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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (41 page)

BOOK: El sacrificio final
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—No tenemos tiempo... Se nos ha acabado —gruñó Mangas Verdes mientras contemplaba las estrellas que parpadeaban sobre su cabeza—, pero si todas esas personas están dispuestas a luchar hasta la muerte, si han luchado por quedarse y van a luchar por aquello en lo que creen... ¿Cómo puedo no hacer lo mismo que ellas?

—Cierto, ¿cómo? —murmuró Kwam, y la besó.

Pero Mangas Verdes se aferró a su cuello y se echó a llorar.

—¡Oh, Kwam! ¡No quiero que mueras!

El estudiante de magia besó su coronilla.

—Yo tampoco quiero morir, y no quiero que tú mueras. Pero ¿qué otra cosa deberíamos hacer? ¿Huir a algún otro sitio viajando a través del éter? ¿Ir a escondernos en el Bosque de los Susurros?

—Por supuesto que no —murmuró Mangas Verdes, sorbiendo aire por la nariz—. Nunca podría... abandonar... a todas estas personas tan leales.

Kwam sonrió y le limpió las lágrimas con la punta de un dedo.

—Ah, por el comienzo de la sabiduría...

_____ 19 _____

El combate seguía librándose encarnizadamente por todas partes tanto de día como de noche.

Un grupo de trasgos aeronautas fue atacado por ángeles armados con espadas que perforaron los globos en que viajaban, y se ahogó en el océano. Trolls de Uthden surgieron de sus túneles, pero sólo consiguieron quedar inconscientes bajo los martillos y barras metálicas de los enanos. Otro grupo de trolls que estaba acechando en el bosque fue atacado por exploradores que los atravesaron con sus jabalinas, hasta que unos diablillos surgieron de la nada y atacaron a los exploradores con espinos que intentaban clavar en sus ojos y los obligaron a huir. Una horda de bárbaros azules de blancas cabelleras y largos colmillos fue dispersada y derrotada por una sierpe dragón, y después acabó pereciendo bajo los cascos de una compañía de centauros. Pero un muro de lápidas desvió a los hombres-caballo hacia un campo de ortigas y zarzales, donde muchos de ellos quedaron lisiados. Arqueros élficos mataron a docenas de orcos, pero se dejaron dominar por el frenesí de la batalla y persiguieron a su antiguo enemigo hasta una trampa y fueron aniquilados por soldados rojos que atacaron desde detrás de un frente de escudos. Gentes del mar, con delfines como aliados, se enfrentaron a tiburones hechizados y criaturas que eran mitad ballenas asesinas y mitad humanos. Las flechas de los arqueros derribaron dragones que volaban por el cielo, pero los arqueros murieron a causa de la sangre venenosa que cayó sobre ellos. Hombres de negras barbas con cuerpo de escorpión y armadura de bronce hicieron estragos entre la caballería, atacándola con sus espadas y sus aguijones en el desierto de cristal negro.

Las batallas eran descomunales y se libraban a lo largo de kilómetros sobre llanuras, o eran pequeñas y personales, con los combatientes jadeando, debatiéndose y sudando en la oscuridad. Immugio, el ogro-gigante, y sus orcos se enfrentaron en el bosque con Liko, el gigante de las dos cabezas y los dos garrotes, y la bestia mecánica de Stiggur, así como con una docena de seguidores del campamento que empuñaban martillos, azadas y armas improvisadas. Los dos gigantes hicieron temblar la tierra mientras chocaban y se golpeaban, bamboleándose de un lado a otro y pisoteando por un igual a amigos y enemigos, rompiendo ramas y desenraizando troncos, todo ello mientras Stiggur disparaba sus dardos de ballesta de dos metros de longitud y los orcos gritaban, balbuceaban y morían. Sólo un incendio forestal engendrado por Immugio pudo poner fin al combate, pero Liko sufrió la rotura de un brazo y la pérdida de una oreja. La bestia mecánica volvió al campamento con su espaciosa espalda repleta de heridos y agonizantes.

