El salón de ámbar (8 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El salón de ámbar
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—¿Qué intentas decirme, Ezequiela? ¿Qué te pasa? No es propio de ti venirme con historias de matrimonios.

Suspiró profundamente y levantó la mirada con lentitud.

—La semana que viene cumplo setenta años.

—Ya, ya lo sé. El miércoles.

—¿Qué será de ti cuando yo ya no esté…? Ahí estaba el quid de la cuestión.

—¡Oh, Ezequiela, por favor! Me miró largamente con unos ojos llenos de reproche.

—¡No tienes a nadie más que a mí! Cuando yo me muera te quedarás completamente sola. ¡Ni siquiera te gustan los perros!

—Pero tengo a tía Juana… —dije, y me arrepentí inmediatamente de ello.

—¡A Juana…! ¡Ja! —escupió despectivamente—. ¡Ésa…! ¿Pero es que no te das cuenta? ¡Tu tía está encerrada por su gusto en un convento! Cuando yo muera te quedarás sola en esta enorme y vieja casa, sin nadie que te cuide, sin nadie que se preocupe por ti —las lágrimas comenzaron a formar pequeñas lagunas entre las numerosas grietas y pliegues de su rostro—. Eso es lo que más miedo me da. No tienes nada, Ana María. ¡Si por lo menos tuvieras un hijo! Bien sabe Dios que yo preferiría que te casaras con un buen hombre y por la Iglesia, pero si no es ése tu gusto, si no quieres atarte a nadie, ¡ten un hijo! Es lo único que te pido para mi cumpleaños.

—¿Quieres que tenga un hijo en una semana…? —pregunté escandalizada. Ezequiela sonrió.

—¡Sabes lo que he querido decir, niña!

—Mira, vieja gruñona, lo único que sé es que tú aún tienes cuerda para rato y que no te vas a morir el día de tu cumpleaños. Además, ¿qué dirían en Ávila si la última Galdeano se quedara embarazada de un señor desconocido?

—¡Que digan lo que quieran! Ya se cansarán de decir.

—No sabía que fueras tan moderna.

—Y no lo soy —afirmó rotundamente, secándose la cara con el dorso de la manga del jersey—. Pero no puedo soportar la idea de verte tan sola. Prométeme que lo pensarás.

—Te lo prometo, ¿estás contenta ya?

—¡Promételo otra vez mirándome a los ojos! —exigió.

—¡Venga, Ezequiela, por favor! ¿Pero es que tú me ves cuidando a un niño? ¿Crees que ser madre va conmigo? No tengo el menor instinto maternal, ni ganas de reproducirme.

—¡Promete!

—¡Oh, Dios mío! —grité exasperada levantando los brazos hacia el techo—. ¿Pero qué habré hecho yo para merecer este castigo?

—¡Ana María!

—Está bien, está bien… Lo prometo —dije mirándola a los ojos—. Prometo que pensaré seriamente en la posibilidad de tener un hijo.

Ezequiela sonrió como una niña pequeña que, después de dar un berrinche a todo el mundo, consigue el capricho que quería.

—Bien, muchacha, bien —exclamó palmeándome la mano—. Ahora ya puedes coger tu libro.

Se levantó de la cama sin abandonar la sonrisita de satisfacción y, después de dibujarme una cruz en la frente con el pulgar derecho, me dio un beso ligero y se marchó de la habitación cerrando la puerta silenciosamente.

No tenía ni la más remota intención de cumplir mi promesa, pero, al menos, me había librado de Ezequiela por un tiempo. No me cabía la menor duda de que volvería a la carga sobre el tema como una columna de la caballería ligera, pero tardaría todavía unos meses.

Aquella noche tuve horribles pesadillas llenas de bebés rechonchos y babosos, de esos que salen en la televisión anunciando pañales. Todos tenían la piel sonrosada y eran rubios como los ángeles. El problema era que también tenían los ojos azules, como la tía Juana, y, en la familia Galdeano jamás ha habido nadie con los ojos azules. Por supuesto, a la mañana siguiente me desperté agotada y de bastante mal humor, así que Ezequiela se las arregló para desaparecer de mi vista, perdiéndose por la casa con hábil maestría.

