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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (35 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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No pasó mucho tiempo hasta que llegó al mismo letrero adornado con la palabra «MÉTROPOLITAIN» ante el que antes había pasado Émile. Valfierno probó a empujar la puerta de la choza de madera levantada delante de la entrada del metro y comprobó que estaba abierta. Se deslizó hacia el interior.

El agua resbalaba escalera abajo mientras Valfierno descendía hacia la oscuridad. Tras doblar dos esquinas, entró en un andén de la estación tenuemente iluminado por una línea de bombillas incandescentes que recorría la bóveda. Colgada hacia la mitad de la pared curvada había una gran placa esmaltada con «SAINT-MICHEL» en letras blancas sobre un fondo azul.

A Valfierno, aquel espacio le parecía una enorme cripta. La primera línea de metro se había abierto en 1900, poco antes de su partida a Buenos Aires. Las pocas veces que había utilizado el metro, no lo había impresionado. No le gustaba que hubiera restado negocio a los autobuses que circulaban al nivel de la calle y a los antes populares
bateaux-mouches
. El metro le había parecido poco natural, por no decir desagradable; ocupaba un oscuro mundo de tinieblas que llenaban el estruendo y el repiqueteo de las ruedas de acero que resonaban en las paredes alicatadas. Prefería los vigorizantes paseos por la superficie o las observaciones de opinión de los taxistas. No veía gran diferencia entre los trenes del metro y los carritos mecánicos que habían instalado en alcantarillas seleccionadas para satisfacer a los turistas curiosos llamados por la atracción subterránea más inverosímil de París.

Un coche de madera del metro, de color rojo oscuro, estaba parado sobre las vías inundadas. La trinchera que recorrían los carriles también estaba llena de agua hasta una profundidad de medio metro. Extendiéndose quizá unos dieciocho metros de largo, el andén terminaba en una salida trasera abovedada con una escalera ascendente. Un lienzo de pared plano y alicatado separaba esta salida trasera de la bóveda del túnel. No todas las luces estaban encendidas y el sonido de gotas de agua que se filtraban de las paredes contribuía a la fría, húmeda y amenazadora atmósfera.

—¿Marqués de Valfierno?

Valfierno se dio la vuelta. Una figura parcialmente oculta por la oscuridad se erguía en la boca de un pasaje pedestre de conexión no iluminado.

—¿Inspector Carnot?

Carnot avanzó hasta la tenue luz.

—Oficialmente, sí —dijo el inspector—, pero, para estos fines,
monsieur
Carnot es suficiente. Creo que conoce al
signore
Peruggia.

El desgarbado italiano salió del pasaje detrás de Carnot.

Valfierno trató de ocultar su sorpresa.

—Sí, nos conocemos bien —dijo, asintiendo ligeramente con la cabeza—. Me alegro de verlo de nuevo,
signore
.

—Usted me engañó —murmuró Peruggia—. Usted cambió la pintura por una copia.

—Y le pido disculpas, pero, en todo caso, amigo mío, las autoridades italianas hubiesen devuelto la pintura a Francia. Y, después de todo, le pagaron bien.

Peruggia miró a Valfierno. Después, una incómoda sonrisa iluminó su rostro.

—Y ahora me pagarán mejor.

—Sí —dijo Valfierno. Dirigió su atención a Carnot—. ¿Vamos al negocio que tenemos entre manos antes de que esto nos arrastre a todos? —Para enfatizar lo que decía, levantó un pie del andén y se sacudió el agua.

—Pronto —dijo Carnot—, pero no he acabado con las sorpresas.

Carnot miró hacia atrás, hacia el pasaje, y se hizo a un lado. Valfierno siguió su mirada, esperando ver a Ellen y a Julia.

De la oscuridad salió Hart, seguido por Taggart. Valfierno no pudo ocultar su sorpresa al ver a estos dos hombres.

—Marqués —dijo Hart con áspera amabilidad—, es un placer verlo de nuevo.

Valfierno hizo todo lo que pudo para recuperar la compostura.

—Como siempre, señor, el placer es mío.

Hart avanzó.

—Creo que tenemos que atender un negocio que no se cerró. En primer lugar, me gustaría que me entregara la pintura que ya le pagué. Además, no solo me gustaría recuperar mi dinero, los cuatrocientos cincuenta mil dólares; creo que también me llevaré el dinero de los otros. Si mis cálculos son correctos, creo que asciende a casi tres millones de dólares.

—Me temo —comenzó Valfierno, incapaz de reprimir una sonrisa— que sus cálculos son un tanto optimistas. A decir verdad, los otros compradores pagaron considerablemente menos que usted.

La mandíbula de Hart se tensó mientras trataba de controlar su ira.

—No obstante, ciertamente —añadió Valfierno—, supone una gran cantidad de dinero.

—Y eso no es todo —dijo Hart, recuperando su compostura con una sonrisita—. Me gustaría también unas disculpas. Unas sinceras disculpas.

Valfierno se las arregló para mostrar una pequeña sonrisa.

