—¿Van a matarlo? —preguntó Juan jadeando por la carrera a través de los pasillos.
—Un capitán de la guardia me ha dicho que no le harán ningún daño, pero creo que son capaces de cualquier cosa.
Cerulario fue conducido a la isla de Proconesia, en el mar de Mármara, y luego a la de Imbros, a la entrada del estrecho de los Dardanelos. Encerrado en una celda, el patriarca recibió la visita de un legado imperial:
—Beatitud —dijo el legado—, Su Majestad me envía para que consideréis vuestra actitud y renunciéis a vuestra dignidad patriarcal. Se os acusa de confabulación para acabar con el poder del basileus; sólo una renuncia a tiempo podría salvar vuestra vida.
—Ese emperador a quien obedeces no tiene ninguna legitimidad para encarcelar al patriarca ecuménico de Constantinopla. Es a mí a quien debe su poder y su trono. Exijo que se me libere de inmediato —clamó Cerulario.
—Beatitud, si no renunciáis no tengo más remedio que proceder a leer el pliego de acusaciones contra vos.
Cerulario se recostó en una dura silla de madera mientras el legado leía:
…Cerulario se puso a distribuir cargos —el patriarca cerró los ojos—… se atribuía él mismo poder imperial en su plenitud, a él no le faltaba más que hacerse llamar emperador —las palabras del legado sonaban lejanas en sus oídos—… perdiendo toda honra, él reunió la realeza y el sacerdocio… —no quiso oír nada más.
—¿Quién ha escrito eso? —inquirió Cerulario levantando lentamente los ojos hacia el legado.
—Ha sido el sabio Miguel Psello, por orden personal del propio emperador. Debéis saber que si no renunciáis por escrito, este edicto será publicado en toda la ciudad y se leerá en los púlpitos de todas las iglesias.
—Vete a decirle a tu emperador que Miguel Cerulario seguirá siendo patriarca de Constantinopla mientras viva —cortó de manera tajante al legado, que inclinando la cabeza a modo de saludo salió de la celda.
Ante la negativa de Cerulario a renunciar, Psello visitó a Demetrio en la biblioteca:
—Querido amigo —dijo Psello—, hoy vengo a visitaros por razones muy distintas a las de costumbre. Ya sabéis que el patriarca se niega a dimitir, por lo que el emperador me encargó redactar la requisitoria para su destitución. Ha convocado un concilio en Sestos para que lo deponga y ha nombrado un tribunal para juzgarlo. Se ha difundido que Cerulario era muy aficionado a la astrología, a las ciencias ocultas y a los delirios místicos y que mantenía relaciones frecuentes con todo tipo de taumaturgos y hechiceros, especialmente con dos monjes de Quíos llamados Juan y Niceto y con la célebre vidente Dositea, que actúa a la manera de las antiguas pitonisas paganas. No tendré más remedio, a la luz de esas pruebas, que acusarle de helenismo y caldeísmo, de creer en los espíritus materiales y de seguir a los nestorianos al afirmar que la Virgen había sufrido dolores en el momento de dar a luz a Cristo.
—Bien, parece que lo van a lograr —se lamentó Demetrio—. No han podido con su voluntad y van a emplear contra él la mentira y el engaño; y vos, Psello, el más grande de los intelectuales del Imperio, vais a colaborar en esta farsa.
—No tengo otra opción. Es una época difícil para todos. Hace tiempo que mantengo una voluminosa correspondencia con personas influyentes de diversas ciudades y coincidimos en que nuestra única posibilidad de sobrevivir es actuar al servicio del emperador. Pero intentaré que vos y otros colaboradores del patriarca no seáis acusados de complicidad.
—Siempre habéis logrado estar de parte del poder.
—Siempre no —corrigió Psello a Demetrio—; recordad que he pasado algunas temporadas en el ostracismo.
—Pero al final habéis vencido, Psello.
—Al final nadie vence, Demetrio.
Mediado diciembre, agotado por el cansancio, desgastado por las emociones y debilitado por los malos tratos, moría Miguel Cerulario, patriarca ecuménico de Constantinopla. Demetrio hizo correr la noticia por toda la ciudad y ordenó a sus agentes que aclamaran por las calles el nombre del patriarca. El día de Navidad de 1058 una ingente multitud llenó la plaza del Milion reclamando su cuerpo. El emperador se vio obligado a trasladar los restos de Cerulario a Constantinopla. El dromón imperial que se usaba en las ceremonias navales descargó el sencillo ataúd de madera de ciprés en el Puerto de la Sabiduría. Delante de la iglesia de los santos Sergio y Baco esperaban el emperador, con Psello, toda la corte y un nutrido grupo de personas del palacio patriarcal entre las que estaban Demetrio y Juan. Isaac Comneno, que mostraba señales inequívocas de mala salud, rindió homenaje al féretro y condujo el cadáver entre las masas apiñadas por calles y avenidas hasta Santa Sofía. En el interior del templo se celebró un solemne oficio funerario por su alma. El nuevo patriarca, Constantino Leichudes, proclamó una fiesta anual en su honor entre las aclamaciones de la muchedumbre congregada en el templo.
