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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (4 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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La joven estaba de pie, de nuevo rodeada por los mendigos callejeros, con los brazos extendidos y agarrando con sus pequeños dedos sucios los billetes que ella les distribuía extrayéndolos de la cartera de Valfierno.

—Hay de sobra para todos —dijo ella en castellano—. En esta ocasión, hemos cogido a un pez gordo.

Estaba en un callejón sembrado de basura, donde no podían verla quienes pasaran por la calle principal. Los chicos aullaban eufóricos mientras recogían sus recompensas. Pero, en medio del entusiasmo, el chico más alto vio algo por encima del hombro de Julia y se quedó helado. Los otros chicos lo siguieron mientras se les abrían los ojos como platos de miedo y de sorpresa.

Julia se volvió. Bloqueando la salida del callejón estaba el caballero del fino traje blanco. A su lado, un
policía
[11]
uniformado con una mirada de ufana satisfacción en su rostro. Por extraño que pareciera, la expresión del caballero parecía indicar que estaba más divertido que irritado.

La escena inmóvil saltó por los aires cuando los chicos salieron disparados como insectos inmersos en un rayo de luz. Con infantil agilidad, saltaron sobre muros y vallas, dejando a la joven sola con todas las vías de escape cerradas.

—Señor
[12]
—dijo ella, volviendo al inglés con toda la sinceridad que pudo reunir—, una vez más me ha salvado de esos terribles niños…

Valfierno se rio.

—Mire, si solo hubiese sido el dinero de la cartera, bueno, se lo habría ganado. Pero me temo que el reloj que cogió tiene cierto valor sentimental para mí.

Aun sonriendo, le retuvo la mano. Su inocente expresión se transformó rápidamente en otra de resignación. Se encogió de hombros y se adelantó, poniendo la cartera y el reloj de bolsillo sobre la mano de Valfierno.

—Me temo que la cartera no esté tan abultada como antes —dijo ella, tratando de suavizar su culpa con una sonrisa coqueta.

—No esperaba que lo estuviese —dijo Valfierno—. Y puedo decirle que su español ha mejorado muchísimo desde la última vez que la vi.

—Conozco a esta chica —dijo el
policía
[13]
, dando un paso adelante y agarrándola por el brazo—.
Una carterista gringa
[14]
. Esta vez, pasará mucho tiempo disfrutando de nuestra hospitalidad.

—Por favor, señor
[15]
—dijo ella, implorando a Valfierno—, usted me ayudó una vez. Aquí las cárceles son unos lugares terribles para los hombres; no digamos para una mujer indefensa.

—¡Oh!, no sé —dijo Valfierno—. Tengo la sensación de que usted sabrá cuidar de sí misma. ¿Cómo se llama?

—¿Por qué voy a tener que decírselo? —dijo enfadada.

—Por ninguna razón en absoluto.

—Julia… Julia Conway.

—El marqués de Valfierno. A su servicio.

Mientras el
policía
[16]
la mantenía agarrada, Valfierno dio unas vueltas alrededor de ambos, evaluándola.

—Se lo ruego, señor —imploró—. Yo no duraría un día en ese hoyo infernal.

—Bien pensado —consideró Valfierno—, puede que haya una alternativa, una forma de devolverme lo que me ha robado y sacarla de este apuro.

—Espere un momento —dijo Julia, girando la cabeza de un lado a otro para mantenerlo a la vista—. No sé qué clase de chica cree que soy, pero…

—No se haga ilusiones —la interrumpió Valfierno mientras cogía los billetes que todavía quedaban en su cartera y se los entregaba al
policía
[17]
.

—Gracias, Manuel. Ya me encargo yo de ella.


De nada, señor
[18]
.

El
policía
[19]
soltó el brazo de Julia y le dirigió una mirada un tanto lasciva antes de marcharse.

—No, yo tenía en mente otra cosa completamente diferente —dijo Valfierno, ofreciéndole el brazo—. Un trabajito para aprovechar sus destrezas.

Julia dudaba. Su expresión era difícil de interpretar. Ella acababa de robarle y, sin embargo, parecía más que nada divertido. Fuera lo que fuese lo que estuviese tramando, le hacía gracia. Y, si implicaba el uso de sus propios talentos particulares, quizá también ella lo pasase bien.

—¿Y bien? —insitió él—. ¿Qué dice?

Ella se encogió de hombros y tomó su brazo.

Capítulo 3

M
ISTRESS
Ellen Hart estaba sentada a una mesita de caoba en la sala de estar de la lujosa
suite
de su esposo en el Gran Hotel de la Paix. Su madre estaba sentada frente a ella, mirando por la ventana las parpadeantes luces de gas que jalonaban la avenida Rivadavia. La mujer tenía la misma expresión de siempre. Su cara solo revelaba una vaga satisfacción, como si estuviera mirando a través del mundo que la rodeaba algún lugar y tiempo distantes y felices. A Ellen le hubiese gustado poder hablar con su madre incluso de las cosas más corrientes y molientes; pensaba en lo maravilloso que sería oír su voz de nuevo, mirarla a los ojos, decirle —decirle a todo el mundo— lo que albergaba en los recovecos más profundos de su corazón.

