El secreto del Nilo (91 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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El escriba iba tan distraído que su corazón se hallaba libre de todo pesar o congoja. Silbaba la vieja canción que su padre acostumbraba a cantar, y que él repetía cada vez que se sentía animado. El paseo resultaba tan delicioso, que Neferhor entrecerraba de vez en cuando los ojos para dejarse acariciar por el sol y la suave brisa procedente del río. Este murmuraba sus acostumbradas palabras, aquellas que a él siempre le había gustado escuchar desde niño. No muy lejos de la orilla, un grupo de hipopótamos también las escuchaban en tanto se sumergían para asomar de nuevo sus enormes cabezas entre grandes resoplidos, y un poco más allá se encontraban los acostumbrados islotes formados por bancos de arena. Sobre estos, los cocodrilos tomaban el sol despreocupadamente, como era su costumbre, mientras las garzas reales sobrevolaban los márgenes, y los trinos de los pájaros se alzaban al cielo como una monumental orquesta rebosante de vida.

Era curioso, pero Neferhor recorría aquel camino con el corazón liviano y la sensación de que una nueva vida le esperaba detrás de cada paso. De alguna manera se había transformado en un ser ausente de cuanto le rodeaba. Poco significaban ya el dios, su corte y sus dogmas. Se sentía ajeno a todo aquello por completo, y sus únicos recuerdos eran para su familia, con la que estaba seguro que se reuniría muy pronto.

La caminata era tan agradable que el escriba pensó en la posibilidad de que el paraíso fuera así. Con seguridad no sería muy diferente, se dijo, ya que la paz que se disfrutaba y la belleza del paraje muy bien podían haber sido extraídas de los Campos del Ialú. Sin embargo el lugar era solitario, pues no se veía un alma, y el escriba consideró que aquella circunstancia no podría darse en el paraíso, ya que siempre habría alguien con quien hablar después de todos aquellos milenios.

Próximo a unos arbustos Neferhor oyó un ruido, como de ramas que se quiebran, que le sacó de su abstracción. Entonces el ensueño se desvaneció como un espejismo, y los Campos del Ialú se convirtieron en el Amenti. Frente a él, este le mostraba la puerta de acceso, y de improviso todo cuanto le rodeaba se convirtió en un paisaje tenebroso, oscuro como el final que al parecer le aguardaba.

—Hola, viejo amigo. Al fin te muestras como corresponde —señaló el
medjay
.

Frente a Neferhor, Heny se hallaba plantado en medio del camino con la mirada torva y una maza en la mano.

—En verdad que una denuncia nunca fue mejor interpuesta. Pareces salido de 󀀅alguno de los bajorrelieves de los templos que yo me encargo de destruir. Por Atón que tu osadía me sorprende incluso a mí. ¿Acaso te crees un santón, o uno de esos profetas?

El escriba enmudeció al instante, y se quedó tan lívido que su expresión arrancó una carcajada del
medjay
.

—Menuda sorpresa, ¿no es así? —se burló Heny.

Sin duda la sorpresa había sido de tal magnitud que Neferhor apenas pudo mover los labios. Simplemente había sido un iluso, y no tenía palabras que explicaran su candidez. «Juegan contigo hasta que te atrapan —recordó que le había dicho Shuty en cierta ocasión al referirse a los
medjays
—. Ellos son así.» Nunca unas palabras habían resultado tan acertadas, y ahora ya no había tiempo para lamentarse.

—Nos has obligado a recorrer medio país hasta encontrarte —oyó el escriba que le decían—, y he de confesarte que me ha asombrado tu resistencia. Aunque al final tu obstinación no signifique más que un acicate para nosotros.

Neferhor pestañeó como si tomara verdadera conciencia de su situación. Mientras le hablaba, Heny movía con suavidad la maza que sostenía de un lado a otro, para que no quedara ninguna duda acerca de cuáles eran sus intenciones. Había llegado la hora de enfrentarse a su final, y de nada valdría al escriba salir huyendo como había hecho hasta entonces. Shai le mostraba de nuevo una encrucijada, y él ya no podía volverse atrás. Con toda la parsimonia de la que fue capaz, Neferhor miró hacia la espesura de los palmerales situados a su izquierda, para intentar localizar al otro
medjay
, que de seguro estaría observándolos.