Psello y Demetrio, que en las últimas semanas se sentía muy fatigado, paseaban entre los jardines bajo un tibio sol invernal. Juan seguía tras ellos a una prudente distancia, leyendo un poemario titulado Himnos de los amores divinos, escrito recientemente por Simeón el Nuevo Teólogo.
—Él sí que venció incluso después de muerto —comentó Psello deteniéndose ante un rosal en el que comenzaban a despuntar los primeros brotes.
—¿De qué le sirve ahora? —se lamentó Demetrio.
—Estoy escribiendo un elogio de Cerulario; lo he titulado Encomiodel patriarca Miguel. Quiero forjar en este discurso un lenguaje nuevo, de frases largas y nobles, a veces patético y a veces dulce, salpicado de palabras olvidadas y de sonidos imponentes que se desparramen por el texto como si no hubieran sido buscadas a propósito. He estudiado en profundidad a Demóstenes, Isócrates, Arístides, Tucídides, Platón, Plutarco y Lisias y ello me ha permitido captar lo mejor de cada uno de ellos; me ha agradado de manera especial Filostrato de Lemnos. En ocasiones el discurso debe ser duro, otras veces indulgente, ora majestuoso, ora sobrio. He logrado librarme del rigor y del módulo estilístico de cada uno de ellos, pues quiero adornar mi discurso con las cualidades de todos amalgamadas en mi estilo peculiar. El emperador está muy interesado en que se lea públicamente el día de la primera fiesta anual dedicada a Su Beatitud Miguel.
—Nunca cambiaréis, Psello —dijo Demetrio—; sabéis acomodaros mejor que nadie a las nuevas circunstancias.
—Es algo que se aprende. Saber adaptarse a una situación, ser dúctil, es muchas veces la razón éxito… o incluso de la vida.
—No creo que en vuestro interior estéis de acuerdo con ello; vuestra voluntad…
No pudo continuar, Demetrio cayó en redondo al suelo con las manos asidas a su pecho.
—¡Demetrio, Demetrio! —exclamó Psello agachándose para intentar sostener al jefe la biblioteca.
—¡Mi señor, mi señor! —gritó Juan que corrió presuroso hasta su lado.
Demetrio jadeaba, con los ojos entreabiertos y un rictus de muerte en los labios.
Con ayuda de unos sirvientes lo trasladaron a la enfermería; allí consiguieron reanimarlo a base de fuertes golpes en el esternón. Al día siguiente lo instalaron en su aposento, donde un médico de la Universidad, amigo personal de Psello, lo visitó y lo exploró minuciosamente.
—No hay nada que hacer —siseó el médico a Psello en el pasillo—, su corazón ha dicho basta y creo que pronto dejará de latir.
—Es el hombre más sabio que conozco —afirmó Psello, al que se le aguaron los ojos aunque sin llegar a derramarse.
—Viniendo de ti ese es el mejor cumplido que puede hacerse a un hombre —dijo el médico.
Psello volvió a entrar en la estancia. Demetrio yacía recostado sobre dos mullidos almohadones, con Juan apostado junto a la cabecera. Se acercó y cogió la mano del moribundo, que abrió los ojos e intentó hablar. Juan los observaba en silencio.
—No, no digáis nada, amigo; teníais razón, sobrevivir sin más no merece la pena —asentó Psello apretando la mano de Demetrio. Se inclinó sobre él, le besó la frente y sonrió antes de salir.
Juan permanecía día y noche al lado de la cama de su protector, rechazando la comida que de vez en cuando le ofrecían. En los momentos de lucidez, Demetrio miraba con ternura al adolescente y le acariciaba los rubios cabellos; eso le reconfortaba.
A medianoche Demetrio despertó y llamó a Juan. El muchacho estaba dormitando sentado en una silla de anea con la cabeza apoyada en sus brazos sobre la mesa de estudio.
—¿Me llamabais, mi señor? —contestó Juan incorporándose raudamente.
—Sí, mi pequeño Juan. Ven a mi lado —musitó Demetrio.
Una lámpara de aceite iluminaba tenuemente la estancia. Demetrio cogió la mano del muchacho y le murmuró:
—Me queda muy poco tiempo, Juan. Este maltrecho corazón no aguanta tantas emociones. Antes de morir quiero decirte algunas cosas. Tienes ya, según creo, trece años, has dejado de ser un niño; este ha sido el quinto invierno que hemos pasado juntos. Te he visto crecer más de un palmo y te he enseñado cuanto he podido porque cuando te vi en el puerto del Cuerno de Oro, cuando descendiste de la barcaza que te traía del barrio de Pera, supe que eras el muchacho que esperaba. Has sido fiel y has aprendido pronto. Muchos estudiantes de la Universidad, cinco o seis años mayores que tú, no tienen todavía el nivel de conocimientos que has adquirido. Dominas el griego, el latín y casi el árabe y conoces la física y las matemáticas; eso me place y me estimula. Hubiera querido cambiar tu condición de esclavo y concederte la libertad, pero tu propietario legal era el patriarca y no consentía la manumisión de los siervos hasta que hubieran cumplido los quince años. Yo le pedí varias veces que te concediera la libertad, pero él no hacía nunca excepciones, ni tan siquiera con sus mejores amigos. El nuevo patriarca es también un buen amigo mío y, aunque todavía no he hablado a solas con él, espero que cuando cumplas quince años te libere de la esclavitud, una condición a la que ningún hombre debería estar sujeto. Me hubiera gustado verte como profesor en la Didaskaleion y que enseñaras en nuestra escuela patriarcal a otros muchachos —Demetrio se detuvo un momento para tomar aire y, tras respirar varias veces, prosiguió—. Voy a encomendarte una última tarea. Ve a aquel armario y abre las puertas de la parte inferior. Coge el tubo de cuero y el cuaderno de tapas bermejas y acércamelos.
