El salón de ámbar (9 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El salón de ámbar
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Sin quitarme la chaqueta y sin tan siquiera dejar el bolso en el perchero, entré en el despacho y, encendiendo la luz de la lámpara, pulsé los interruptores del ordenador y de la impresora. Mientras el equipo se ponía en marcha y ejecutaba las tareas programadas, me serví una taza de café y me cambié de ropa. Luego regresé al despacho, comprobé que no tenía correo y arranqué el programa Photo-Paint, uno de los mejores para la manipulación de imágenes y, desde él, cargué la fotografía escaneada del
Jeremías
de Koch visto de frente. Puse papel fotográfico en la impresora y efectué una primera estampación ajustando automáticamente el contraste, la saturación y el brillo con la opción de máxima calidad. Al cabo de un rato (y de un paquete de papel y un cartucho de tinta en color), tenía el despacho lleno de ampliaciones de segmentos del cuadro puestas encima de los muebles e incluso pegadas con cinta adhesiva por las estanterías y las paredes.

Había cogido la vieja y abultada Biblia de la familia, encuadernada en piel negra y ya deforme, y me estaba paseando por el despacho con el dichoso mamotreto en los brazos y leyendo en voz alta el texto de los catorce primeros versículos del capítulo 38 de Jeremías:

Oyeron Safatías, hijo de Matan; Guedelías, hijo de Pasjur; Jucal, hijo de Selemías, y Pasjur, hijo de Melquías, que Jeremías decía delante de todo el pueblo: «Así dice Yavé: Todos cuantos se queden en esta ciudad morirán de espada, de hambre y de peste; el que huya a los caldeos vivirá y tendrá la vida por botín. Así dice Yavé: Con toda certeza, esta ciudad caerá en manos del ejército del rey de Babilonia, que la tomará.» Y dijeron los magnates al rey: «Hay que matar a ese hombre, porque con eso hace flaquear las manos de los guerreros que quedan en la ciudad, y las de todo el pueblo, diciéndoles cosas tales. Este hombre no busca la paz de este pueblo, sino su mal.» Díjoles el rey Sedecías: «En vuestras manos está, pues no puede el rey nada contra vosotros.» Tomaron, pues, a Jeremías y le metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey, que está en el vestíbulo de la cárcel, bajándole con cuerdas a la cisterna, en la que no había agua, aunque sí lodo, y quedó Jeremías metido en el lodo…

La puerta del despacho se abrió de golpe y yo me detuve en seco, quedándome congelada como el fotograma de una vieja película, con el libro en la mano izquierda y el puño derecho amenazando a los magnates.

—¿Te pasa algo? ¿Por qué das esos gritos y hablas tan fuerte? —preguntó Ezequiela con preocupación. —Estoy leyendo la Biblia. Ezequiela enarcó las cejas, abriendo mucho los ojos, y salió dando un suspiro.

—Tú no estás bien.

… metido en el lodo —continué—. Oyó Abdemelec, etíope, eunuco de la casa real, que habían metido a Jeremías en la cisterna. El rey estaba entonces en la puerta de Benjamín. Salió Abdemelec del palacio y fue a decir al rey: «Rey, mi señor, han hecho mal esos hombres tratando así a Jeremías, profeta, metiéndole en la cisterna para que muera allí de hambre, pues no hay ya pan en la ciudad.» Mandó el rey a Abdemelec el etíope, diciéndole: «Toma contigo tres hombres y saca de la cisterna a Jeremías antes de que muera.» Tomando, pues, consigo Abdemelec a los hombres, se dirigió al ropero del palacio, y tomó de allí unos cuantos vestidos usados y ropas viejas, que con cuerdas le hizo llegar a Jeremías en la cisterna. Y dijo Abdemelec el etíope a Jeremías: «Ponte estos trapos y ropas viejas debajo de los sobacos, sobre las cuerdas.» Hízolo así Jeremías, y sacaron con las cuerdas a Jeremías de la cisterna, y quedó Jeremías en el vestíbulo de la cárcel.

El cuadro de Koch representaba exactamente el momento en que el profeta comenzaba a ser sacado de la cisterna con las cuerdas. Por más que amplié la pintura hasta un mil seiscientos por cien (el máximo que permitía el programa), por más que ajusté la búsqueda de colores y por más pruebas que hice de todas clases, no encontré nada escondido, ni disimulado, ni insinuado en la pintura, aparte de lo que podía verse a simple vista. Y lo único que podía verse a simple vista era la cara de odio del profeta Jeremías.

