El salón de la embajada italiana (7 page)

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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Cuando terminé el bachillerato, mi padre me preguntó qué quería hacer. A mis dieciocho años tenía la gracia de un caprichoso florero. Era la segunda hija de seis, quería huir, quería habitar territorios sin tutela. Tener cosas para mí sola. Braulio se había ido a estudiar a Barcelona. Me asfixiaba el aire mineral de Bilbao. Me cortaban las alas la misa de una, la docena de pasteles, el aperitivo provincial y todos los apellidos repetidos de mis amigos y los de mis hermanos, que siempre eran de las mismas familias.

Mi ciudad se había ido conformando, revelándose un bastión de la burguesía, un conventillo de voces silenciadas y maneras clericales, un beneficio de minerales y residuos, unos astilleros donde se construían cosas sólidas y frágiles para la historia que se nos caería encima; la industria pesada. Mi ciudad tenía una juventud que amagaba libertades y vestía como en Oxford. Trajes para toda la vida, novios para toda la vida, socios del mismo club para toda la vida... Una vida a la que no se le acababa de sentir el latido, una juventud que tardaría en pegar el puñetazo en la mesa, que no lo haría bien y maduraría con dudosa honestidad.

Había bailado apretada en algún guateque y sentido que al otro lado de las costillas de un partenaire, había un mundo de arenas movedizas en el que sucumbiría con facilidad. Me quería ir en busca de aquellos besos extranjeros que decían que eran mejores, más decididos, más de tornillo. Siempre odié ser compañera de mis hombres en el sentido partidario de la palabra y no soporto que me palmeen la espalda como si fuera una alfombra. Siempre me pareció poco erótico recordarles que hacía frío, que se cuidaran, que no bebieran esa última cerveza. Nunca me gustó tutelar desamparados. Me muero por el cortejo, porque se mueran por mi contoneo en lo alto de unos tacones, me muero por soñar y que me sueñen, pero los míos nunca fueron aficionados a esas sutilezas.

El periodismo era una carrera que llevaba en sus bolsillos dos cosas que yo consideraba indispensables; los viajes y escribir.

Mi cabeza funcionaba como una vieja locutora, llevaba toda mi vida haciendo la crónica de mis días, inventando palabras para las emociones que no sabía expresar. Sin querer ejercía de periodista escribiendo cartas de amor para Encarnita, la chica que lavaba las cabezas en la peluquería de mi madre, o para Koldo, aquel portero bruto de la casa de Fernando que se había enamorado de una chica de Zamora. Entretenía a mis hermanos con cuentos que garantizaban el olvido. Me iba contando la historia de mi vida, o de la de los demás, y ponía una coma al cruzar el semáforo y un punto y aparte cuando me hechizaban unos ojos.

Sólo tenía dieciocho años. Era joven, casi una niña, y no distinguía el sabor de mis sueños, a saber: ir por los aeropuertos del mundo con unos pantalones de muchos bolsillos y un fotógrafo con más bolsillos y un poco Tarzán... Oriana Fallaci, vamos.

No tenía idea de lo que yo misma escribiría en la página de un periódico años después.

—¿Por qué no estudias algo práctico? —me repetía mi madre, que me imaginaba lejos, pobre y rodeada de extranjeros en entredicho...

—Hija, tengo años y... periodista..., cariño, tú no tienes madera para eso. Serías una excelente maestra, luego, si quieres escribir, pues escribes... —añadía mi padre enredándose en sugerencias de profesiones que encajaban en algo que él veía y yo no—. ¿Tú te das cuenta de las poquitas que hay? Y además son malos tiempos para investigar verdades.

Pero el mundo que tenía por delante no sabía de estadísticas. Y aunque mi padre se refería a la dictadura de Franco, que era jodidamente mala para las verdades, siempre son malos los tiempos para investigar verdades o mentiras.

—Lo piensas mientras el tío Ramón te busca algo. Luego, cuando sepas lo que es cobrar una nómina, decides.

Pero yo no quería que el tío Ramón, el padre de Braulio, me pusiera en manos de aquellos amigos horribles que tenía y que te miraban quitándote la ropa, no quería pensar nada, ni caer en la tentación de lo que me proponía mi madre. Ya sabía que el lenguaje servía para expresar las experiencias de esta vida. Sabía que la mitad de ellas se quedaban sin nombrar en la punta de los labios, porque no se puede construir una frase que describa el alma con cuatro palabras improvisadas, sobadas y redichas. Porque cuando uno nombra, ve. Y las palabras son algo más, un regalo preciado para nombrar la vida.

Estaba convencida de que el periodismo documentaba los países y las ciudades que habitábamos y que por lo tanto sería el encargado de desvelar y contener la desmedida avaricia del poder. Me parecía que hacía falta mucha documentación, que la historia estaba muy escondida, que había mucho que contar. Ni que decir tiene que nunca he poseído cualidades para intuir el futuro.

