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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (9 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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—¿Hay muchos símbolos grabados en las piedras? —inquiría excitado.

—¡Millones! —exclamaban los jornaleros divertidos—. Ten en cuenta que muchas de esas construcciones son moradas divinas, y que en sus muros se inscriben las alabanzas y todo lo bueno que el dios necesite para su vida diaria.

—¿Y qué es lo que dicen esos símbolos?

—¡Cualquiera sabe! —volvían a exclamar entre carcajadas—. Piensa, pequeño, que nosotros somos tan analfabetos como tú. Para conocer su significado deberías preguntar a alguno de esos escribas estirados, tan aficionados a meter las narices en todo.

Los segadores asentían entre risas, e incluso Kai se mostraba de acuerdo con ellos y les mostraba sus encías.

—Tu padre tiene mucha razón. Cuanto más lejos de ellos, tanto mejor para ti. Es preferible que no sepan de tu existencia; en cuanto toman nota de ti estás perdido. El cálamo que manejan tiene más poder que los arcos nubios.

Semejantes comentarios cubrían el corazón del chiquillo con toda suerte de enigmáticos pensamientos. El mundo que rodeaba a los escribas era tan misterioso que se sentía subyugado. En su fuero interno estaba convencido de que existía algún pacto secreto entre ellos y el divino Thot, a fin de que este les enseñara sus infinitos conocimientos. Un trato sagrado, o algo parecido, en virtud del cual se sentían imbuidos por el conocimiento; nada había como aquell ca cconoo, y por eso eran tan temidos.

—Mira nuestras manos —le decían los jornaleros a la vez que mostraban sus palmas—. Están tan duras como las piedras de las que te hablamos. —Sin poder evitarlo, el pequeño observó las suyas, pues estaban doloridas y con incipientes callosidades—. Algún día las tendrás como nosotros, y los únicos símbolos que verás grabados en ellas serán los de tu esfuerzo —le indicaban orgullosos.

Así transcurrieron las veladas durante la siega de aquel año, bajo el manto que Nut les proporcionaba y los sonidos propios del campo en las noches de verano. La diosa les mostraba su vientre plagado de estrellas, y el ambiente se saturaba con la fragancia de las adelfillas y los arbustos de alheña. No había mejor invitación al sueño que aquello, y tras dar cuenta de la cena y de la excelente cerveza que Repyt preparaba, los jornaleros se tumbaban al raso para dejar que sus ojos se cerraran bajo el fulgor de mil luceros.

Neferhor se acostaba sobre su estera, bajo la ventana, y recordaba todas las historias que aquellos hombres le habían contado, a la vez que imaginaba cómo sería el mundo más allá de los campos en los que vivían. Así se dormía; entre ilusiones imposibles y los habituales ronquidos de su padre, de los que Kai no se olvidaba ni una sola noche.

El último día de trabajo hubo un gran revuelo; un ir y venir de funcionarios que dieron a la mañana un matiz de sobresalto. Poco tardó el viejo Kai en darse cuenta de que algo ocurría y, visto el nerviosismo de los escribas, llegó al convencimiento de que aquello no auguraba nada bueno para él. Si había problemas, los bastonazos se repartirían en la misma dirección.

Fue a media mañana cuando llegaron noticias de lo que pasaba. Uno de los jornaleros vino a avisarle de que altos dignatarios del clero de Amón habían llegado a Ipu sin que nadie los esperara.

—Han visto su barco en el río, y se dice que visitarán los campos —señaló el segador, agitado.

Kai notó que le temblaban las piernas.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó al punto sin ocultar su nerviosismo.

—No lo sé —respondió el jornalero, encogiéndose de hombros—, pero parece que son personas principales.

El viejo se rascó la cabeza y enseguida comprendió el porqué del ajetreo de aquella mañana. Fueran quienes fuesen los recién llegados, estos habían desatado el nerviosismo entre los funcionarios. En ocasiones, los propietarios de las granjas mandaban supervisores para comprobar el buen hacer de sus empleados locales y las posibles irregularidades. En su caso, el Templo de Karnak enviaba a algún inspector superior para que determinara si el rendimiento de sus posesiones era el adecuado o si, por el contrario, hallaba arbitrariedades o algún signo que invitara a pensar en la existencia de infracciones. Para ello estudiaban minuciosamente toda la documentación relativa a sus propiedades, que obraba en poder del máximo responsable nombrado por el Templo. Luego comprobaban que las lindes permanecían inalteradas y que las granjas se encontraban en orden.

Como era bien sabido, en aquel nomo la autoridad sobre las posesiones de Amón la ostentaba Pepynakht, y era a él a quien pedirían cuentas.

Kai se regodeó interiormente al comprobar la desazón que demostraban los escribas. No había nada que atemorizara más a un escriba que ser inspeccionado por otro de rango superior. Hacía muchos años que no había una inspección general, y durante todo aquel tiempo los abusos se habían multiplicado, como bien sabía. El viejo se imaginó la cara de Hekaib al ser informado de aquella inesperada visita, y también el temor que le invadiría, pues sus atropellos alcanzaban a todas las granjas.