—Sí, mi señor —respondió Juan.
Demetrio abrió la funda de cuero y sacó el rollo de papiro que contenía el tratado de astronomía de Aristarco de Samos.
—Acerca la lámpara —señaló a Juan—. Mira este libro; lo escribió hace más de mil años un sabio llamado Aristarco y se guardó en la biblioteca de Alejandría hasta que se incendió. Éste es uno de los pocos ejemplares que se salvaron. No sé cómo, pero llegó al monasterio de Olimpo en Bitinia; allí lo encontró Miguel Psello, quien hace dos años me lo entregó. Es un libro extraordinario. El cuaderno contiene notas mías sobre los astros y las estrellas; las he ido recogiendo durante años de observación desde la azotea. Quiero que los leas, que grabes en tu cabeza cada una de sus líneas y luego los destruyas. Aristarco afirma que la Tierra no está inmóvil, sino que gira alrededor del Sol, algo que, como sabes, rechaza la Iglesia. No debes contar a nadie el contenido del libro, a nadie; tu vida depende de ello. Pero guarda en tu memoria sus enseñanzas, quizás algún día estos descubrimientos sean aceptados por todos. No lo olvides, en cuanto lo hayas aprendido, destrúyelo.
Demetrio miró con intensa ternura al muchacho, le acarició el rostro y, fatigado por el esfuerzo, le invadió un pesado sueño. Juan lo arropó cuidadosamente y le colocó las manos sobre el pecho.
El primer rayo de sol penetró por la ventana de la habitación e incidió directamente sobre Juan, que, rendido por el cansancio, se había quedado dormido con la cabeza apoyada en la mesa. El aceite de la lámpara se había consumido y la estancia se hallaba en semipenumbra. Se anunciaba la primavera y la luz tamizada por las vidrieras de la ventana apenas iluminaba la alcoba donde estaba la cama. Miró hacia Demetrio y observó que el brazo izquierdo colgaba de uno de los laterales del lecho. Se incorporó sobresaltado y se acercó hasta la cama. El jefe de la biblioteca yacía plácidamente, como si estuviera descansando. Su rostro, inmóvil, parecía esculpido en piedra y dibujaba una sutil sonrisa. Juan supo entonces que su protector había fallecido. Se inclinó sobre él y le besó la frente. Dos perladas lágrimas recorrieron las mejillas del muchacho, que se arrodilló a la cabecera para rezar por el alma del muerto. Acabadas las oraciones, se levantó, cogió el libro y el cuaderno de la mesilla y los guardó en su bolsa. Salió de la habitación y avisó a los criados que velaban en las habitaciones contiguas.
Demetrio fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Santa Irene, al lado de la escuela patriarcal. Desde su tumba podían verse algunas ventanas de la biblioteca. Los funerales se oficiaron por el nuevo patriarca y acudieron uniformados todos los profesores de la Universidad. Miguel Psello vestía una túnica morada en señal de duelo. Mientras la tierra cubría el modesto ataúd, un coro pagado por el gremio de los libreros cantó himnos fúnebres. En la lápida de mármol, costeada por el capitán de El Viento del Ponto, se había grabado este epitafio: «Demetrio Escopleustes, manantial inagotable de sabiduría». La inscripción la había dictado Miguel Psello.
Pocos días después de la muerte de Demetrio fue nombrado jefe de la biblioteca un siniestro personaje llamado Dositeo Carenotes. De escasa inteligencia, era sin embargo muy hábil en el halago y en el medrar. Juan seguía trabajando en su cargo de ayudante, al que había ascendido el invierno pasado por decisión de Demetrio, pero Carenotes se mostraba hostil al muchacho. Una mañana lo llamó a su despacho y le dijo:
—Has de saber que las cosas han cambiado mucho en la biblioteca. Sé que eras el preferido de Demetrio, pero ahora es distinto. Tu tarea aquí no es necesaria, por lo que he creído conveniente trasladarte a otro puesto en Palacio. Desde mañana trabajarás en los jardines. Los eslavos sois amantes de los árboles y las flores, creo que esa ocupación es más apropiada para ti que la de ayudante de biblioteca.
—Pero mi señor —alegó Juan—, llevo cinco años y medio en este puesto, me he familiarizado con los libros, sé donde está cada uno de ellos y qué lectores piden según qué obras, yo…