El sacrificio final (26 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El sacrificio final
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—Oh, no cabe duda de que es una maldita prueba —bufó Gaviota.

La montaña no sólo era tan empinada que parecía una escalera de caracol de muchos kilómetros de altura, sino que además la atmósfera se iba volviendo más y más tenue a medida que iban subiendo. Aparte de todo eso, Gaviota aún estaba bastante dolorido y todavía no se había recuperado del todo de su batalla con el señor guerrero.

—Es una prueba para averiguar lo inteligente que eres —siguió diciendo—. Si llegas hasta aquí, eso indica algo.

Su hermana frunció el ceño.

—¿Que eres lo bastante inteligente para escalar esta montaña sin ayuda, quizá?

—No —gruñó Gaviota—. Indica que eres lo bastante idiota como para ser incapaz de entender que habría sido mejor que te quedaras en las llanuras... ¡Oh!

Gaviota se sobresaltó levemente cuando un explorador apareció de repente sin producir ningún ruido. Los últimos reclutas de «Tintineos» Jayne eran silenciosos como espectros y tan mortíferos como serpientes de cascabel, y Gaviota no podía soportar que se le acercaran sin ser vistos. El leñador juraba que usaban la magia, pero Jayne lo negaba. Aun así, desde que tenía a sus órdenes a aquellas gentes Jayne también se había vuelto callada y sigilosa.

El explorador era un hombretón muy corpulento con una barba rubia y dos trenzas gemelas que oscilaban sobre su velludo pecho. Se llamaba Perceval, y corrían rumores de que en una ocasión había matado a tres marineros porque le habían llamado «Percy».

—Hemos encontrado la entrada de su caverna.

Gaviota clavó la mirada en los gélidos ojos azules del hombre, y acabó siendo el primero en parpadear.

—¿Saben que estamos aquí?

El explorador soltó un resoplido.

—No.

Gaviota se incorporó, moviéndose con cierta dificultad y apoyándose en el mango de su hacha.

—Quizá deberíamos hacer algún ruido para anunciarnos...

Pero Perceval ya se había esfumado.

Jayne se reunió con ellos un poco más arriba y señaló su destino. Todavía más arriba había una larga raja horizontal abierta en el abrupto risco de la montaña. Un centinela iba y venía por delante de ella, montando guardia con una enorme hacha de guerra apoyada en su hombro.

Y no era humano.

Jayne lo señaló con una inclinación de cabeza.

—Este sendero lleva hasta una pequeña planicie donde ese guardia puede estudiarnos —dijo—. Después entra en una chimenea rocosa con peldaños tallados en las paredes. No hay otra forma de entrar en su fortaleza..., por lo menos no sin emplear cuerdas, martillos y clavos de escalada.

—El camino servirá —replicó Gaviota—. No tenemos nada que esconder. Y si hay un poco de suelo llano allí arriba, me arrodillaré y lo besaré. ¡Bueno, pronto habremos llegado! Esperemos que tengan un manantial caliente en el que poder remojar nuestras doloridas piernas...

El grupo fue subiendo por la chimenea entre gruñidos y bufidos, con sus pies entumecidos resbalando sobre los peldaños cincelados. Gaviota tuvo que ir muy encorvado para poder pasar. Los únicos que no entraron fueron los exploradores, que se esparcieron por las cañadas azotadas por los vientos para vigilar el camino, y Helki y Holleb, que no podían meterse por un hueco tan reducido.

Gaviota iba delante con el hacha torpemente empuñada en una mano. Estaba casi seguro de que su avance no iba a ser repelido: si los hurloonitas hubieran deseado matarles, ya habrían podido hacerlo una docena de veces. Aun así, Gaviota sintió un considerable alivio cuando por fin entró en una cámara de piedra que resonó con el eco de sus pasos.

Y donde se encontraron con sus primeros minotauros.