A las once y media de la noche, Ezequiela vino a darme las buenas noches. Toda la casa quedó en silencio, salvo por el ruido de la impresora, que no paraba de sacar las copias que yo le iba pidiendo con todas las pruebas y cambios posibles efectuados en la imagen. A las dos de la madrugada tenía tal dolor de cabeza de fijar la vista en la pantalla, que tuve que tomar un analgésico para poder seguir trabajando. A las tres abandoné el diseño gráfico y decidí que era hora de realizar estudios bíblicos. ¿Quién era Jeremías? ¿Por qué le metieron en la cisterna? ¿Qué tenía ese profeta judío que había despertado el interés de un
gauleiter
nazi antisemita?

Jeremías había nacido en torno al año 650 a.n.e.
[7]
y había muerto en algún momento indeterminado tras la conquista de Jerusalén por Babilonia, hacia el 586 a.n.e. Desde el principio rompió con el esquema tradicional del oráculo profetice, prefiriendo el poema de marcado acento derrotista y agorero. Aunque en los inicios de su carrera gozó de la protección del rey Josías de Judá, tras la muerte de este monarca en el 609 a.n.e. cayó en desgracia, siendo considerado traidor por anunciar la victoria de Babilonia sobre Judá y Jerusalén y prohibiéndosele hablar en público. Por supuesto, como incumplió repetidamente la prohibición, fue arrestado varias veces y, por fin, lanzado a una cisterna llena de lodo.

Encontré abundante material sobre el Libro de Jeremías en las enciclopedias que había por casa, pero era todo demasiado teológico y escolástico, muy poco comprensible para una neófita como yo. Nada de lo que leí despertó mi atención y la verdad es que me resultó terriblemente difícil mantenerme despierta a esas horas de la noche con semejantes lecturas. Estaba a punto de desistir y marcharme a la cama, cuando, de repente, vino a mi memoria un viejo libro de esos que siempre aparecen cuando buscas cualquier otro, que no recuerdas haber comprado y que jamás abres ni siquiera por curiosidad. No es que tuviera mucho que ver con lo que yo perseguía, pero hablaba de la Biblia y, a esas horas, ya no podía pensar con demasiada claridad. El libro se titulaba
Los mensajes del Antiguo Testamento
y era de un escritor desconocido que se empeñaba en demostrar que las alegorías, metáforas, parábolas y proverbios del Antiguo Testamento contenían, en realidad, el anuncio del final del mundo y el advenimiento de una nueva civilización. Al hojear distraídamente el índice de contenidos, mis ojos cansados tropezaron, por fin, con algo que me quitó el sueño de golpe: el capítulo cuarto se titulaba
«Atbash
, el código secreto de Jeremías». Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al principio de dicho capítulo y comencé a leer con verdadera fruición. El código secreto más antiguo del que se tenía noticia en la historia de la humanidad, decía el libro, era el llamado código
Atbash
, utilizado por primera vez por el profeta Jeremías para disfrazar el significado de sus textos. Jeremías, asustado por las represalias que los poderosos miembros de la corte y el propio rey pudieran tomar contra él por vaticinar la derrota frente a Babilonia, encriptó el nombre de este reino enemigo a la hora de escribir, para lo cual utilizó una simple sustitución basada en el alfabeto hebreo, de modo que la primera letra del alfabeto, Aleph, era sustituida por la última, Tav; la segunda, Beth, por la penúltima, Shin, y así sucesivamente. El nombre de este primer código,
Atbash
, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, venía dado, por lo tanto, por su propio sistema de funcionamiento: «Aleph a Tav, Beth a Shin», es decir,
Atbash
. Así pues, Jeremías, tanto en el versículo 26 del capítulo 25, como en el versículo 41 del capítulo 51 de su libro, había escrito «Sheshach» en lugar de Babilonia. Por supuesto, ataqué la Biblia familiar en busca de esos dos versículos para comprobar si era cierto lo que decía el pequeño y folletinesco librito y, en efecto, lo era, allí estaban las pruebas. A pesar de la hora y del cansancio, me sentía activa y despierta como si fuera mediodía. Inmediatamente confeccioné un alfabeto hebreo que podía plegarse por la mitad de modo que resultara fácil efectuar la sustitución de unas letras por otras. Cogí el mensaje de la cartela del cuadro de Koch, le apliqué el código
Atbash
para desencriptarlo y lo copié al final de un texto explicativo que envié a Roi por correo electrónico. Luego destruí todo el material que había impreso (era una norma del Grupo) y me fui a la cama.