El campamento principal siempre era atacado, y los ataques eran rechazados una y otra vez. Mangas Verdes se mantenía lo más cerca posible de allí, e iba conjurando hechizos defensivos. Invocó céfiros para que alejaran nubes de gas amarillo que marchitaban las flores y hacían que quienes las respiraban cayesen al suelo, presas de violentos accesos de náuseas y con las bocas y las gargantas quemadas. Invocó muros de ramas y espinos, tierra roja, fuego, piedra y luz para hacer retroceder a hordas aullantes. Duendes del fuego aparecieron de entre nubes de humo para hacer huir a buitres hambrientos que se lanzaban sobre los rostros de los soldados. Mangas Verdes invocó a dríadas para que envolvieran en lianas a un basilisco que dejó catatónico a un niño con su temible mordedura. También conjuró a una manada de mapaches para que engulleran a una tempestad de ratas que cayó de los árboles.

Cuando podía, viajaba a través del éter junto con su guardia personal hasta otros escenarios del combate para ayudar en la medida de lo posible. Una manada de lobos de las montañas hizo huir a falanges de caballería. Mangas Verdes arrojó un hechizo de ansia viajera sobre un grupo de guerreros salvajes de las tierras norteñas, y éstos dejaron de luchar y se fueron corriendo al desierto en pos de alguna visión. Resquebrajó la tierra para crear cañadas y derribó árboles para que sirviesen como barricadas, y desvió arroyos para convertir el polvo en barrizales donde se hundieran los enemigos. Mangas Verdes conjuró y conjuró hasta que la cabeza le dio vueltas de puro agotamiento y empezó a cometer errores. En una ocasión salió del éter para aparecer junto a la hoguera de unos cavernícolas que estaban asando un caballo. Los cavernícolas agarraron sus armas al instante y se lanzaron sobre su grupo, y la robusta Micka acabó con los sesos destrozados mientras intentaba salvar a su señora antes de que Mangas Verdes pudiera sacarles de allí.

A esas alturas, la archidruida ya estaba tan cansada que ni siquiera podía llorar.

—Lo que más me enfurece —jadeó Gaviota— es que apenas vemos a los condenados hechiceros. Se esconden ahí atrás, bien lejos de las líneas, y lanzan oleada tras oleada de sus esclavos contra nosotros, ¡y hasta el momento ninguno de ellos ha sufrido ni siquiera un morado en un dedo!

El general se apoyó en un baluarte de tierra y empezó a mordisquear un trozo de cerdo salado. Gaviota tenía los ojos hundidos en las cuencas y no se había afeitado, y le temblaban las manos a causa de los largos días de combate incesante. Había prescindido de la comida y el sueño hasta que incluso su enorme fortaleza empezó a desfallecer.

Los hermanos estaban hablando a la parpadeante claridad de una hoguera en la que ardía un barril que habían hecho pedazos. Nadie podía recoger leña, y el campamento estaba sumido en la oscuridad. Las Guardianas del Bosque de Mangas Verdes y los Lanceros Verdes de Gaviota se habían desplegado en una formación circular alrededor de ellos y montaban guardia, con la mayoría de hombres y mujeres durmiendo de pie. El resto del campamento estaba muy silencioso mientras los soldados y seguidores reparaban el equipo, vendaban miembros, preparaban té, cambiaban de posición las barricadas y esperaban el siguiente ataque. Todos podían sentir en las plantas de los pies el tintineo metálico producido por las herramientas de los enanos, que seguían trabajando en los túneles.

Gaviota fue comiendo mientras hablaba, mitad para sí mismo y mitad para los demás.