A mí lo que me gustaba era escribir y describir. Buscar una palabra, reinventarla para que se supiera la textura y el sabor de aquel sentimiento que escondía entre sus letras y te hacía padecer o gozar. Me gustaba contar con lo no dicho. Pero para hacerlo comprendí muy pronto que tenía que estar lejos de mi familia.

Las Farinelli estaban por todas partes y los únicos que se salvaban eran la tía Carmen y Braulio. Ellos tenían lo mismo que yo. Compartíamos alguna parte de la genética que los demás no tenían; el riesgo de vivir. Ellos sabían de zozobras. Nos reconocíamos en el medio de una frase, de un gesto, de una discusión. Ellos también se habían ido y a menudo pienso que ni era, ni es casual nuestro trajín de idas y venidas. Algunos necesitamos mirar lo que amamos desde la lejanía. Necesitamos perspectiva. Debe de tener que ver con aquello que dijo alguien con acierto: «Ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio, contigo porque me matas y sin ti porque me muero».

Pero mi familia, como muchas familias, era indivisible y aquella moda de irse fuera traía muchos peligros. De eso hablaban las Farinelli, muchas veces, en voz baja, como si fuera algo de lo que estuviera prohibido hablar, con aquella palabra que servía para asustarnos y mantenernos pegados a sus faldas: los peligros... No era fácil abandonar el nido cuando las fronteras ideológicas estaban listas para reventar como las costuras del vestido de mi vecina.

La radio deslizaba músicas que, a pesar de estar en inglés o francés, desordenaban aquella mecánica vida previsible. La pasión siempre hablaba en otro idioma y lo que era peor; susurraba. Se notaba que la libertad estaba a la vuelta de la esquina.

Después de muchos quiebros, llantinas y dudas, mis padres se rindieron. Cogí el tren en la estación de Abando o del Norte o Indalecio Prieto y aparecí por la mañana en la estación de Francia de Barcelona.

Salí de mi casa conteniendo mi ansiedad, muerta de miedo y con algunas condiciones innegociables:

1. Mi primo Braulio estaba en Barcelona estudiando Arquitectura y como la familia es la familia, me permitieron ir a cambio de que fuera él quien tutelara mi estancia en aquella ciudad gótica y liberal.

2. Tenía que volver siempre en Navidad, o cuando mi madre me requiriera.

3. Tenía que buscarme algún pequeño trabajo para sufragar los gastos extras.

No me pareció difícil cumplir aquellas condiciones. Adoraba a Braulio. Me gustaba sentarme a la mesa en Nochebuena (eso cambió con los años) y era trabajadora.

En la estación de Francia me esperaba el primo de mi infancia con una camisa rosa y un amigo que se depilaba las cejas, cocinaba con delantal y le daba palmaditas en el trasero. Vivían en un piso de la calle Aribau en el que entraba la luz por un patio grande, típico del Ensanche, que me tenía cautivada, robándome parte de las horas en la contemplación de aquella exhibición de cotidianeidad.

En aquella casa, en cuyos suelos se podía jugar al truquemé, aprendí todo lo que mis padres temían que aprendiera. Porque era una casa abierta a la vida, a la sorpresa, a esa insaciable sed que se tiene cuando se tiene de todo menos ganas de dormirte en los laureles. Abrí los balcones emocionada por la calidez de esa sensual y conquistadora ciudad.

España es un puzle de sabores. He tenido la inmensa suerte de probarlos todos. Nací en el norte, crecí en el Mediterráneo, me enamoré del sur, y busqué en el centro.

Barcelona tiene una luz..., una luz que ilumina lugares que no se ven en ningún otro lugar. Una luz blanca, suave, mediterránea. Una luz antigua, amaestrada, gótica y minimalista. Luz de revoluciones y cantautores. Luz individual, unifamiliar, luz práctica, restringida a veces. Luz buscadora, alternativa y estoica. Luz de mis primeros amores. Luz que desveló el terciopelo de las primeras pieles que acaricié. Yo pronuncio Barcelona y paladeo la palabra. Me sabe a caramelo de libertad. Cierro los ojos para abrazarla, que eso sabemos hacer los del norte: reconocer y agradecer las enseñanzas.

En Barcelona se crece muy rápido, se aprende a aprovechar el tiempo, que luego se aprende a perder en el sur, el mismo tiempo que en el norte se atesora para regalar a los que se ama, y el mismísimo tiempo que en el centro se trajina, se acorta y se estira entre proyecto y proyecto, entre promesa y promesa, entre tapa y tapa, entre mentira y mentira.

Finalizaban los años setenta. Las Ramblas subían y bajaban llenas de sueños y revoluciones pendientes. No había más turistas que los que ocupábamos los bajos de la ciudad. La filmoteca era como el Cinema Paradiso, y mi querido Ocaña dibujaba en la escayola de mi pierna una manóla y me hablaba de su pueblo andaluz, blanco de cal y negro de costumbres, con lágrimas en los ojos. Yo le ponía un casete del Bihotz Alai y le describía a esa cuadrilla de hombres a los que se les escapaba el alma en forma de orfeón, esa belleza disimulada entre el grupo, esa sexualidad de la que había huido Braulio.