Creo que las dos horas que dormí aquella noche fueron las dos horas que mejor he dormido en toda mi vida. No tenía ni idea de si se podría traducir el mensaje que había remitido a Roi para que lo hiciera llegar a su amigo Uri Zev, pero, incluso aunque no se pudiera, había trabajado tan duro y con tanta pasión que me sentía profundamente satisfecha de mí misma.

La información recopilada por Läufer durante aquellos días resultó todavía más sorprendente de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Desde sitios tan dispersos como Ucrania, Inglaterra, Berlín e Israel, desde entidades como la Universidad de Toronto en Canadá, el diario
El Universal
de México, el museo Pushkin de Moscú, el
Polemiko Mousio
de Atenas, el Instituto Chileno-Francés de Cultura, y desde ficheros clasificados de la policía israelí, del FBI, de la vieja Stasi de la desaparecida República Democrática Alemana o del reconvertido KGB, la documentación fue llegando hasta nuestros ordenadores trazando una imagen real y estremecedora de aquellos que, hasta ese momento, no habían sido otra cosa que quiméricos personajes en una historia llena de enredos.

Fritz Sauckel, uno de los miembros más brutales de la vieja guardia nazi, diputado del Reichstag y general de las temibles SA, ejerció durante la guerra como gobernador general y
gauleiter
de Turingia. Ministro plenipotenciario del Reich para la mano de obra, reclutó cinco millones de obreros forzados, de
ostarbeiter
, en los territorios ocupados, la mayoría de los cuales trabajaron sin descanso hasta la muerte. Según Jacques Bernard Herzog, uno de los procuradores generales ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, «Este antiguo marino mercante, padre de diez hijos, encumbrado a la alta política por la revolución hitleriana, ordenaba alimentar a los trabajadores en función de su rendimiento. Dentro de una mentalidad primitiva como la suya, encontraba justificación a todo reproche: él sólo ejecutaba las órdenes del Führer. Pretendía no haber sabido nada de las atrocidades cometidas en los campos de concentración; le mostré entonces una fotografía que lo presentaba visitando en compañía de Himmler el campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, del cual era responsable como
gauleiter
del territorio. Afirmó estúpidamente que su visita se había limitado a los edificios exteriores del campo, en el que no había entrado nunca».

Esa «mentalidad primitiva» a la que Herzog hacía referencia en su discurso de 1949 ante miembros destacados de la Universidad de Chile, respondía, sin embargo, a una inteligencia muy por encima de lo normal, según pudo comprobar durante el proceso el psiquiatra judicial americano Gustave M. Gilbert. Sin embargo, y a pesar de esa inteligencia superdotada, Sauckel, como
gauleiter
de Turingia, ordenó, sin la menor inquietud, que los restos de los grandes escritores Goethe y Schiller fuesen sacados del mausoleo real de Weimar y trasladados a la cercana ciudad de Jena para ser destruidos en caso de que los americanos entraran en Turingia. Afortunadamente, tal destrucción no se llevó a cabo.

El 1 de julio de 1946, lord Justice Lawrence, presidente del Tribunal Internacional de Núremberg, daba a conocer la sentencia contra Fritz Sauckel, condenado a morir en la horca por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El que fuera temible gobernador de Turingia fue ejecutado tres meses después, la madrugada del 16 de octubre.

Diferente fue el destino de su amigo Erich Koch, con el que le unían, al parecer, antiguos lazos de camaradería desde que ambos se habían conocido en Weimar, en 1937, cuando Koch, entonces general de división de las SS, había llegado a la ciudad con el primer grupo de trescientos reclusos para empezar la construcción de los barracones y cuarteles del KZ (
Konzentration Lager
) Buchenwald.

