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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (15 page)

BOOK: El salón dorado
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En la plaza del Milion se levantaba un monolito de mármol verde y bronce de veinte pies de altura que señalaba el punto en el que tenían su origen todas las calzadas y caminos del Imperio: desde este lugar se medían las distancias a todas las ciudades y provincias. A un lado de la plaza sobresalía una esbelta columna de mármol rematada por una escultura ecuestre en bronce de Justiniano, con el brazo derecho alzado y la mano abierta, sujeta a la columna por unas cadenas de hierro.

La comitiva se detuvo ante el pórtico de Santa Sofía. Un grupo de sacerdotes fieles a Roma esperaban inmóviles bajo un implacable sol. Humberto descendió parsimoniosamente de su carruaje. En la mano izquierda portaba el pergamino en el que el mismísimo papa León IX, pocos meses antes de morir, había estampado su firma y sellado con la bula de plomo con el escudo de su anillo. En él se dictaba la excomunión de Miguel Cerulario, el patriarca de Constantinopla, y la de sus seguidores. Con paso firme y decidido, Humberto subió las gradas del pórtico y en su presencia todos los que esperaban se arrodillaron, mientras un presbítero de avanzada edad y barba cana besaba su anillo cardenalicio y le daba la bienvenida al templo de la Sagrada Sabiduría. Era la hora tercia y los clérigos griegos estaban preparados como todos los sábados para la misa, que hoy no se celebraría.

En expectante silencio, un numeroso gentío se había aglomerado por toda la amplia plaza. Tras los saludos de protocolo, la legación papal atravesó el patio y se plantó ante la Puerta Imperial. Los romanos cruzaron el umbral de mármol negro; las dos enormes hojas de madera de cedro recubiertas con láminas de oro y plata estaban abiertas y sobre el dintel un mosaico dorado mostraba al sabio emperador León VI postrado de rodillas ante Jesucristo. Aquella imagen del basileus implorante, con las manos abiertas y el rostro sumiso ante la presencia mayestática del Hijo de Dios, le recordó la Vida del emperador León que había consultado hacía varios días en la biblioteca de los Santos Apóstoles. Le reconfortó recordar que aquel monarca, bajo cuya sumisa y desvalida figura entraba en el mayor templo de la cristiandad, había tenido que recurrir al papa a fin de solucionar los graves problemas sucesorios. ¿Si León VI, reconocido por todos como sabio y prudente, había necesitado de la dispensa papal para contraer matrimonio con su amante y así legalizar al hijo de ambos para poderlo nombrar heredero del trono, cómo no iba a ser justo ahora excomulgar a un patriarca de Constantinopla que desoía e ignoraba las resoluciones emanadas del vicario de Cristo en la Tierra?

El cardenal respiró tremendamente confortado. Aquel mosaico era sin duda el testimonio de la razón, una razón que el propio Cristo mostraba a todos en su mano izquierda, con la que sostenía una breve inscripción en griego que rezaba: «La paz sea con vosotros. Yo soy la luz del mundo». Y así debía ser. Si al atravesar el foro de Constantino ciertas dudas acerca de la preeminencia de Roma sobre Constantinopla habían anidado en sus pensamientos, ante Santa Sofía Humberto sentía firme e inequívoca la legitimidad de su misión. Seguro de sí, atravesó la Puerta Imperial acelerando la marcha, pero la contemplación del interior del templo hizo disminuir su ritmo hasta que tras dos pasos lentos se quedó quieto. Ante sus pasmados ojos se elevaba desafiante la inmensa nave central cubierta por una infinita cúpula. Cientos de ventanas filtraban la luminosa radiación estival y derramaban haces encendidos sobre los mosaicos dorados que colmaban las paredes y los techos. Mármoles rojos, verdes y grises conformaban un abanico de columnas, capiteles y cornisas. Sintió como si un hormiguero le recorriera todo el cuerpo, desde los ojos a las uñas de los pies, mientras se aceleraba el ritmo del corazón y sentía la sangre palpitar a borbotones en las sienes. El obispo Pedro tuvo que coger por el codo al cardenal, y tirar suavemente de él para que siguiera andando hacia el altar mayor.

La multitud congregada bajo la bóveda del simbólico universo sagrado había abierto un estrecho pasillo hasta el altar, que la comitiva atravesó de manera pausada. Conforme se acercaba al presbiterio, sus ojos descubrieron el mosaico con la figura de la Virgen Theotokos entre los apóstoles san Pedro y san Pablo en la bóveda del ábside. Era el que, según la Vida de Basilio, cuyo manuscrito Humberto había leído la semana anterior, mandó restaurar este emperador. Una leyenda en griego orlaba a las tres figuras, en ella se decía que Constantino el Grande había transferido a Constantinopla el primado de la Iglesia a la vez que el poder imperial.

—Habrá que suprimir esa inscripción —susurró Humberto al canciller Federico, quien asintió con la cabeza.