Sin embargo, Kai conocía de sobra al
sehedy sesh
. Este era un tipo muy astuto, por lo que los campesinos harían bien en extremar su prudencia. La trilla ya había sido realizada, y el grano aventado. Solo faltaba llenar los sacos de cereal para que todo el trabajo quedara finalizado de forma apropiada. Las previsiones se habían visto superadas, hasta el punto de haber cosechado algún
hekat
de más, y el viejo se sentía dichoso pues la tierra había vuelto a mostrarse generosa.

El muy alto Pepynakht, al que llamaban Hekaib, se encontraba en un estado cercano a la exacerbación. Tal condición no le era extraña en absoluto, ya que poseía una naturaleza colérica y una predisposición a la histeria; mas en aquel trance se había visto incapaz de controlar ambas, y el resultado no había podido ser peor para cuantos le rodeaban; ni el temido Mundo Inferior les habría parecido tan malo.

Hekaib se encontraba de visita en los campos situados al norte del nomo para inspeccionar las cosechas en aquella zona. Como cada año, aprovechaba la ocasión para hacer rendir cuentas a los arrendatarios y de paso saciar sus apetitos. Le gustaba solazarse en aquel territorio tan apartado de la capital. Era como si lejos de Ipu sus instintos se desbocaran aún más, hasta invitarle a abandonarse a ellos con facilidad. Allí era feliz, y en su corazón no había atisbo alguno de moralidad, tal y como si Maat, la diosa de la verdad y la justicia, hubiera abandonado aquellos pagos a su suerte; un lugar magnífico donde vivir, sin duda.

El
sehedy sesh
se sentía eufórico, pues las cosechas habían sido tan abundantes que esperaba sacar un buen provecho de ellas. Con todo lo que había ganado durante aquellos años de bonanza bien podía pensar en su retiro, y aquella comarca resultaría un paraíso para pasar una vejez en la que esperaba tener cubiertas todas sus necesidades; sin que nadie se acordara de él.

Sin embargo, alguno de los innumerables dioses de Kemet parecía inclinado a que esto no ocurriera. ¿Sería Maat, a la que tan indiferente se mostraba el escriba, o quizás Amón, el dios al que servía, el que se había incomodado? Que él supiera, con Maat nunca había tenido tratos, pero siempre había sido escrupuloso a la hora de cumplir sus obligaciones con el Oculto, y no veía motivo, humano ni divino, para que el señor de Karnak se sintiera enojado. Pero alguien lo había señalado, y toda aquella sensación de bienestar y buenas perspectivas de las que disfrutaba había desaparecido como por ensalmo.

Cuando vinieron a avisarle se quedó tan sorprendido que se resi co qjusstió a dar crédito a lo que escuchaba; pero al punto comprendió que no se trataba de ninguna broma, y sintió que el vientre se le descomponía. Según le aseguraba el emisario, dos altos cargos del Templo de Karnak habían llegado a Ipu para efectuar una inspección a su administración local, y lo habían hecho sin avisar. El acto de haberse presentado sin que en el nomo hubiesen tenido la más mínima noticia de ello ya era motivo suficiente para inquietarse, pero fue la identidad de los sujetos lo que realmente alarmó a Hekaib.

Naturalmente, no era la primera vez que venían a inspeccionar su labor. El
sehedy sesh
ya había tenido que aguantar en dos ocasiones a los puntillosos funcionarios de Tebas, aunque en ambas se tratara de visitas rutinarias, llevadas a cabo por personal sin ninguna relevancia. Ahora la cosa era diferente, pues los inspectores le resultaban bien conocidos por su importancia.

Dentro del complejo entramado que representaban los intereses del clero de Amón, todo se hallaba organizado hasta el mínimo detalle. En lo referente a sus propiedades y tierras, existía un departamento perfectamente jerarquizado que se ocupaba de gestionar y velar por el buen orden de dichas posesiones. Al frente de este estamento existían dos cabezas visibles: un encargado de administrar el Bajo Egipto, y otro responsable del Alto Egipto. Estos cargos atendían al nombre de administradores de los ganados y graneros de Amón y los ostentaban dos funcionarios; uno llamado Neby para el Bajo Egipto, que además era el alcalde de Menfis, y otro de nombre Amenhotep para el Alto Egipto.

Era por tanto Amenhotep la persona en quien el Templo de Karnak había delegado su poder en aquel nomo. Mas para el buen gobierno de sus tierras era necesaria toda una pléyade de funcionarios. Estos formaban parte de un estamento piramidal en el que subían o bajaban en función de sus méritos, y en cuyo vértice se encontraba el susodicho Amenhotep. Este contaba con dos hombres de su confianza para llevar a cabo su cometido. Uno era Pairi, y el otro Nebamón. El primero ostentaba el título de supervisor de los Granjeros de Amón, y el segundo el de contable de los Graneros del mismo dios. Dos cargos de la máxima importancia que habían decidido ir a visitar al inspector encargado del noveno nomo, Pepynakht.