Atándome el cinturón de la bata y bostezando hasta desencajarme las mandíbulas, me encaminé al despacho y encendí el ordenador. Entraba un sol radiante por las ventanas y un arrebatador aroma a café recién hecho me amarró por la cintura y tiró de mí hacia la cocina mientras la máquina se ponía en funcionamiento y se conectaba a Internet para comprobar el correo. Todavía no había terminado de servirme una taza cuando escuché la voz metalizada que me avisaba de la llegada de mensajes del Grupo.

—Tengo que cambiar ese ruido… —musité echando un poco de leche fría sobre el café humeante.

Cuando me senté frente a la pantalla, el algoritmo descodificador de Läufer había terminado de componer el mensaje: «IRC, #Chess, 9.30, pass: Govinda. Roi.» Miré mecánicamente el reloj. Eran las ocho y media de la mañana. Todavía tenía tiempo de ir a correr un rato, así que me puse una camiseta, unos pantalones de chándal y unas deportivas y me lancé a la calle. Con los pulmones llenos del fresco aire de la mañana, abandoné el recinto amurallado, saliendo por la puerta que da a la iglesia de San Vicente y bajando, por la izquierda, hasta el puente Adaja. Sin notar todavía el cansancio, pero un poco aturdida por el bullicio matinal del tráfico y los colores grises de un día nublado, llegué hasta los Cuatro Postes —donde lograron detener a santa Teresa cuando, de pequeña, intentaba huir a tierras de moros para entregarse al martirio—, y allí giré sobre mí misma, dando saltitos para no perder el ritmo. Tomé aire, eché una última mirada a la ciudad desde lo alto y volví sobre mis pasos para entrar de nuevo en el perímetro viejo por la puerta de la calle del Conde Don Ramón.

A la hora convenida, envuelta en el albornoz y secándome el pelo con la toalla, ocupé de nuevo el sillón y me conecté al IRC. El servidor me dio paso a la primera (me costaba una fortuna al año la dichosa conexión) y, como siempre, entré en Undernet dando una pequeña vuelta por el mundo y cambiando continuamente de identificación. Aquel día utilicé un redireccionador que pasaba por Pensacola y Singapur, y llegué a #Chess con mis falsos datos en alfabeto mandarín. Tuve que cambiar la configuración del programa para poder escribir «Govinda» en alfabeto latino sin bloquear el ordenador. Roi, según su costumbre, ya estaba esperando:

—Buenos días, Peón. ¿Has descansado bien? Un escalofrío recorrió mi espalda recordando a los bebés rubios y de ojos azules.

—Buenos días, Roi. No, en realidad he pasado una noche horrible. ¿ Están citados todos los demás?

—Todos menos nuestro
broker
, Rook. A estas horas está ya trabajando en la
city
.

Los mercados bursátiles europeos se hundían irremediablemente en una de las peores crisis financieras de la historia. Rook andaría como loco intentando frenar sus pérdidas. Pero mientras los japoneses no controlaran su deflación, los rusos siguieran devaluando el rublo e Iberoamérica continuara tan emergentemente frágil, poco era lo que los inversores se atreverían a hacer.

—¿Cómo está tu tía? —preguntó Roi cambiando de tema. Rook, la Torre, era su agente de bolsa en Inglaterra y probablemente el príncipe Philibert tenía sudores fríos recordando la crisis.

—Mi tía está como siempre. Dirige su convento con puño de acero.

—¡Qué gran mujer! —escribió con admiración. Siempre estuve convencida de que entre Roi y Juana había habido algo en el pasado, pero, por desgracia, nunca pude comprobarlo—. Dale un abrazo muy grande de mi parte cuando la veas.

—Lo haré.