Koch había nacido en la Prusia Oriental el 19 de junio de 1896 y fue nombrado
gauleiter
de esta demarcación en 1938. Tres años después, tras la invasión alemana de los territorios de la Unión Soviética en 1941, fue nombrado, además,
Reichs-kommissar
de Ucrania. Según el semanario
The Ukrainian Weekly
del 10 de noviembre de 1996, Koch fue directamente responsable de la muerte de cuatro millones de personas, incluida la casi totalidad de la población judía ucraniana. Bajo su gobierno, y en colaboración con Sauckel, otros dos millones y medio de individuos fueron deportados a Alemania como trabajadores forzados. Después de la retirada nazi de Ucrania, Koch permaneció como
gauleiter
de la Prusia Oriental hasta la rendición alemana en 1945, momento en que se perdió su pista hasta que fue descubierto, cuatro años después, viviendo de incógnito en la zona de ocupación británica. Fue deportado a Polonia para ser juzgado y, sin embargo, mientras que el resto de los procesos soviéticos contra criminales de guerra se celebraban con rapidez, y las sentencias (por lo general inmisericordes) se ejecutaban en pocas horas, Koch tardó diez años en ser juzgado y su sentencia de muerte no se llevó a cabo jamás. El gobierno polaco alegó la mala salud del asesino para condonarle la pena y le recluyó durante los últimos veintisiete años de su vida en una celda de la prisión de Barczewo, dotada de grandes comodidades, donde murió apaciblemente el 12 de noviembre de 1986, a los noventa años de edad. Ni una sola vez durante todo ese tiempo, las autoridades rusas solicitaron la extradición de Koch para juzgarlo por los atroces crímenes que cometió como
Reichskommissar
de Ucrania, ni presionaron tampoco a los polacos para que llevaran a cabo la sentencia.

Aparté los ojos de la pantalla y, mientras la impresora empezaba a escupir papeles, me puse a pensar cómo debía ser alguien capaz de matar a cuatro millones de personas. La cifra hizo que me diera vueltas la cabeza. Si ya resultaba impensable para mí acabar con la vida de un solo individuo, de uno solo, ¿cómo se podía matar a cuatro millones? ¡Cuatro millones de muertes! Sin contar a los 05—
tarbeiter
, a los trabajadores forzados, muertos también de enfermedades, accidentes e inanición. Si cada uno de aquellos pobres seres fuera, por ejemplo, una peseta, y pusiéramos cuatro millones de pesetas, en monedas, en una habitación, el volumen sería impresionante. ¿Qué ocurría en la mente de una persona para llegar a ser capaz de hacer algo así sin darle ninguna importancia? Estaba aterrada, impresionada. Encendí un cigarrillo, expulsé el humo por la boca, lentamente, y volví a la lectura. El último alabardero de la tríada era el joven Helmut Hubner. Nacido en Pulheim, Colonia, en 1919, había estudiado economía, lenguas antiguas e historia en la Universidad de Bonn, y había militado activamente en las Juventudes del Reich y en las Juventudes Hitlerianas desde su fundación. Apenas iniciada la contienda, se incorporó a la Luftwaffe con el grado de teniente, convirtiéndose pronto en un famoso piloto de combate. En 1943 era el oficial de su escuadrón que contabilizaba el mayor número de derribos enemigos y, aunque su aparato fue alcanzado en cuatro ocasiones, consiguió salvar la vida lanzándose en paracaídas. Por todas estas hazañas y algunas más, fue recompensado con las máximas condecoraciones de guerra, incluida la Cruz de Hierro. Según las bases de datos del Museo de la Guerra de Atenas, Hubner destacó por su extraordinaria destreza en el manejo de los Heinkel 111, de los Dornier 17 y de los Messerschmit Bf 109, con los cuales desarrolló una brillante maniobra de ataque recogida más tarde en los manuales de la Luftwaffe: elegía su presa entre los cazas enemigos, dejándose caer rápidamente en picado y situándose a unas quinientas yardas por debajo de su cola. Entonces iniciaba un ligero ascenso mientras perdía velocidad, lo que le permitía apuntar certeramente, desde atrás, al aparato enemigo y, a unas cien yardas de distancia, abría fuego con el cañón de 30 milímetros, dejándolo fuera de combate. Entonces ascendía a toda velocidad, poniendo el morro a unos veinte grados por encima del horizonte, y, desde esta cota segura, elegía a su siguiente víctima.

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