Pensaba en las últimas palabras que su madre había dicho:

—Estoy cansada, querida. Creo que debería irme y tumbarme un rato.

Fue la última vez que estaba segura de que su madre la había mirado y la había reconocido. Ella la había ayudado a tumbarse en el sofá cama de su apartamento de Nueva York, el que estaba a continuación del ventanal que se asomaba a Central Park. Su madre la miró a los ojos y le sonrió un «gracias» silencioso. Después, sus párpados se cerraron como para dormir, pero acabó en un coma a causa del derrame cerebral que la asaltó silenciosamente durante el sueño. Pasó más de una semana hasta que recobró la consciencia. Su médico de cabecera dictaminó que estaba físicamente sana, sin trastornos de los miembros ni del cuerpo, pero su mente era otro asunto. «Quizá con el tiempo…», dijo.

Pero habían pasado diez años desde entonces y Ellen sabía en su corazón que su madre nunca volvería a ser la misma, que tendría que contentarse con la fotografía viviente en la que se había convertido. Con mucha ayuda había aprendido a encargarse de satisfacer muchas de sus necesidades casi en la medida en que podía hacerlo antes del derrame. Pero nunca recuperó su capacidad de comunicación. Ellen no tenía ni idea de si su madre comprendía alguna de las palabras que le decía. Pero aún podía verla, sentir su mano, rodearla con sus brazos y oler su cabello. Y con estas cosas tenía que conformarse.

La puerta que daba al dormitorio principal se abrió y apareció Joshua Hart, sin el cuello duro y con los faldones de la camisa colgando sobre el pantalón.

—Querido —dijo Ellen en tono agradable, pero un poco sorprendida—, todavía no te has vestido para la cena.

—¿Qué has dicho? —preguntó él distraídamente.

—La cena. Son las ocho pasadas.

—¡Oh!, no vamos a ir a cenar —dijo él como si ella ya debiera saberlo—. Pide que suban algo.

—Pero madre y yo acabamos de vestirnos, como puedes ver…

—Bueno. Quizá deberías haberme preguntado primero —dijo, cortante.

—Pero ya lo hice, querido. Hablamos de ello esta tarde.

—Simplemente, es que tengo demasiadas cosas en la cabeza —dijo, con una voz que delataba su irritación. Después, hizo una inspiración profunda y añadió en un tono tranquilizador forzado—: Lo comprendes, ¿no, querida? Y, desde luego, para ella no supone ninguna diferencia.

Ellen se volvió a su madre, pero la mirada de la anciana estaba fija en algún punto distante, más allá de la ventana.

—Únicamente, había pensado —comenzó— que estaría bien salir un rato.

—Haré lo que quieras cuando regresemos a Nueva York —dijo él, en un tono condescendiente—. Si queréis comer algo, pide que lo suban, por favor.

El hombre se sentó en una silla a un pequeño escritorio y cogió un periódico, poniendo fin a la conversación.

—Te sugerí —dijo ella, vacilante— que no viniésemos contigo a este viaje, que nos quedásemos en casa.

Hart levantó la vista de su periódico, manifiestamente irritado por que ella no dejara el tema.

—Tú eres mi mujer —empezó él, como si le explicara algo a un crío—. Adonde yo vaya, vienes tú. Así ha sido siempre. Procura recordarlo.

Ella bajó la vista y respondió con calma:

—Naturalmente, querido.

Él suspiró con impaciencia, dejó el periódico y se levantó.

—Ellen —dijo, conciliador ahora—, trata de entenderlo, por favor. Tengo muchas cosas en qué pensar. Este es un asunto muy serio. Haré lo que quieras cuando volvamos. Te lo prometo.

Ella asintió con una sonrisa resignada mientras tomaba su mano.

Él elevó la suya y la besó.

—Ahora —dijo con brío— tengo trabajo que hacer —y, dicho esto, dio la vuelta y desapareció en su dormitorio.

Ellen sostuvo la mano de su madre, la apretó suavemente y dijo en voz baja:

—Debes de tener hambre. Voy a pedir la cena, ¿vale?

* * *

Caminando a la luz de las farolas de gas del barrio de la Recoleta, mientras se dirigía a la casa de Valfierno y a un incierto futuro, Julia Conway empezó a tener dudas y a considerar la posibilidad de escapar. Pero descartó rápidamente la idea. ¿Adónde iba a ir? ¿A volver a unir sus fuerzas con aquellos horribles niños y sus lascivas y sugerentes observaciones? ¿A volver a las calles a pescar objetivos fáciles? No, había algo en este hombre elegante y sereno que la intrigaba. Le daría una oportunidad y descubriría lo que tenía en mente, dando por supuesto, evidentemente, que no se trataría de nada divertido. Si él… bueno, no tenía mal aspecto para ser un hombre mayor, pero incluso los carteristas tienen sus principios. Y no sería la primera vez que alguien trataba de aprovecharse de ella. Ella se las había arreglado antes y confiaba en que también se las arreglaría ahora para salir airosa.