—Los bastardos elitistas están esperando bien lejos de la batalla, probablemente bebiendo vino y comiendo pastelillos de miel mientras sus peones lanzan ataques suicidas y sus caballos galopan y galopan hasta que se les doblan las patas y mueren de cansancio... Vi cómo Immugio se enfrentaba con Liko, y a Ludoc haciendo avanzar a sus cavernícolas, o quizá fueran los de Dwen. Ese maldito señor guerrero de Keldon parece un dios, y empuja a los combatientes hacia las fauces de la muerte. Haakón ya no invoca demonios, lo sé. Dacian ha muerto: estaba tan borracha que apenas se tenía en pie y se hizo un lío con un conjuro mágico, y una de las arqueras de D'Avenant la mató de un flechazo. Suponemos que Sanguijuelo está muerto, pero algo se comió todos los cadáveres de esa batalla con los trolls. Fabia conducía una carroza dorada de la que tiraban cuatro caballos blancos hasta que los ángeles los mataron, y después Fabia desapareció. Y algunos creen que Atronadora, la Reina de los Trasgos, ha huido. Pero no he visto ni rastro de Liante o de Karli.

»Ah, pero he descubierto que soy un genio perdiendo tropas. Cuando iniciamos esta campaña, teníamos más de mil combatientes... Ahora tendremos suerte si quedan seiscientos capaces de mantenerse en pie. Apenas puedo caminar sin tropezar con nuestros muertos y nuestros heridos.

Mangas Verdes asintió cansadamente. Estaba demasiado agotada para comer, por lo que se había acostado en el suelo con la cabeza apoyada en una silla de montar y estaba tomando sorbos de agua de manantial de un cáliz de plata.

—Conozco muy bien nuestras pérdidas. He trasladado por el éter a más cadáveres de los que puedo contar, tanto de nuestras tropas como de las suyas, y los he ido llevando a las profundidades del desierto. Allí hay tantos buitres que parecen una nube de tormenta suspendida en el cielo. Y las emboscadas, y los ardides... Hoy una de mis guardianas insistió en probar mi comida y acabó vomitando las entrañas, aunque no tengo ni idea de cómo se las arreglaron para introducir el veneno en lo que iba a comer. Y una intrusa invisible me habría hundido una daga en la espalda si Nashira no hubiera tropezado con ella por casualidad, descubriendo su presencia y dejándola sin sentido. Es horrible descubrir que eres tan odiada.

—Ni siquiera puedo recordar por qué estamos luchando —gruñó Gaviota—. Lo único que recuerdo es que Liante y sus esbirros quieren matarnos a todos y que nosotros debemos impedir que nos maten, y centenares de inocentes están atrapados dentro de una picadora de carne entre un bando y el otro.

Mangas Verdes, que se había estado adormilando, se despabiló de golpe. Las palabras de Gaviota acababan de recordarle los lamentos que había dirigido a Helki la noche anterior. Pero Lirio se encargó de responder por ella.

—Yo sí me acuerdo.

La capa negra que cubría sus hombros hacía que la esposa de Gaviota resultara casi invisible. Lirio estaba sentada encima de unas losetas cubiertas de tierra y cuidaba de Agridulce mientras un aya acunaba a Jacinta, que ya estaba dormida. Lirio se alegraba de estar cerca de su esposo, al que ya llevaba varios días viendo únicamente de vez en cuando. Como furriel general, tenía que coordinar los esfuerzos para mantener el flujo de comida, agua y suministros a través del campamento y hacer que llegara a sus dispersas fuerzas, al mismo tiempo que se ocupaba de hacer que la basura, las heces y el agua sucia salieran del campamento para mantener a raya a la infección y la plaga. Las manos le temblaban de agotamiento mientras acariciaba la rizada y morena cabellera de su hijita.