Los demás llegaron enseguida. Rápidamente nos dispusimos a comenzar la reunión. Cávalo y Läufer me saludaron efusivamente y me felicitaron por el éxito de Alemania. Läufer, además, quiso narrar a los presentes los detalles de mi «esplendida actuación», pero, por suerte, Roi le contuvo a tiempo con una enérgica llamada al orden. Naturalmente, Heinz seguía teniendo el teclado estropeado, así que, para desgracia nuestra, seguía escribiendo a gritos.

—CÁVALO, LE ENTREGUÉ A PEÓN TU JUGUETE MÄRKLIN, COMO HABÍAMOS QUEDADO.

—¿Cómo te lo hago llegar, Cávalo? —pregunté. La verdad es que no había vuelto a recordar el paquete que descansaba en algún lugar del armario de mi habitación.

—No corre prisa. Podríamos quedar un día de estos, ¿te parece bien?

—Espléndido —repuse. Me agradaba la idea de volver a ver a Cávalo tan pronto.

—¿Todos habéis examinado las fotografías que os he mandado? —atajó Roi, cambiando de tema. Las respuestas fueron afirmativas.

—¿Alguien puede aportar alguna información sobre esa extraña pintura?

Por unos instantes la pantalla permaneció en suspenso, vacía de mensajes.

—Bien. Os contaré por qué he convocado esta reunión. Lo cierto es que no he dormido mucho esta noche…

Roi nos dijo que, cuando recibió las imágenes, le chocó sobremanera el hecho de ver el nombre de un pintor alemán, Erich Koch, firmando un cuadro en el que se reproducía a un viejo personaje judío de evidente origen bíblico que, en un primer momento, no pudo identificar. Pero, aparte del hecho de que estuviera escondido detrás de otro cuadro, lo que más llamó su atención fue la fecha: 1949, apenas cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Movido por la curiosidad, despertó a Läufer en plena noche y le pidió que averiguara todo lo posible sobre ese desconocido artista y, luego, llamó a su amigo Uri Zev, miembro de la División de Asuntos Culturales y Científicos del Ministerio de Relaciones Exteriores israelí.

—¿Qué le contaste a tu amigo Zev, si puede saberse? —le interrumpió vivamente Donna.

—No debéis preocuparos. Uri ha trabajado conmigo en el pasado y es un hombre de total confianza. Además, tomé la precaución de borrar de las fotografías el nombre de Erich Koch y la fecha.

—¿Y no le molestó que le llamaras a esas horas tan intempestivas? —Estaba claro que Donna no se sentía tranquila.

—Uri está acostumbrado a que le llamen a cualquier hora del día o de la noche. Su trabajo en la División de Asuntos Culturales es sólo una pequeña parte de las muchas actividades internacionales que realiza. Créeme, Donna, Uri es alguien en quien se puede confiar. No es la primera vez que le consulto alguna información relativa a nuestro trabajo, aunque siempre de manera que él no pueda relacionarme con lo que lee después en la prensa. Anoche le dije que la imagen era el cuadro de un desconocido pintor israelí contemporáneo, afincado en Galilea, y que sólo deseaba que, como judío, me hiciera un rápido análisis de la obra y la traducción del contenido de la cartela.

—¿Y QUÉ TE DIJO? —preguntó impaciente Läufer.

—Antes prefiero que les cuentes a todos lo mismo que me has contado a mí esta madrugada. Pero te agradecería que escribieras con letras pequeñas.

—¡NO PUEDO! ¿ES QUE NADIE ME CREE?

La respuesta, naturalmente, fue una negativa unánime, pero Läufer no se inmutó y nos puso al tanto de sus descubrimientos con tantas mayúsculas como le fue posible. Había dispuesto de apenas un par de horas esa noche para navegar por la red a la caza y captura de cualquier información sobre un pintor alemán de mediados de este siglo llamado Erich Koch, pero lo poco que había podido averiguar le había dejado realmente perplejo: los datos que iba recibiendo en su ordenador nada tenían que ver con un pintor desconocido llamado Erich Koch sino, de manera exclusiva, con el
gauleiter
Erich Koch, jerarca nazi de la provincia prusiana de Kónigsberg, muerto en una prisión polaca en 1986.