—Las dos primeras cosas que ha mencionado no serán ningún problema, pero la tercera… ¿Por qué voy a tener que pedirle disculpas?

—Para empezar, podría disculparse por fugarse con mi esposa.

—Quizá sea usted quien deba disculparse ante ella.

—¿Y por qué demonios voy a deberle yo una disculpa a ella?

—¡Oh!, no sé —dijo Valfierno con mansedumbre—, ¿quizá por ser un pirata falto de escrúpulos y malvado, que se aprovecha de la miseria de otros, que trata de arrebatar todo lo bello del mundo solo para encerrarlo para su propio pervertido placer y que, en realidad, no sabría distinguir un Pissarro de un orinal?

La sonrisita de la cara de Hart se evaporó. Taggart avanzó hacia Valfierno, pero Hart interpuso la mano para detenerlo.

—Todavía no —dijo Hart. Después señaló con la cabeza el maletín que llevaba Valfierno—. El dinero. ¿Está todo ahí?

—La mayor parte. Nueva York, como sabe, suele ser algo cara.

Hart hizo una seña a Taggart, que cogió el maletín de Valfierno. Abrió el cierre y hurgó entre los fajos de billetes; después se volvió y asintió mirando a Hart antes de cerrarlo de nuevo.

—Bien —dijo Hart—. Esto es, sobre todo, para castigarlo. Lo que quiero realmente es la pintura. Y asegúrese de que esta vez sea la auténtica.

—¿Dónde están? —preguntó Valfierno.

—Supongo que se refiere a mi mujer y a su encantadora… sobrina, ¿no?

—Primero, tengo que ver que están sanas y salvas.

—No está usted en condiciones de negociar —le espetó Hart.

—Quizá no, pero, aun así, tengo que verlas.

—Están cerca. ¿Dónde está la pintura?

—También está cerca.

Hart y Valfierno se miraban fijamente uno a otro.

—Taggart —dijo Hart.

Sin soltar el maletín, Taggart cruzó el andén hasta la puerta del coche del metro. Giró la manivela y la abrió. Valfierno se acercó. Ellen y Julia estaban sentadas en un banco, con las manos atadas por detrás y amordazadas. Julia se debatía con las ataduras. Ellen estaba sentada e inmóvil, mirando a Valfierno; su compostura estaba por encima del aprieto en el que se encontraba.

—Suéltelas primero —dijo Valfierno.

Hart explotó en un ataque de ira.

—¡Basta ya! ¿Dónde está la condenada pintura?

Taggart cerró de un portazo la puerta del coche.

Valfierno se volvió hacia Hart.

—¿Acaso cree que soy tan estúpido como para entregársela? La
Mona Lisa
está tan bien escondida que, si no las suelta ahora mismo, no sueñe con llegar a poseerla. A menos que haga exactamente lo que le digo, puedo asegurarle que ni usted ni nadie más volverá a ver la pintura.

La declaración de Valfierno pareció surtir el efecto deseado en Hart, que no pudo encontrar las palabras adecuadas para responder de inmediato. Al menos, podría haberlo tenido si el momento no se hubiese visto interrumpido por un grito de pánico. Todo el mundo se volvió hacia la entrada principal mientras Émile se deslizaba de espaldas por los escalones hasta dar con el andén, se le escapaban de las manos las tablas envueltas y resbalaba por el suelo hasta detenerse a los pies de Peruggia.

Valfierno miró con estupefacción el rostro horrorizado y avergonzado del joven.

—Lo siento —dijo Émile, con un rictus de dolor y señalando con la cabeza la escalera—. Resbalé.

Mientras Émile trataba de ponerse de pie, Carnot lo cogió por el brazo y lo empujó hacia Valfierno.

—Evidentemente, tienes que controlar tu don de la oportunidad —dijo Valfierno con una cautelosa sonrisa.

Peruggia recogió las tablas, mirando ambas, asombrado.

—¿Qué es esto? —gruñó Hart, señalando con un gesto las pinturas.

—No estaba seguro de cuál era —dijo Émile—, así que traje las dos.

Hart miró un momento las tablas antes de rebuscar en su bolsillo y sacar una cinta métrica de sastre. Mientras Peruggia sostenía aún las pinturas, él comenzó a medir apresuradamente los lados.

—¿Dónde están? —preguntó Émile en voz baja a Valfierno.

Valfierno le hizo una seña con la cabeza hacia el coche.

Antes de que Émile pudiera decir nada más, Hart bramó a voz en grito:

—¡Ambas son demasiado grandes!

Arrancando las tablas de las manos de Peruggia, Hart las tiró por el andén y se acercó, amenazante, a Émile.

—Estaba seguro de que era una de ellas —tartamudeó Émile—, pero podría haberme equivocado. Había otras dos.

Hart se volvió a Valfierno, con la cara roja de ira.

—¿Después de todo, todavía trata de timarme?

—No —protestó Émile, volviéndose a Valfierno—. Traté de coger la buena. Todo estaba hecho un batiburrillo.

—¿El estudio de Diego? —preguntó Valfierno.

—Sí —replicó Émile, y añadió—: solo que ahora se llama de otra manera.