En el interior del templo se habían acomodado los ciudadanos más notables. A la derecha del altar estaban los sacerdotes de la iglesia de los santos Carpo y Papilo, con sus clámides blancas y sus estolas de cruces doradas, los monjes del monasterio de Cristo Akataleptos, vestidos con largas túnicas negras y bonetes de fieltro, los afamados copistas del nuevo monasterio de San Jorge de Mangana y los del de Energites, ambos recientemente fundados por Constantino IX, y la congregación de los Santos Apóstoles, entre los que Humberto reconoció a varios de sus miembros, con los que había compartido algunas tertulias. A la izquierda del altar se habían instalado en los lugares preferentes los principales dignatarios de la corte imperial. Junto al hypatos de la ciudad se alineaban varios senadores y tras ellos altos funcionarios de la corte y ricos propietarios de la aristocracia urbana y potentados mercaderes de la gran burguesía comercial.

Humberto llegó ante el altar repleto de campanillas y navetas de oro decoradas con hebras de plata y se detuvo un momento, inclinándose reverencialmente. De inmediato giró sobre los pies para quedar entre los dos enormes candelabros de plata maciza, frente a la multitud apiñada bajo la celeste bóveda de Santa Sofía. Giró los ojos a ambos lados, los fijó en la puerta por donde había entrado y comenzó a hablar:

—Pueblo y clérigos de Constantinopla: vuestra ciudad es bendita de Dios, la que ha sido escogida para defender a la cristiandad de los infieles de la media luna y de las estepas. Pero en los últimos tiempos, la Iglesia de Cristo en el Imperio oriental ha sido gobernada por hombres deshonestos e incapaces, preocupados tan sólo por sus mundanos intereses. Su Santidad el papa, el legítimo y único heredero de san Pedro, tuvo a bien mostrarse en toda su bondad misericordioso para quienes cayeron en el pecado y la herejía y les ofreció su perdón a cambio del reconocimiento de sus errores y de su apostasía. Pero, perseverantes en la maldad, los enemigos de la verdad han seguido manteniendo sus posiciones heréticas y sosteniendo sus pérfidos errores canónicos. Por ello, su Santidad, con dolor de corazón pero con la asistencia de ánimo que Dios le transmitía, nos encargó poco antes de morir trasladar esta bula de excomunión de Miguel Cerulario y sus seguidores. —Girando su cabeza hacia el canciller Federico, el cardenal Humberto le indicó con el brazo que diera lectura a la bula de excomunión.

Federico, con el tono firme y seguro del que siente que está en posesión de la verdad, estiró entre sus dos manos el rollo de pergamino y leyó con voz potente y pausada:

Llamado al orden por todos estos errores y por muchos actos culpables por cartas de nuestro Señor, el papa León, Miguel no ha querido arrepentirse. Además, se ha negado a recibirnos en audiencia a nosotros, legados, y nos ha prohibido celebrar la misa en las iglesias, por el hecho de que ya había cerrado las iglesias de los latinos, llamándoles azimitas, y persiguiéndolos con palabras y violencias, llegando incluso a anatematizar a la Sede Apostólica en sus hijos y atreviéndose a prevalecer sobre la Santa Sede con el título de patriarca ecuménico. Nosotros, por tanto, no pudiendo soportar estas inauditas injurias y estos ultrajes contra la Santa Sede, teniendo en cuenta además que en todo esto la fe católica ha sido acatada públicamente, por la autoridad de la Santa e indivisible Trinidad, por la autoridad de la Sede Apostólica, de la que nosotros somos encargados de asuntos, y por la autoridad de todos los Padres ortodoxos de los siete concilios, y, en una palabra, por la autoridad de toda la Iglesia católica, firmamos el anatema contra Miguel y sus fautores, anatema ya pronunciado contra ellos por el reverendísimo papa si éstos no llegan a arrepentirse. Por tanto, ¡que Miguel —que falsamente se llama patriarca, pero que en realidad no es más que un neófito que ha tomado el hábito por temor, habiendo sido expuesto a las más graves acusaciones— y con él León —a quien se dice obispo de Acrida— y el sacellario de Miguel, Constantino —que sacrílegamente ha pisoteado el sacrificio de los latinos—, y todos aquellos que le siguen en dichos errores, sean todos ellos anathema maranatha, junto con los simoníacos, valesianos, arrianos, donatistas, nicolaítas, severianos, pneumatómacos, maniqueos, nazarenos y con todos los herejes —es más, con el diablo y sus demonios— si no se arrepienten! Amén, Amén, Amén.

Acabada la lectura, Humberto hizo la señal de la cruz en su frente mientras Federico enrollaba el pergamino que acababa de leer y lo depositaba encima de la mesa de altar. Los legados papales dieron por concluida la ceremonia entre el silencio expectante y reflexivo de los congregados.

Con la misma altivez que había entrado, Humberto, seguro ahora de su triunfo, abandonó Santa Sofía. En la puerta se persignó y proclamó:

—Hemos cumplido con nuestro deber de cristianos y de católicos, ¡que Dios lo vea y lo juzgue!

Los legados se quitaron sus sandalias y sacudieron simbólicamente el polvo a la vista de todo el pueblo.

