de un sol resplandeciente tostaba las oscilantes hojas, reflejándose en un cielo azul, emplumado con tenues nubes. Una familia —madre, padre e hijo— estaba dándose las manos en corro sobre la suave pendiente de la falda de una colina.

La puerta que estaba detrás de Hart se abrió y Joseph —un hombre grande cuya piel negra como el carbón contrastaba con su inmaculado uniforme blanco— se acercó a la silla de ruedas. Era el único de los ayudantes autorizado para entrar en la galería.

—¿Está bien, señor? —preguntó Joseph, observando el sudor que brillaba en el rostro de su patrono—. Hace mucho calor aquí abajo. Quizá sea hora de que lo lleve arriba.

Joshua Hart habló con voz fina y áspera:

—Joseph, ¿qué piensas de esto?

Joseph miró el lienzo que estaba sobre el caballete. Vio una mezcla imposible de colores y unas formas sin sentido desparramadas al azar por el lienzo, como de un niño pequeño. Unos chorritos de pintura habían saltado del borde del caballete, formando manchas secas en el suelo. En realidad, un niño podría haber hecho algo mejor que crear este batiburrillo, un batiburrillo que parecía empeorar día a día.

—Es realmente bello,
mister
Hart. Realmente bonito.

—¿Ves los árboles, el cielo, el sol, Joseph?

—Bueno, naturalmente.

—¿Ves la familia?

—Una familia verdaderamente bonita,
mister
Hart. Es la pintura más bonita que he visto nunca, y eso es así.

Hart gruñó, cansándose ya del esfuerzo que le suponía hablar.

—Es hora de subir, señor.

Joseph retiró suavemente el pincel de la mano de Hart y lo metió en un tarro lleno de agua sucia. Soltó el freno de la silla de ruedas y la giró, maniobrando para salir de la estancia.

—Quizá debería encender algunas luces más aquí abajo, señor —dijo Joseph mientras empujaba la silla de ruedas a través de la galería débilmente iluminada—. Así podría ver todas estas bellas pinturas.

Hart no respondió. Mantenía la vista fija en el suelo, sin levantarla nunca.

Capítulo 55

PARÍS, 1925

C
inco meses después de la publicación del artículo del
London Daily Express
sobre el robo de la
Mona Lisa
, diecisiete hombres, incómodos por el calor en sus cuellos almidonados y sus ternos, estaban sentados en tres filas de sillas elegantemente labradas en el salón del último piso del hotel Athénée. Su impaciencia había ido aumentando mientras esperaban sometidos al opresivo calor veraniego, de manera que, cuando por fin se abrió la puerta y un caballero bien vestido de unos cincuenta y tantos años entró en el salón, lo recibieron con un murmullo de excitada anticipación. Con un séquito de dos hombres y dos mujeres, el hombre mayor, cuyo cabello gris acero flotaba hacia atrás como la estela de un buque, se acercó a grandes zancadas a un juego de pesadas cortinas colgadas ante un gran ventanal y levantó las manos en señal de silencio.

—Soy Victor Lustig —comenzó—, y les ruego me disculpen por haberles hecho esperar. Mis colaboradores y yo se lo agradecemos de todo corazón y les puedo asegurar que la paciencia de, al menos, uno de ustedes será bien recompensada.

Sus colaboradores se sentaron en unas sillas dispuestas en una fila, detrás de él.

—Ustedes han sido cuidadosamente seleccionados —continuó Lustig— como el afortunado grupo que tendrá el privilegio de pujar por esta oportunidad única en la vida. Ustedes se han distinguido entre los empresarios más exitosos y más sagaces de su singular y noble profesión.

Era patente que los hombres no cabían en sí de orgullo.

—Como extraordinarios vendedores de chatarra, han alcanzado su posición entre la élite de los auténticos líderes de la Tercera República. Pero nadie los ha preparado para el monumental encargo que el más audaz de ustedes tendrá que emprender ahora.

Hizo una seña con la cabeza a una de sus colaboradoras. Ella se levantó, se acercó a las cortinas y asió un grueso cordón que colgaba.

—El esfuerzo requerido será monumental —continuó—, pero los beneficios que se consigan han pertenecido hasta ahora al terreno de los sueños, porque quien puje más alto en los próximos minutos tendrá el distinguido honor de desmontar como chatarra el mayor engendro arquitectónico creado nunca por el hombre…

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