Hekaib conocía a aquellos dos individuos. Pairi era un sacerdote
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, un purificado, de intachable moral y rectitud. A pesar de que pertenecía al bajo clero, Pairi había ascendido dentro de la administración del Templo gracias a sus grandes dotes y honradez. No era extraño que los sacerdotes
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sirvieran en áreas diferentes a las que generalmente acostumbraban. Como sacerdotes puros que eran, estaban preparados para mantener un contacto directo con el dios, bien en su asistencia diaria como auxiliares del alto clero en las liturgias sagradas, o bien en el manejo de los objetos relacionados con el culto; sin embargo, era corriente que desarrollaran otras actividades, como ocurría con Pairi. Ni que decir tiene que Hekaib lo aborrecía, ya que el sacerdote representaba la antítesis de su persona.

El otro individuo, Nebamón, era un
sehedy sesh
como él, contable de los Graneros de Amón para el Alto Egipto. Hekaib sabía muy bien que no se llegaba a un puesto como aquel sin buenos contactos y sobre todo aptitudes; y a fe que Nebamón las poseía. Este era famoso por su sagacidad y por ser ca c y como aquepaz de calcular lo que otros no podían. Decían que retenía las cifras y medidas sin dificultad, y que conocía el grano que albergaba cada silo desde Maten, en el límite con el Bajo Egipto, hasta Asuán.

Era comprensible que, al conocer la identidad de la visita, a Hekaib se le hubiera descompuesto el vientre. No era para menos con semejantes supervisores, se decía enrabietado, en tanto pateaba todo aquello que encontraba a mano. Los peores que se podían desear.

Pero, pasados los primeros momentos de enajenación, el déspota trató de poner orden en sus emociones y analizar la delicada situación en la que se encontraba. No era tan ingenuo como para creer que aquellos personajes se habían presentado por casualidad. Nada de lo que ocurría en Karnak era casual. El clero de Amón tenía ojos y oídos por todo Egipto, y si había dirigido su vista hacia el escriba era porque tenía algún motivo de sospecha.

Hekaib pensó en ello y soltó un exabrupto. Era lo que tenía el estar instalado permanentemente en la molicie. Llegaba un momento en el que uno se volvía descuidado, y los abusos acababan aflorando de una forma u otra. Habían sido años de excesos perpetrados en la más absoluta impunidad, y a la postre alguien se había ido de la lengua. No tenía duda de que, en tal caso, el delator debía de pertenecer a la burocracia local, posiblemente alguno de sus escribas, o quién sabe si alguien más poderoso. El suyo era un puesto sumamente deseado, y muchos estarían dispuestos a lo que fuese por arrebatárselo.

El
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se acarició la barbilla. También cabía la posibilidad de que algún campesino se hubiera atrevido a denunciarlo, aunque en tal caso su demanda tendría poco peso. Los castigos eran moneda común en el trabajo en el campo, y las quejas de los agricultores rara vez eran escuchadas. Además, estos conocían las terribles consecuencias que les acarrearía el osar acusarle.

Hekaib reflexionó al respecto. Durante el tiempo que llevaba al frente de su cargo siempre había sido escrupuloso y fiel cumplidor para con el Templo. Eran los labriegos y no los sacerdotes quienes habían sufrido sus atropellos, y ello le daba cierto margen de tranquilidad. Pero no debía engañarse. Él había acumulado grano procedente de aquellos campos en sus silos para beneficio propio, y si aquello salía a la luz tendría problemas.

Lo primero que hizo Hekaib fue ordenar que prepararan su barco inmediatamente. Debía partir hacia Ipu lo antes posible y no perder de vista a los supervisores. Fuera lo que fuese lo que buscaran, él lo averiguaría.

Durante su singladura, río arriba, al
sehedy sesh
se le presentaron sus peores fantasmas. Quizá fuera su mala conciencia la que los hiciera corpóreos, aunque él fuera incapaz de saberlo, o simplemente el hecho de desconocer lo que realmente ocurría. Eran tantas las faltas e injusticias que había cometido, que terminó por convertir aquellos fantasmas en toda una legión de sombras que se cernían sobre él de improviso. Mas no era el peso de sus culpas lo que le abrumaba sino su propia soberbia; el no haber reparado en que un día pudiera ser encausado.

7

Todos los campos del nomo bullían de expectación. Rumores y chismes de toda índole recorrían las veredas para desbocarse hasta dar lugar a historias inauditas. Los labriegos, tan aficionados a ellas, fantasearon para terminar por concebir fábulas dignas del mejor de los escribas aunque, eso sí, se cuidaran mucho de hacerlas públicas. La ley del silencio imperaba en aquel lugar, y ellos evitarían transgredirla, por mucho que detestaran al escriba inspector.

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