Los minotauros de las Montañas de Hurloon eran enormes, unas criaturas monstruosas cuya estatura superaba a la de Gaviota en medio metro por lo menos. Respiraban pesadamente y su aliento humeaba en el aire, impregnándolo con un olor tan agradable como el de la hierba recién cortada. Tenían los hocicos achatados, y sus cuernos estaban adornados con láminas de oro. Todos lucían complicados tatuajes que formaban volutas y remolinos y se infiltraban en su espeso y rizado pelaje blanquecino, y algunos llegaban a extenderse por encima de sus cuernos. Sus brazos sólo tenían cuatro gruesos dedos terminados en una especie de callosidad negra, y carecían de pulgares. Sus piernas, gruesas y recubiertas de abundante pelaje, mostraban la pronunciada curvatura hacia atrás típica de las patas de los animales y terminaban en relucientes pezuñas negras tan grandes como cascos de acero. Todos llevaban el mismo atuendo, un faldellín de lana roja, por lo que resultaba imposible adivinar su sexo.

Había tres minotauros, todos armados con brillantes hachas de guerra tan grandes como palas para la nieve.

Más personas subieron por la escalera, se detuvieron cuando llegaron al final de ella y vieron a aquellos seres tan extraños, y fueron empujadas desde abajo. Mangas Verdes, flanqueada por sus protectoras, avanzó hasta colocarse delante de su hermano.

El minotauro que parecía estar al mando formuló la pregunta tradicional, hablando con una voz entre gutural y gorgoteante que hizo vibrar las costillas de quienes la oyeron.

—¿Por qué habéis venido?

Mangas Verdes dio la respuesta tradicional.

—Para hacer una pregunta.

El minotauro asintió.

—Entonces recibid una respuesta.

Los cansados viajeros fueron llevados hasta una gran sala comunal —los minotauros, que originalmente habían sido criaturas acostumbradas a vivir en rebaños, no daban ningún valor a la intimidad— donde podrían quitarse las botas, disfrutar de un baño de pies y limpiarse el sudor. Pero la sala estaba fría —todos tenían frío—, y no había ni rastro de fuegos. La única luz procedía de dos ventanas abiertas en un muro de piedra, y esa claridad era grisácea y melancólica. Les sirvieron bandejas de comida, consistente básicamente en distintas clases de hongos, y agua tan fría que dejaba doloridos los dientes al bebería.

El grupo de humanos, enanos y un trasgo se sentaron encima de unas pieles esparcidas por el suelo. El frío fue abriéndose paso poco a poco a través de sus ropas, y todos se fueron pegando unos a otros hasta que el grupo quedó convertido en una masa de pieles que desprendían vapor.

—Espero que obtengamos tu respuesta antes de que muramos de frío.

Gaviota tuvo que entrecerrar los ojos para poder distinguir a su hermana a través de la nube de alientos.

Su hermana estaba comiendo hongos sin hacerles ninguna clase de ascos, pues se había sustentado con ellos cuando era retrasada.

—No te quejes —replicó Mangas Verdes—. Éste va a ser uno de los grandes momentos de tu vida, Gaviota... Los minotauros de Hurloon son famosos en todos los Dominios por ser grandes narradores. Sus orígenes se remontan a tiempos tan lejanos que la gente afirma que fueron la primera raza creada por los dioses, y dicen que las reses fueron modeladas a partir de ellos. Conocen todas las historias de las razas capaces de hablar.

Gaviota meneó la cabeza.

—Ah, ¿sí? Y entonces ¿por qué estas vacas estúpidas no saben cómo hacer fuego frotando dos palos?

—¡Incluso yo sé hacer eso! —intervino una estridente voz de trasgo desde el fondo del montón de viejas pieles—. Hacer un fuego, asar una gorda y sabrosa gallina de los páramos, o un lagarto bien jugoso...

—Cállate, Sorbehuevos. Supongo que aquí arriba no hay nada que quemar, y estamos demasiado lejos de los valles para poder traer carbón o madera, pero... ¡Por las Pelotas de Boris, qué frío hace! ¡Y no tenemos ninguna garantía de que vayan a decirnos nada!

—Ten fe, hermano —dijo la joven druida—. Y no hace tanto frío. Un poco de aire fresco y limpio hace que el cerebro funcione mejor.

