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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (2 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—¿La botella? —preguntó Hargreaves.

Valfierno asintió.

Hargreaves cogió la botella y encontró un vaso pegajoso en el batiburrillo de la mesa. Lo llenó y se lo pasó al hombre. Valfierno se irguió sobre un codo, agarró el vaso y, con ansia, bebió el líquido transparente. Saboreando la experiencia, le entregó a Hargreaves el vaso vacío y se tendió de nuevo con una expresión que se acercaba a la satisfacción, o quizá solo fuese un alivio momentáneo del dolor.

Después, empezó a toser de forma explosiva.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Hargreaves, pensando que solo había acelerado el deceso del hombre.

Las toses fueron remitiendo poco a poco, como una tormenta que se desvanece en la distancia.

—Ya me encuentro mejor —concedió. Su voz era hueca, tan seca como el pergamino. Después, por primera vez, miró directamente al inglés a través de unos ojos legañosos e inyectados en sangre. Sus labios se curvaron en una sonrisa ligeramente sardónica y añadió—: Pero gracias por preguntar.

Aunque Hargreaves estimaba que el hombre quizá no tuviese aún sesenta años, aparentaba más edad de la que en realidad tenía, con su rostro cetrino y demacrado, sin afeitar.

—¿Ha traído el dinero? —preguntó Valfierno, aclarándose la voz y ganando resonancia.

Hargreaves dudó.

—¡Ah!, sí… el dinero. Para no mentir, se lo entregué a
madame
Charneau para su custodia.

—¡Esa bruja! —escupió Valfierno, arrastrando otra serie de toses atroces—. Solo deseo vivir para atormentar algo más a esa
putain
—añadió, tosiendo de nuevo y moviendo la cabeza resignado—. No se preocupe. No queda mucho tiempo. ¿Está preparado?

Hargreaves asintió y sacó del bolsillo de la chaqueta su cuadernillo y un lápiz.

—Completamente preparado. Estoy seguro de que nuestros lectores estarán deseando conocer con todo detalle la historia del robo de la pintura más grandiosa del mundo. He preparado unas preguntas…

Valfierno le cortó con un seco gesto de la mano.

—¡Nada de preguntas! ¡Nada de respuestas!

Hargreaves retrocedió ante la explosión.

—No tema —dijo Valfierno, suavizando la voz—. No se va a ir con las manos vacías. Le contaré una historia. ¿Le gustan las historias?

—Si son ciertas —replicó Hargreaves, tirante.

Valfierno asintió.

—En ese caso, le contaré una historia verdadera.

Valfierno hundió profundamente la cabeza en la almohada y se quedó mirando el techo como si viera algo oculto en la profundidad de las grietas del yeso.

—¿Ha estado alguna vez en Buenos Aires, señor…?

—Hargreaves, y no, no he tenido ese placer.

—Placer, en efecto —dijo Valfierno, ignorando el impaciente sarcasmo en la voz de Hargreaves—. La fragancia de los jacarandás llena el aire; las parrillas-café atraen con sus tentadores aromas, y los tangos interpretados por las orquestas típicas atormentan el alma con sus elusivas promesas de amor.

Cerrando el puño y llevándoselo al corazón, se volvió a mirar directamente a los ojos del reportero.

—¿Alguna vez ha experimentado
le coup de foudre
[1]
, señor Hargreaves? ¿Se ha enamorado alguna vez a primera vista?

Hargreaves se movió incómodo.

—Yo diría que no.

—¿Sabe que un hombre puede caer bajo el hechizo de una mujer sin darse cuenta siquiera?

Hargreaves no estaba consiguiendo ninguna información. Tenía que hacer que este hombre volviera al tema de la entrevista.

—Mencionó usted Buenos Aires.

Valfierno volvió el rostro de nuevo al techo. Sus ojos se cerraron y, por un momento, Hargreaves creyó que se había dormido o algo peor. Pero entonces se abrieron, brillando con reluciente intensidad a través de la lechosa bruma.

—Sí —dijo—. Buenos Aires: allí empieza mi historia.

PRIMERA PARTE

Ceba bien el anzuelo y el pez picará.

SHAKESPEARE,
Mucho ruido y pocas nueces
.

Capítulo 1

BUENOS AIRES, 1910

E
l marqués de Valfierno estaba en pie dándose toquecitos en la palma de la mano con la empuñadura de su bastón de caballero, al pie de la escalinata del Museo Nacional de Bellas Artes. Su panamá le ensombrecía el rostro y su inmaculado terno blanco contribuía a reflejar el fuerte sol sudamericano, pero él seguía sintiendo un incómodo calor. Podría haber optado por esperar en la parte superior de la escalera, a la sombra del pórtico del museo, pero prefería siempre saludar a sus clientes al nivel de la calle y subir con ellos hasta la entrada. El hecho de subir juntos la escalinata encerraba algo que favorecía la conversación fácil y animada, como si su cliente y él se embarcaran en un trascendental viaje, un viaje que los enriquecería a ambos.