Trató de sonsacarle algo en relación con los planes que tenía para ella, pero él no dijo gran cosa, asegurándole únicamente que no le acarrearía ningún daño. Cuando llegaron a la casa de Valfierno, en la avenida Alvear, solo había descubierto que parecía poseer un talento ilimitado para unas evasivas encantadoras.

—¿Esta es su casa? —preguntó ella mientras atravesaba una decorativa verja de hierro forjado que daba paso a un camino adoquinado a la sombra de una fila de magnolias en flor.

—La casa pertenece a mi familia desde hace generaciones.

Julia siguió a Valfierno hacia una mansión de tres plantas que, en realidad, era relativamente pequeña y modesta en comparación con las demás grandes casas de la zona.

—¿Y, a todo esto, a qué se dedica usted?

—Digamos que me intereso por las bellas artes.

Valfierno abrió una de las puertas dobles talladas y, con un gesto, la invitó a pasar. Julia entró en un enorme vestíbulo circular dominado por una gran escalinata que ascendía hasta dividirse en dos ramas, a izquierda y derecha, dando acceso a las plantas superiores de la casa.

—Espera aquí —dijo Valfierno, dejando sus guantes sobre una mesita—. Y procura no robar nada —añadió antes de desaparecer tras la escalera.

—No se preocupe por mí —respondió ella, mientras examinaba con la mirada cada rincón de la estancia.

En el patio trasero, en el interior de una cochera transformada, iluminada con velas y luz de gas, Yves Chaudron daba delicadas pinceladas a una copia fiel de
La ninfa sorprendida
. Mientras trabajaba, miraba una copia maestra colocada sobre un caballete situado a un lado. En realidad, casi podía haber pintado de memoria la obra maestra. Esta copia sería la número cinco… ¿o era la seis? Por supuesto, ahora que sus piernas habían empeorado, tenía más tiempo para pintar. Pensaba con frecuencia que debería esforzarse más para moverse, pero, ¿para qué? A los sesenta y seis años, la pintura era todo lo que le quedaba; con ella llenaba prácticamente todo su tiempo, con exclusión de todo lo demás. De hecho, no había abandonado la gran casa desde hacía casi un año. En todo caso, no tenía muchas razones para hacerlo. Ya había visto lo suficiente del mundo exterior. Recrear las pinceladas de los maestros era lo único que le proporcionaba placer en estos tiempos.

—¡Ah, Yves! —dijo Valfierno, entrando a grandes zancadas—, has logrado mucho más de lo que habría podido esperar. ¡Excelente! Si todo va bien, pronto tendremos que darnos un respiro.

El hombre mayor puso la paleta que sostenía en la mano izquierda sobre la superficie de la pintura para dar apoyo a la mano que sostenía el pincel.

—Entonces —dijo, aplicando pintura a las delicadas facciones del rostro de la mujer—, ¿ha picado nuestro pez?

A las palabras del hombre siguió un largo, cansado suspiro.

—No del todo, pero pronto. Quizá requiera algo más de persuasión. Pareces cansado, Yves. Es tarde. Ya has hecho bastante por hoy —dijo Valfierno, contemplando la pintura—. Por lo que veo, casi has acabado.

—No se acaba nunca —dijo Yves—. Solo espero tener la sabiduría suficiente para descubrir el momento adecuado para marcharme.

—Entonces, este es el momento —dijo Valfierno—. Además, quiero que vengas a la casa y conozcas a alguien.

En el vestíbulo, Julia permanecía en pie, admirando una figurita particularmente exquisita, parte de un juego que adornaba la repisa de la chimenea de un gran hogar. La cogió y la examinó brevemente antes de introducirla en un bolsillo de su vestido con diestra, practicada eficiencia.

—¿Qué haces?

Sobresaltada, se volvió hacia la entrada principal. Un hombre alto y joven estaba en el umbral. En una mano, sostenía un arrugado guardapolvos blanco; en la otra, un lienzo enrollado.

—Solo estaba comprobando la cantidad de polvo que hay aquí —replicó Julia, pasando el dedo por la repisa para reforzar su afirmación.

El joven dejó el guardapolvos y el lienzo sobre una mesa antes de acercarse a ella, con la sospecha grabada en el rostro.

—En todo caso, ¿quién eres? —preguntó él.

—Podría preguntarte lo mismo —dijo ella con su voz más indignada.

—Émile —interrumpió Valfierno al salir de detrás de la escalera—. Ya estás de vuelta. Y veo que ya conoces a
Miss
Conway.

—Julia, por favor —dijo ella con cortesía teatral—. Encantada de conocerte.

—Acabo de atraparla robando —estalló Émile.

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