La legación papal volvió sobre sus pasos por la avenida de la Mesé, casi desierta a esas horas del mediodía, con el sol cayendo a plomo sobre las losas. Sólo algunos comerciantes de las lujosas tiendas de la Vía Regia mantenían abiertas sus puertas, a resguardo de los acerados rayos solares bajo las monumentales galerías porticadas que enmarcaban ambos lados de la calzada. La tarde de aquel sábado la pasaron organizando sus equipajes y preparando el regreso a Roma. Su misión se había cumplido sólo a medias: no habían logrado convencer a Cerulario para que admitiera sus errores y, en consecuencia, habían desplegado sobre el sagrado altar la bula de excomunión, pero el emperador estaba con ellos. La voluntad de Dios no podía serles adversa y en sus manos quedaba el futuro.

El lunes por la mañana, poco antes de partir por la Vía Egnatia bordeando las costas del mar de Mármara para embarcar en algún puerto de Tracia hacia Roma, un delegado imperial se presentó en la residencia del cardenal Humberto con cuantiosos regalos para todos los miembros de la embajada romana, para el propio papa y las iglesias de la Ciudad Eterna. Humberto se quedó perplejo ante la magnificencia de los regalos. Sobre una carreta había un cofre que contenía una bella ágata, una espléndida pieza de seda de la mejor calidad, dos hermosos jarrones de porcelana de China, varios lujosos camafeos engastados en anillos de oro, dos valiosos candelabros de plata maciza, un magnífico rosario con perlas negras y blancas como cuentas, un gran crucifijo de oro y una delicada arqueta de oro esmaltada con escenas de la pasión de Cristo engastada con rubíes y esmeraldas. Una caja cuidadosamente embalada guardaba una figura marmórea de san Juan Evangelista portado por un águila y coronado por un ángel. Realmente esta figura era una escultura pagana que representaba la alegoría del triunfo de Germánico coronado por la diosa Victoria, procedente de un viejo templo pagano ubicado en el Augusteon. El cardenal ordenó colocar la caja y el cofre en su propio carruaje y le dijo al enviado imperial que le agradeciera en nombre de la Iglesia tan ricos presentes. A mediodía, la delegación papal enfilaba la Vía Egnatia en dirección sur.

Al día siguiente de la salida de Constantinopla de la legación papal, el patriarca regresó a su palacio. Había estado recluido varias semanas en un monasterio a orillas del mar de Mármara esperando acontecimientos y tramando la estrategia que seguir para contrarrestar el golpe de efecto de los romanos. Los agentes de Miguel Cerulario, bien adiestrados por Demetrio, estaban infiltrados en todos los barrios de la ciudad y el sistema de espías y de recogida de información que había montado el jefe de la biblioteca se mostraba tremendamente eficaz. En cuanto sucedía algo en Constantinopla, el patriarca era informado casi de inmediato.

La marcha de la legación dejaba a Cerulario las manos libres para actuar sin ninguna oposición. El emperador Constantino era un anciano de más de setenta años al que apenas quedaban unos meses de vida. La edad había aumentado su debilidad y su inseguridad y, sin el apoyo del cardenal Humberto, sería fácil obligarle a denunciar la primacía de Roma. Pero los planes de Cerulario se vieron alterados por los acontecimientos. Inesperadamente, al día siguiente de la partida de la legación papal de Constantinopla, el emperador envió un escuadrón de jinetes ligeros para que hiciera regresar al cardenal Humberto y a sus acompañantes. Los mensajeros imperiales los alcanzaron en el santuario de San Juan, en Hebdomón, a siete millas de la ciudad, y el miércoles estaban de nuevo dentro de las murallas. La misma noche del martes, Miguel Cerulario había sido informado de que los legados del papa volvían a la ciudad por indicación de Palacio. Cerulario temió un golpe de mano contra su persona y decidió precipitar los acontecimientos. Aquella noche los agentes del patriarca recorrieron las calles lanzando duras proclamas contra el papa y su iglesia, incitando a la población a que se manifestase contra los abusos de los latinos y a que se congregase en la plaza del Milion para rechazar a los romanos. Con extrema habilidad y rapidez se difundió el rumor de que retornaban a Constantinopla para insultar al pueblo bizantino y para obligarle a adoptar las costumbres latinas, abominables para los griegos. Los partidarios de Cerulario actuaron con una rapidez y diligencia encomiables. A la mañana siguiente, cuando la delegación papal se presentó ante Santa Sofía, le esperaba de nuevo una multitud, pero esta vez no estaba en silencio, como el sábado anterior, sino increpante y bulliciosa. De vez en cuándo, entre el murmullo hostil surgían algunas voces que pedían la cabeza de los latinos. Era un coro de gargantas perfectamente orquestado, con los agentes del patriarca distribuidos estratégicamente entre la muchedumbre, en la cual crecía la protesta y el tumulto se agrandaba por momentos. Una facción había cercado el palacio imperial, impidiendo el acceso por la puerta principal.

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