Miró su reloj de bolsillo: las cuatro y veintiocho. Jo-shua Hart sería puntual. Había amasado su fortuna asegurándose de que sus trenes llegaran a su hora. Se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo llenando aquellos convoyes de pasajeros que leían sus periódicos, y cargándolos con montañas de carbón y hierro con destino a sus propias fábricas para producir el acero que necesitaban los nuevos Estados Unidos.

Las cuatro y media. Valfierno repasó la plaza con la mirada. Joshua Hart, el titán de la industria, llegaba como la locomotora de uno de sus trenes: un hombre corpulento con forma de tonel, robusto a sus sesenta años, vestido con un terno negro, a pesar del calor. Valfierno casi podía ver el espeso humo ascendente desde la chimenea de su sombrero de copa.

—Señor
[2]
Hart —dijo Valfierno cuando el hombre de menor estatura se plantó frente a él—, como siempre, es un honor, un placer y un privilegio verlo.

—Guárdese las gilipolleces, Valfierno —dijo Hart con solo un ligero indicio de irónica camaradería—. Si este país dejado de la mano de Dios fuese un poco más cálido, no me extrañaría descubrir que fuese el mismo Hades.

—Me parece —dijo Valfierno— que el diablo se encontraría como en casa en cualquier clima.

Hart se permitió una reticente sonrisa de aprecio por esta observación mientras se secaba la cara con un pañuelo blanco de seda. Solo entonces se percató Valfierno de la presencia de las dos delgadas mujeres, ambas con sendos vestidos blancos, de encaje, y ambas más altas que Hart, juntas tras él como los coches de un tren enganchados con flexibilidad. Una de ellas tendría cincuenta y tantos años; la otra, unos treinta y pocos quizá. Con el paso de los años, Valfierno había cerrado tratos con Hart en diversas ocasiones, sabía que estaba casado, pero nunca había conocido a su esposa. Como no podía ser de otra manera, dio por supuesto que la mujer más joven era su hija.

Valfierno se quitó el sombrero a modo de saludo y, con la mirada, le pidió a Hart que se las presentase.

—¡Ah, sí!, claro —empezó Hart con un gesto de impaciencia—. Le presento a mi esposa,
mistress
Hart…

Hart señaló a la mujer más joven, que sonrió recatadamente y solo estableció un breve contacto visual con Valfierno.

—… y esta —dijo Hart con un deje de desaprobación en su voz— es su madre.

La mujer mayor no dio respuesta alguna.

Valfierno inclinó la cabeza.

—Eduardo de Valfierno —dijo, presentándose a sí mismo—. Es un placer conocerlas.

El rostro de
mistress
Hart estaba parcialmente oculto por la amplia ala de su sombrero y la primera impresión de Valfierno fue la de una piel blanca y suave y un mentón delicadamente apuntado.

La madre de
mistress
Hart era una mujer guapa, algo cansada, cuya plácida sonrisa estaba como petrificada, igual que su mirada, una mirada fija, concentrada en un punto más allá del hombro de Valfierno. Sintió la necesidad de darse la vuelta para ver lo que estaba mirando, pero lo pensó mejor. «¿Era ciega acaso? No, no era ciega. Era otra cosa».

—Señoras mías, confío en que estén disfrutando de su visita —dijo.

—Todavía no hemos podido ver mucho —empezó a decir
mistress
Hart—, pero esperamos…

—Querida —la cortó Hart con forzada cortesía—, el marqués y yo tenemos asuntos que tratar.

—Claro —dijo
mistress
Hart.

Hart se volvió hacia Valfierno.

—Vamos a ello, ¿no?

—Naturalmente, señor —replicó Valfierno con una breve mirada hacia
mistress
Hart mientras ella apartaba suavemente una mosca del hombro de su madre—. Después de usted —añadió, enfatizándolo con un amplio movimiento de la mano.

Él había previsto que las damas pasaran primero, pero Hart comenzó inmediatamente a subir las escaleras.
Mistress
Hart pareció dudar un momento y decidió seguir a su esposo sin esperar.

Valfierno tuvo el detalle de dejar un escalón de diferencia con respecto a Hart con la idea de mantener sus cabezas al mismo nivel.

—No quedará defraudado, se lo aseguro.

—Mejor así.

Valfierno echó una mirada atrás.
Mistress
Hart conducía a su madre subiendo la escalinata.

Cuando llegaron arriba, Valfierno sacó su reloj de bolsillo.

—El museo cierra en quince minutos —dijo—. Perfecta coordinación.

Entraron en el vestíbulo, deteniéndose y volviéndose cuando
mistress
Hart y su madre entraban tras ellos.

—Creo que lo mejor es que os quedéis aquí, en el vestíbulo —dijo Hart—. Lo entiendes, ¿verdad, querida? —añadió en un tono atento pero firme.

—Había pensado que a madre y a mí nos gustaría ver algunas de las…

—Volveremos mañana… y tendréis más tiempo para apreciar el arte. Ya dije que creía que lo mejor era que os quedaseis en el hotel. Ahora, por favor, haz lo que te digo.