—¿Piensas escapar a través de los campos, o te lanzarás de nuevo al río, como acostumbras?

Las palabras de Heny hicieron que le volviera a prestar atención, sin embargo Neferhor continuó imperturbable.

—Hoy los hipopótamos se bañan tranquilamente en el río, y no vendrán en tu ayuda. ¿A quién invocarás? ¿A Wadjet? ¿Acudirán las cobras a tu llamada? —se mofó el
medjay
.

—Entre tú y yo no hay palabras que decir —le respondió Neferhor con tranquilidad—. Los cuarenta y dos dioses nos juzgarán cuando llegue la hora.

—¿Los cuarenta y dos dioses? —Heny lanzó una carcajada—. A mí no me condenará ninguno de esos. Siento abominación por cuanto representan. En cambio a ti sí te escucharán, y además muy pronto.

Neferhor le miró fijamente, con aquel semblante indescifrable que mostraba en tantas ocasiones, y a través de los ojos del que fuera un día su amigo notó su irrefrenable ira y también el odio que le profesaba. Allí solo quedaba encomendarse a su padre Amón, o quizás a Anubis para que tuviera a bien pasar de largo.

Todo ocurrió de improviso, y con la celeridad propia de las fieras salvajes. A Neferhor le vino a la memo󀀅yria la escena de los leopardos el día que conoció al príncipe Kaleb, pero esta vez el ataque del
medjay
resultó fulminante y el escriba apenas tuvo tiempo para esquivar el tremendo mazazo que le lanzó.

Entre juramentos y gritos contenidos Heny comenzó a descargar golpes contra Neferhor mientras este los esquivaba y retrocedía para guardar las distancias. Poco a poco llegó hasta la misma orilla en tanto su viejo amigo bramaba como un animal.

—Esta vez no te salvará el Nilo —le gritó Heny en tanto se le aproximaba con cuidado—. Pensaré en Niut y en todo lo que me arrebataste mientras te parto el cráneo.

Entonces, profiriendo un alarido, el
medjay
se lanzó sobre el escriba dispuesto a descargar el golpe definitivo. Este vio venir la maza y con una agilidad sorprendente asió la muñeca de Heny en el aire para, seguidamente, impulsarse hacia atrás e ir a caer al río con estrépito. Ambos cuerpos se sumergieron en las aguas sin dejar de forcejear. Neferhor agarraba aquel brazo con toda la fuerza de la que era capaz, sabedor de que le iba la vida en ello. Sus manos siempre habían sido fuertes, y sus dedos se cernían como trampas sobre aquella muñeca impidiéndole lanzar el golpe final. Con el agua por la cintura, Heny hizo un último esfuerzo por soltarse de aquellos dedos poderosos como resortes, pero fue inútil y en medio del forcejeo ambos contendientes perdieron pie y se hundieron en aguas más profundas.

Sin poder evitarlo Heny dejó escapar su maza, y cuando salió a la superficie de nuevo se abalanzó contra Neferhor para aferrarse a su cabeza e intentar ahogarle. El estrépito que se originó llamó la atención de las criaturas del río, y los hipopótamos observaron con curiosidad aquel chapoteo junto a la orilla, que levantaba salpicaduras y les resultaba tan desagradable. Los humanos gritaban desaforadamente, e incluso sus voces resonaban bajo el agua. Los paquidermos los odiaban, pero prefirieron continuar con su plácido baño en el centro del río.

Mientras, los que un día fueran amigos inseparables seguían luchando encarnizadamente. Neferhor era un magnífico nadador, y en cuanto Heny intentaba hundir su cabeza en el agua, el escriba se sumergía aún más para librarse de él. Durante un rato ambos pelearon hasta quedar exhaustos, y seguidamente permanecieron alejados el uno del otro, a varios metros de distancia, observándose en tanto acumulaban aire en los pulmones. Sus cabezas sobresalían de la superficie, mientras se mantenían a flote con pequeñas brazadas. La corriente no era muy fuerte, pero lo suficiente para haberlos alejado un poco de la orilla. Los dos habían vuelto al río como tantas veces hicieran de niños, aunque en esta ocasión no fuera para bañarse. Ya no había juegos entre ellos, y los recuerdos de aquellos días felices habían desaparecido hacía muchos
hentis
, Nilo abajo, como bien sabía Neferhor. Fue en ese instante cuando todo se precipitó.