—El propósito de nuestra cruzada es, y siempre lo ha sido, detener las depredaciones de los hechiceros que se ceban en los inocentes. Vinimos aquí, a estas ruinas, en busca de conocimientos que nos permitieran detener a los hechiceros, y ellos han venido a derrotarnos. Pero encontraremos ese conocimiento y los barreremos y los encadenaremos, y nos aseguraremos de que nunca más vuelvan a hacer daño a nadie. Sé todo eso y vosotros también lo sabéis, y todo el ejército lo sabe. No perdáis de vista la meta.

Gaviota soltó un gruñido, pero asintió. Mangas Verdes suspiró. Sí, recordaba una búsqueda en pos del conocimiento. Había descendido al fondo del mar con el Señor de la Atlántida en busca de un secreto para controlar a los hechiceros. Había hecho varias preguntas a un cráneo y había obtenido respuestas, o más preguntas, pues todo el viaje no era más que un montón de imágenes confusas dentro de su cerebro, como un sueño que se hubiera hecho añicos.

Un Lancero Verde alzó la voz para gritar un «¿Quién va?», y después dejó pasar a Stiggur, Déla y Sorbehuevos. El muchacho cojeaba con un vendaje alrededor de su pantorrilla, una flaca y maltrecha copia de Gaviota, su héroe. Sorbehuevos, con su cabellera a franjas que tanto recordaba al pelaje de una mofeta y sus harapientas pieles de conejo, parecía algo salido de un montón de basuras. El trasgo lanzó una mirada llena de avidez a la pata de cerdo salado que Gaviota estaba comiendo, y Gaviota suspiró y se la arrojó.

—Se está preparando otro ataque por el norte —informó Stiggur—. Un centenar de bárbaros azules o quizá más, y cavernícolas... Los vi desde lo alto de Cabezota.

El muchacho había llamado a su bestia mecánica con el nombre de una de las mulas de Gaviota, muerta hacía ya mucho tiempo.

El general se levantó con un gemido ahogado. Apuró una jarra de agua, pues no tenían otra cosa que beber, y pidió a un ayudante de los cocineros que le trajera comida para llevársela consigo. El muchacho trajo una cesta de arenques secos, delgadas varillas marrones que se curvaban sobre sí mismas y desprendían un potente hedor a sal y moho. Gaviota agarró su mellada hacha de leñador y alargó la mano hacia el cesto para coger un puñado de arenques.

—Stiggur, recorre la empalizada y avisa a los capitanes. Veremos... ¿Qué infiernos haces?

Con un salto tan ágil como el de una liebre, Sorbehuevos se lanzó sobre la mano de Gaviota y le arrebató los peces. La cesta se volcó, esparciendo los arenques resecos y amarronados por el suelo y encima de la hoguera.

Gaviota estaba agotado, y perdió los estribos. Agarró al trasgo por el pescuezo y lo sacudió con la fuerza suficiente para partirle el cuello.

—¡Oh, por las campanas de Kormus! Sucio y repugnante ladronzuelo rastrero... ¿Es que no puedes obtener comida sin robar aunque sólo sea por una vez? ¿Cuándo...?

El chillido de Lirio le interrumpió.

Los arenques esparcidos bajo la débil claridad de la hoguera parecían trocitos de corteza marrón..., pero una docena de varillas se estaban moviendo.

Gaviota masculló una maldición y alzó sus grandes botas, dejándolas caer una y otra vez sobre aquellas cosas que se retorcían. Stiggur se unió rápidamente a él, al igual que hicieron muchos de los guardias. El círculo de siluetas se convirtió en una danza enloquecida.

Cuando ya no hubo nada que se moviera sobre las losetas del antiquísimo mosaico, Stiggur se acuclilló junto a la hoguera y removió aquellos objetos medio aplastados con la punta de su cuchillo.

—¡Escorpiones! ¡Toda la cesta estaba llena de escorpiones escondidos entre los peces!

El ayudante del cocinero estaba contemplándolos con los ojos desorbitados, paralizado por el horror.

—Estaban encima de la mesa. Habían dejado el cesto allí y... ¡Jotham me dijo que se los llevara al general! Pero yo no...

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