—Está diciendo la verdad —le dijo Valfierno a Hart—. Está solo a unas calles de aquí. Lo traeré.

—Si no está allí —dijo Hart, controlando apenas su rabieta—, lo lamentará, se lo prometo. ¡Todos lo lamentarán!

—Su esposa no tenía nada que ver con la pintura —dijo Valfierno. No la castigue.

Hart se le acercó, con las mandíbulas rechinando de tensión.

—¿Acaso cree que todavía la tengo por mi esposa después de lo que me ha hecho? ¿Después de lo que ustedes han hecho? ¡Ustedes están juntos en esto y sufrirán juntos si no consigo la condenada pintura! —Y volviéndose hacia Taggart, añadió—: No lo pierdas de vista. Ya sabes lo que hay que hacer.

Taggart sonrió mientras sacaba una pistola automática Colt 45, plateada, de una sobaquera oculta bajo su chaqueta. Dejando el maletín en un banquito colocado en la pared, a su lado, tiró hacia atrás de la corredera para extraer un cartucho del cargador e introducirlo en la recámara.

Los ojos de Carnot se abrieron como platos.

—Usted dijo que no habría violencia.

—Y si todo el mundo coopera —dijo Hart en tono alarmante—, no la habrá.

Tras una señal con la cabeza de Valfierno, Émile condujo a Hart escaleras arriba y salió de la estación. Valfierno, Carnot y Peruggia permanecían de pie, en el andén empapado, mirando a Taggart. Del túnel llegaba el sonido del agua que goteaba.

Finalmente, habló Peruggia, con su hosca voz, espesa por el resentimiento.

—Nadie dijo nada de armas.

Capítulo 46

H
ART siguió a Émile calle abajo por la
rue
Danton alejándose del río. El agua fría y sucia le calaba los zapatos de charol y las ondulantes cortinas de lluvia le empapaban el abrigo. Al hombre mayor le costaba seguir el ritmo y esto le proporcionaba a Émile cierta satisfacción. Hart se merecía todas las incomodidades a las que lo estaba sometiendo.

—¿Siempre llueve así aquí? —gruñó Hart mientras trataba en vano de evitar que las vueltas de su pantalón rozaran el agua.

—Solo cada cien años, más o menos —respondió Émile con una rápida mirada por encima del hombro.

El pie de Hart se enredó momentáneamente en un periódico empapado, que, furioso, trató de quitarse de encima de un puntapié.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Émile, indicándole con la mano que avanzara.

Deshaciéndose del periódico, Hart chapoteó tras él.

En la estación del metro, Carnot caminaba, nervioso, por el andén. Taggart permanecía, implacable, en pie, toqueteando con el cañón de su arma la palma de su mano izquierda. Peruggia se acercó a Valfierno y le susurró:

—Esto no ha sido idea mía.

—Me parece —dijo Valfierno, bajando la voz y apartando la vista de Taggart— que el señor Hart y su amigo tienen suficientes ideas por todos nosotros.

—Será mejor que se den prisa —dijo Carnot, sin dirigirse a nadie en particular, con los ojos fijos en el agua que bajaba constantemente por la escalera—. No me voy a quedar aquí abajo para siempre.

Cuando Émile y Joshua Hart giraron a la
rue
Serpente, un agente los llamó, mientras corría por el lado opuesto de la calle.

—Tienen que alejarse del río —gritó el policía—. Van a dinamitar las obstrucciones de los arcos de los puentes que miran río arriba. ¡Es posible que los sacos terreros no resistan la avalancha! ¡Los soldados dispararán unos tiros de advertencia antes! ¡Aléjense todo lo que puedan!

Hart parecía preocupado, pero Émile lo cogió del brazo y lo condujo hasta la puerta del estudio. La abrió y le indicó a Hart que tenía que bajar la escalera.

—Yo no voy allá abajo —protestó Hart.

—Usted verá —dijo Émile mientras salía disparado hacia abajo—, pero aquí es donde están las pinturas.

Hart vaciló un momento antes de seguirlo con pies de plomo.

El agua del piso le llegaba ahora a Émile a la altura de los tobillos.

—¿Dónde están? —dijo Hart, mirando alrededor.

—Aquí dentro.

Émile lo condujo hasta el pequeño almacén. Hart reparó en el desorden de lienzos, tablas y materiales esparcidos mientras Émile se acercaba al escritorio de madera en el que estaban las dos tablas más pequeñas.

—Tiene que ser una de estas —dijo Émile.

Hart sacó del bolsillo su cinta métrica y midió los lados de cada tabla.

—Sí —dijo, mientras la expectativa empezaba a vencer su aprensión—. Son del tamaño correcto.

Sus ojos iban de una a otra pintura. Eran indistinguibles.

El estampido distante de fuego de fusilería penetró por la ventana al nivel de la calle.

—Tenemos que irnos ahora mismo —dijo Émile, agarrando a Hart por el brazo—. Esa es la advertencia.

Hart se soltó airado, sin apartar la vista de las pinturas.

El sonido de otra descarga de fusilería llegó a sus oídos.

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