Pero Mangas Verdes se envolvió con las mantas y pieles, y se acurrucó entre Kwam y sus Guardianas del Bosque.

* * *

Después de una noche muy fría que pasaron encogidos en la sala de piedra, Mangas Verdes fue llamada a la cámara del consejo.

En la estancia sólo había minotauros. Tallada en la roca desnuda hacía muchas eras, la sala estaba llena de ventanas que daban a una cordillera tras otra de picachos cubiertos de escarcha y hielo. Los minotauros estaban acuclillados sobre sus piernas torcidas, rozando el suelo con sus faldellines y formando un círculo cuyo centro estaba vacío. Sus dos protectoras tuvieron que quedarse en la puerta, y Mangas Verdes fue invitada a unirse al círculo. Al principio se sintió un tanto perpleja ante la falta de mobiliario o adornos, pero después de pensarlo un poco comprendió que las vidas de los narradores se desarrollaban principalmente dentro de sus imaginaciones. Aquellas criaturas vivían para la ceremonia y las canciones, y para las largas introducciones. Hicieron falta horas para que cada miembro del consejo fuera presentado, porque cada uno recitó una breve historia de su vida y sus logros. Los minotauros tenían nombres como Vigilante del Cielo, Canción del Trueno, Bestia de la Nieve y Rayo de Luna, y sin embargo entre ellos también usaban apodos tan familiares y sarcásticos como Pequeña Flor Mordisqueada, Comedor de Judías, Duerme de Día y Se Le Cayeron Seis Palos. Mangas Verdes se olvidó de sus nombres unos instantes después de haberlos aprendido. Tenía casi todo el cuerpo aterido e insensible, pues los vientos de las montañas soplaban a través de toda aquella cámara sin que hubiese nada que pudiera detenerlos.

Y el consejo por fin decidió prestarle su atención. Canción del Trueno, un minotauro de cuyo mentón brotaba una larga barba, se volvió hacia Mangas Verdes.

—Te rogamos que nos hables de ti.

La joven druida había meditado largamente sobre lo que debía decir. Deseaba causar una impresión favorable y no hacerles perder el tiempo, pero tampoco quería parecer brusca o descortés. Aun así... Bueno, su padre solía decir: «Olvídate de los pepinillos y del queso, y cuéntame qué ocurrió». Mangas Verdes decidió ser lo más clara y directa posible.

—Bien, señorías, encontramos entre nuestras posesiones un casco de piedra que es muy antiguo...

Veinte pares de ojos marrón oscuro se cerraron, y Mangas Verdes se calló.

—Lamentamos no haber sabido hacernos entender —dijo Canción del Trueno—, pero te pedimos tu historia y queremos saberlo todo sobre ti misma y tu pasado. ¿Podrías hablarnos de tus padres, por favor?

—Oh. —Mangas Verdes se ruborizó. Se había dejado llevar por el apresuramiento, y quizá les había ofendido dando la impresión de que sólo deseaba información—. Mi padre se llamaba Oso Pardo —empezó diciendo, tragando aire con una larga y temblorosa inspiración—, y mi madre se llamaba Agridulce. Tenía muchos hermanos y hermanas...

Los minotauros volvieron a cerrar los ojos, y Mangas Verdes titubeó y acabó callándose de nuevo.

—Necesitamos la imagen total para poder comprender tu petición —dijo Canción del Trueno, infinitamente paciente—. Empieza con tu padre, si así lo deseas. ¿Cuáles eran los nombres de sus padres, y de sus padres, y de los padres de éstos? Tómate tu tiempo. Tenemos mucho tiempo.

Un gemido de consternación silenciosa vibró dentro de la mente de Mangas Verdes. «Oh, oh...»

* * *

Horas después, la joven druida y sus protectoras volvieron con paso lento y cojeante a la sala comunal.