Valfierno notó que
mistress
Hart estaba a punto de protestar, pero, tras una breve pausa, apartó la vista y dijo simplemente:

—Como quieras.

La mirada que Hart dirigió a Valfierno era inconfundible: ¡basta de cháchara! Con una breve inclinación de cabeza hacia
mistress
Hart, Valfierno lo condujo por el museo.

Los dos hombres atravesaron un gran atrio, moviéndose a través del polvo en suspensión, visible con los rayos del sol vespertino. Los pocos visitantes que seguían en el museo se encaminaban ya en dirección opuesta, hacia la salida.

—Si se puede decir —comenzó Valfierno—, su esposa es encantadora.

—Sí —dijo Hart, claramente distraído.

—Y su madre…

Hart lo cortó.

—Su madre es imbécil.

Valfierno no fue capaz de encontrar respuesta a eso.

—Está ida —continuó Hart—. No tenía sentido traerla, pero mi mujer insistió.

Un momento después, Valfierno y Hart estaban ante
La ninfa sorprendida
, de Édouard Manet, colgado en una pared aislada que corría por el centro de la galería conocida como Sala 17. Una ninfa rellenita y curvilínea sostiene firmemente un vestido blanco sedoso contra sus pechos para ocultar su desnudez. Se vuelve hacia el intruso que la ha sorprendido sentada y sola en un bosque silvestre, preparándose quizá para bañarse en el estanque que se halla tras ella. Sus ojos están abiertos de par en par por la sorpresa, pero sus labios carnosos, solo ligeramente abiertos, sugieren que, aunque sobresaltada, no está asustada.

Valfierno había estado aquí muchas veces antes y siempre se preguntaba quién era el intruso: ¿un completo extraño? ¿Alguien a quien conocía que ella esperaba que la siguiera? ¿O acaso el intruso era el mismo Valfierno o cualquier otro que se sintiera intimidado por ella?

—Exquisito, ¿no? —dijo Valfierno, más como afirmación que como pregunta.

Hart lo ignoró. Estaba mirando la pintura, evaluándola con la mirada suspicaz de un hombre que trata de encontrar defectos en un caballo de carreras que está pensando comprar.

—Es más oscuro de lo que creía —dijo Hart por fin.

—Sin embargo, la suave luz de su piel aparta la mirada de la oscuridad, ¿no le parece? —señaló Valfierno.

—Sí, sí —dijo Hart; la impaciencia de su voz delataba su creciente agitación—. ¿Y dice usted que es una de sus obras más celebradas?

—Una entre muchas —concedió Valfierno—. Pero, desde luego, muy famosa.

Ninguna alabanza excesiva. Dejó que la pintura y la avaricia del cliente hicieran todo el trabajo.

Valfierno dejó que el silencio que siguió flotara en el ambiente. En estas cuestiones, el ritmo lo era todo. Dejó que
mister
Joshua Hart, de Newport (Rhode Island), lo asimilara todo. Le dejó absorberlo hasta que el pensamiento de dejar Argentina sin el objeto de su obsesión fuera inimaginable.

—Señor Hart —dijo por fin, mirando su reloj de bolsillo—, solo quedan cinco minutos para que cierren.

Joshua Hart inclinó la cabeza hacia Valfierno, con los ojos fijos en la pintura.

—Pero, ¿cómo lo va a conseguir? Todo Buenos Aires se levantará en armas. Vendrán a por nosotros.

—Señor, todo museo que se precie tiene copias de sus obras más importantes preparadas para exponerlas si le sucede algo a aquellas. El público en general nunca sabrá siquiera que falta.

—Pero no es el público quien me preocupa. ¿Y la policía? ¿Y las autoridades?

Valfierno ya esperaba la reacción, el momento en el que al cliente le asaltan las dudas y trata de convencerse a sí mismo de que ha viajado miles de kilómetros para admirar el objeto de sus deseos, pero ahora teme que los riesgos implicados sean demasiado grandes.

—Usted sobrestima las posibilidades de las autoridades locales, señor. Cuando puedan arreglárselas para organizar su investigación, usted estará fumándose un cigarro en la cubierta de su barco mirando ya la costa de Florida.

Hart no supo qué decir durante un momento, buscando objeciones. Finalmente, dijo:

—¿Cómo puedo saber que usted no me entregará una copia en vez de la obra original?

Esta era la pregunta que Valfierno había estado esperando. Miró a un lado y a otro de la estrecha galería. Estaban solos y no por casualidad. Valfierno avanzó hacia el cuadro e hizo señas a Hart para que se le acercara. El rostro de Hart se tensó por la ansiedad, pero Valfierno lo animó con una sonrisa tranquilizadora. Hart miró también a ambos lados de la galería antes de dar un paso adelante. Valfierno sacó una adornada pluma estilográfica de su bolsillo. Con estudiada parsimonia, desenroscó el capuchón, lo colocó sobre la parte trasera del cuerpo de la pluma y se la ofreció a Hart, que reaccionó como si de una mortífera arma se tratase.

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