Las noches de primavera se estrenaban caricias y faldas floreadas. Llevaba una trenza muy larga que me recordaba el final de mi espalda y que detenía su ritmo cuando oía el seseo cantarín de los que venían con sombras de dictaduras en los ojos.

Siempre me perdieron los acentos. Los acentos y el jodido destino que desampara de tierra a los hombres que quieren cambiar las cosas. Las Ramblas estaban —en esos años— llenas de sueños sin estrenar y de sueños rotos con acento.

En el Liceo cantaba un nieto del napolitano amigo de la familia. Mi primo Braulio bailaba apretado a un italiano que había encontrado de camino a sus soledades y que recitaba poemas en el salón de su casa del Ensanche. Un vecino guardaba los panfletos de convocatoria de huelga de la Seat debajo de los contadores de la luz. Bajo mantas indias, buscamos la energía vital meditando y tratando de encontrar el final de todas aquellas transformaciones que se volverían infinitas en mi vida, y bajo mantas tejidas por la abuela Luchía, descubrí la verdadera dimensión de la anatomía humana.

Barcelona.

Yo amé mucho en Barcelona.

No tenía a las Farinelli.

Supe lo que era la soledad.

No tenía a las Farinelli.

Fui intensamente feliz.

No tenía a las Farinelli.

Sufrí mucho.

No tenía a las Farinelli

Fui libre.

No tenía a las Farinelli

Descubrí quién era...

No tenía a las Farinelli.

En Barcelona conocí a esa amiga que la vida te regala y que se desliza contigo durante los años. Hortensia Ramales se montó en el mismo tren que yo. Salía de la plaza Cataluña en dirección a la Universidad Autónoma de Bellaterra y se movía con la misma inseguridad provinciana.

Hortensia se convirtió en una de esas almas misteriosamente gemelas que te acompañan en la vida, sosteniéndote cuando te caes, o riñéndote cuando te empeñas en caer. Como yo, quería escribir. Como yo, se escapó de los domingos paseando la bahía del Sardinero en Santander. Como yo, recaló en la Facultad de Ciencias de la Información de Barcelona. Y como yo, consiguió finalizar los estudios de periodista, sin demasiada convicción ni esfuerzo. Luego no tuvo la vida que tuve yo, ni yo la que tiene ella.

Cinco años después volví a casa con un título expedido por el Rey. Pero no volvió la misma que se había ido. Y me costó acomodarme, ya no quería sentarme en los mismos lugares que había ocupado, ni podía acompañar de la misma manera a quien había acompañado.

El país hervía en proyectos de punta a punta. En mi tierra se cocía —como la purrusalda— el futuro a fuego lento, se guardaban las parabellum en el cajón para ir al café Iruña a diseñar las futuras leyes. Todos habíamos coqueteado con la guerra y con la paz, pero siempre de comparsa y acompañante, sin que los pocos años que lucíamos y lo mucho que brillaban los días nos hicieran demasiado conscientes de los riesgos.

Hubo un día —siempre hay un día para despertar— en que llamó el miedo con urgencia a las puertas de mi piso de estudiante vasca en el barrio de pescadores barcelonés, y sentí cómo se volvían gelatina mis músculos. A partir de ese día me empezaron a parecer menos bellos los ojos rasgados del dueño del último mitin y comencé a comprender que quizás el camino no estaba bien trazado en aquel mapa donde resultaba imprescindible sentir mucho miedo. El miedo es un sentimiento infravalorado. El miedo conduce las voluntades con una disciplina que da vértigo. Del miedo se sabe muy poco. Nadie quiere nombrarlo, sobre todo los que lo han sentido.

Pero mi piel siempre ha tenido memoria. Por eso renuncié a formar parte de la primera carnada de políticos empeñada en diseñar este país. Un país que ya empezaba a comprender que no sería del todo el mío, porque iba a quedar fuera mucho de lo que estaba dentro e iba a entrar mucho de lo que nunca estuvo dentro.

Ya para aquel entonces, los alevines de políticos nos distraían con frases muy largas, palabras muy densas, planes de futuro. La violencia no es una combustión espontánea. Se va construyendo poco a poco con gestos y palabras. Con silencios y giros de cabeza. Si en aquel entonces me hubieran dejado mirar por un agujerito lo que se nos venía encima, no hubiera podido creerlo. Si hubiera podido saber que algunos de los que trataban de construir la libertad iban a ir durante años con guardaespaldas, y que los que no se arriesgaban caminarían sin tutela. Si hubiéramos podido ver eso...

Renuncié, sin ser demasiado consciente, a lo que ahora tienen los ideólogos de mi generación: una vida acomodada y dispuesta a comprar el disfrute. No puedo evitar sentirme avergonzada de los políticos que hemos elegido, aunque he de conceder que quizás aquí, su mezquindad se la debamos a los que ponían las armas sobre la mesa; al miedo.

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