Fuera ya había oscurecido, por lo que el grupo se había trasladado a una habitación que no tenía ventanas. Todos se habían acurrucado debajo de las mantas y las pieles, formando una especie de madriguera de ardillas envuelta en la negrura más absoluta, pero se levantaron de un salto en cuanto Mangas Verdes regresó, incorporándose tan apresuradamente que chocaron unos con otros.

—¡Por fin! —jadeó Gaviota—. ¡Bueno, por fin has vuelto! ¡Llevamos horas esperando sin nada que hacer salvo oír castañetear nuestros dientes! ¿Obtuviste la respuesta? ¿Te dijeron dónde...?

Mangas Verdes no pudo responderle. Un día entero de estar sentada bajo aquel viento helado sin parar de hablar habían hecho que todo su cuerpo temblara incontrolablemente. Kwam avanzó a tientas entre la oscuridad y la envolvió en su manta, atrayéndola hacia su pecho y dando un respingo al notar lo fría que estaba.

—N-n-no —logró decir Mangas Verdes por fin—. Todavía n-no tengo la re-respuesta. Antes hi-hicieron unas cuantas pre-preguntas.

—¿Que te hicieron preguntas? —chilló Gaviota, y algunos gimieron—. ¡Pensaba que los minotauros tenían todas las respuestas!

—Tal v-vez, pero tardaremos un po-poco en saberlo. De mo-momento sólo he llegado a hablarles d-de ti.

—¿De mí? ¿Qué estás diciendo, hermana?

La voz de Gaviota resonó en la habitación helada, pareciendo curiosamente estridente y a punto de quebrarse.

* * *

Tuvieron que alimentarla con hongos y frotarle los hombros y las manos hasta calentarla lo suficiente para que pudiese hablar. Al parecer los minotauros nunca se cansaban de acumular información, por lo que la habían interrogado sobre sus progenitores y su hogar, la aldea de Risco Blanco. Cuando Mangas Verdes les hubo explicado como buenamente pudo que no sabía gran cosa sobre sus padres porque había pasado toda su infancia y la primera parte de su juventud siendo retrasada, los minotauros habían quedado fascinados..., y como consecuencia Mangas Verdes tuvo que hablarles de su vida en el bosque, entre sus amigos los animales, y se vio obligada a decirles cómo se llamaban y tuvo que describirles sus costumbres y sus maneras de vivir.

Gaviota no pudo contenerse por más tiempo y estalló.

—¿Que te pasaste nueve horas hablando de tejones y conejos? ¿Ni siquiera has llegado a hablarles de la batalla de Risco Blanco? ¿No les has contado cómo fue destruida la aldea?

—Todavía no he-hemos llegado t-tan lejos. Espero poder contárselo den-dentro de un p-par de días.

—¿Días? —La palabra fue un siseo que a duras penas logró escapar por entre sus dientes. Gaviota estaba perplejo—. ¡Pasarán meses antes de que puedas preguntarles por el colegio!

—No. —Mangas Verdes se pegó al pecho de Kwam, temblando con tanta violencia que el joven estudiante de magia se estremeció—. Habré mu-muerto de frío mu-mucho antes...

* * *

De hecho, sólo transcurrieron siete días antes de que Mangas Verdes terminara de contar su historia.

Los minotauros no habían dejado de prestarle atención ni un solo instante, y la habían contemplado fijamente con sus grandes ojos marrones mientras permanecían pendientes de cada palabra que decía. Pero habían hecho bastantes preguntas..., centenares, en realidad. Después los minotauros solían discutir entre ellos las contestaciones de Mangas Verdes, y cada uno añadía algo: un acontecimiento similar de la antigüedad o una parábola que ilustraba algún punto del relato, y de vez en cuando todo el grupo se ponía a cantar pura y simplemente porque les apetecía hacerlo. Mangas Verdes lo encontraba fascinante a pesar de que hacía un frío terrible. Hubo más de un momento en el que deseó que estuviera permitido hacer magia, pues entonces podría haber conjurado madera o carbón, o incluso bolas de llamas o duendes del fuego. Pero los minotauros le habían advertido que no debía «echar chispas por los dedos», y Mangas Verdes les obedeció.

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