—¿Y no aparece ningún otro Erich Koch por ninguna parte? —preguntó Cávalo—. Está claro que debe tratarse de dos personas distintas.

—No necesariamente —apunté yo, atando cabos rápidamente en mi cabeza.

—SON LA MISMA PERSONA. NO EXISTE NINGÚN OTRO ERICH KOCH EN LOS CENSOS DE ALEMANIA DESDE 1875. —Es curioso que ya nos hayamos encontrado con tres nazis en esta historia —dije extrañada—, Fritz Sauckel, Helmut Hubner y Erich Koch. Todos estrechamente relacionados con el mundo del arte y con el cuadro de Krilov.

—Ésa es la cuestión —advirtió Roi—. Estoy convencido de que hemos tropezado con un asunto espinoso que, por el momento, escapa a nuestra comprensión, pero que podría llegar a afectarnos directamente si es que Helmut Hubner forma parte de esta intriga.

:—¿Y qué hay de nuestro cliente ruso? ¿No convendría saber algo más acerca de él? —propuso Cávalo.

—¿Vladimir Melentiev…? Sí, desde luego, también habrá que investigarle. Es evidente que su interés por el cuadro de Ilia Krilov ha sido el detonante de esta situación en la que ahora nos vemos envueltos. Quizá debimos informarnos un poco más antes de aceptar su encargo.

—ES POSIBLE QUE NO SEPA NADA DEL LIENZO DE KOCH.

—¡Vamos, Läufer! —protestó Cávalo—. Recuerda que estaba dispuesto a pagar el precio que le pidiéramos por el Krilov, fuera el que fuera. ¡Esa actitud no parece precisamente inocente!

—SIEMPRE Y CUANDO EL LIENZO DE KOCH TENGA ALGÚN VALOR QUE PUEDA INTERESARLE, COSA QUE DUDO PORQUE SU CALIDAD ES PÉSIMA.

—Por cierto, Roi —atajé—. No nos has contado lo que te dijo tu amigo Uri Zev.

—¡ Ah, es cierto! Bien, veréis, esperad que coja mis notas… Sí, ya está, aquí las tengo. Al parecer la escena representa el momento en que el profeta Jeremías es liberado del cautiverio. Para quien tenga una Biblia a mano, la historia se puede leer en Jeremías 38,1-14. Al profeta lo metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey Sedecías, por profetizar desgracias variadas para el pueblo de Israel. Esa cisterna no tenía agua pero sí bastante lodo y allí Jeremías debía morir de hambre. Un eunuco etíope de la corte intercedió ante el rey y consiguió que lo sacaran de allí. Y eso es lo que puede verse en la pintura.

—¿Y qué quieren decir esas letras hebreas escritas en la cartela? —pregunté.

—¡ Ah, eso Uri no pudo decírmelo! El alfabeto es hebreo, desde luego, pero el texto es totalmente incomprensible.

—¡FANTÁSTICO!

—Läufer, quiero que pongas del revés las bases de datos del mundo entero si es necesario, pero averigua todo sobre Erich Koch, Fritz Sauckel, Vladimir Melentiev y Helmut Hubner. Yo indagaré la vida de Ilia Krilov hasta conocer sus pensamientos y a los demás os ruego que le deis vueltas al cuadro de Koch hasta que no quede un detalle por analizar. El Grupo de Ajedrez puede haberse metido, sin saberlo, en algún feo asunto de consecuencias imprevisibles, así que, damas y caballeros, ¡a trabajar! Les espero a todos el próximo domingo, día 11 de octubre, a la misma hora, en el mismo sitio y con el
password
«Gobi». Y recuerden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos. Pasé todo el día en la tienda, ocupada en mil pequeños asuntos, pero a las ocho de la noche, cuando conecté la alarma y bajé la persiana metálica antes de irme a casa, el cuadro de Koch retomó en mi cabeza el protagonismo absoluto. Ezequiela estaba viendo la televisión en el salón y cosiendo, a punto de cruz, unos cuadritos que luego enmarcaría para colgarlos en la pared de su habitación. La casa estaba caldeada y había café recién hecho en la cocina.

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