El escriba se disponía a nadar hacia la orilla cuando, de repente, vio cómo la cabeza de Heny desaparecía bajo el agua, mas al momento este volvió a salir para mirarle con ojos desorbitados. Era una expresión horrible, como Neferhor nunca antes había visto en el rostro del
medjay
, que reflejaba angustia, rabia, impotencia y miedo. Un miedo atroz, el peor que puede existir, el que te arra󀀅stra a lo desconocido en un final espantoso, del que no hay salvación posible. En apenas unos segundos Heny transmitió todo eso, antes de desaparecer definitivamente en medio de un torbellino terrible. Durante un momento Neferhor pudo ver a la bestia que se lo llevaba. Era un cocodrilo enorme, como nunca antes había visto, y el escriba se estremeció mientras asistía al pavoroso final que Shai había determinado para Heny. Sobek se llevaba su cuerpo a las profundidades, pues no en vano era el señor del río. En él no imperaba más ley que la suya, y eso era todo lo que importaba.

Neferhor jamás supo a ciencia cierta por qué el cocodrilo eligió al
medjay
. Puede que su natural devoción por estos reptiles influyera en el hecho, pues nunca los había temido, o quizá se debiera a que su familia ya había pagado su tributo a Sobek el día en que uno de sus hermanos había sido devorado por uno de aquellos saurios. Quién sabe si Heny, cuando lanzaba piedras a los cocodrilos desde la orilla mientras jugaban durante su infancia, se defendía sin saberlo del terrible destino que le aguardaba. A Neferhor Shai le daba otra oportunidad para que continuara por el laberinto que había trazado para él. El destino nunca dejaría de sorprenderle.

Al salir del agua el escriba elevó sus brazos al cielo en señal de agradecimiento, y en aquellos momentos creyó ver la mano del Oculto en cuanto había acontecido; un milagro más que solo el rey de los dioses podía realizar. Amón ordenaba la Tierra Negra y Neferhor se marchó de allí abrumado por el horror que había presenciado, y también por la magia que en verdad parecía envolverle.

15

Ipet Sut le recibió con voz callada y el sórdido rumor del abandono. Sus muros habían enmudecido hacía mucho tiempo y de su interior solo provenían los graznidos de las rapaces y los ladridos de los perros. Karnak parecía dejado a su suerte y, aun así, Neferhor se emocionó cuando sus manos acariciaron los ladrillos de las viejas murallas que formaban los conocidos oleajes que se dibujaban en toda su extensión, como símbolo de que el templo que se hallaba en su interior había surgido de las aguas primordiales, de donde nada existía, del caos, para formar la primera colina desde donde se extendió toda la vida. La enorme escultura de ocho metros de anchura se mantenía en pie, todavía desafiante a las nuevas leyes; al dios que le había declarado la guerra.

Caía la tarde, y el escriba no pudo evitar dirigir su mirada al oeste, hacia los altos farallones que se elevaban al otro lado del río donde señoreaba «la que ama el silencio». En sus valles se habían hecho enterrar los grandes reyes que gobernaron aquella tierra, y en sus fértiles campiñas, al pie de las estribaciones, sus templos funerarios, los de Millones de Años, se extendían a lo largo de varios
iterus
como recuerdo de su poder y gloria. Per Hai se situaba junto a ellos, y Neferhor no pudo evitar emocionarse con los recuerdos que acudieron a él sin proponérselo.

Gran parte de su vida había discurrido entre aquellos parajes, y al volver a tocar la piedra de los muros junto a los que se encontraba sintió un estremecimiento que le llegó muy dentro, hasta embargarle por el sentimiento.

El lugar estaba tan solita3rio como le habían advertido, aunque se hubiera resistido a creerlo. En la parte sur de la muralla donde se hallaba, la gran puerta
[45]
que Nebmaatra empezara un día a construir era una buena muestra de lo que el escriba podía esperar ver en el interior del recinto. Él recordaba aquellas obras, y también el proyecto que uniría el templo de Karnak con el de Luxor a través de una avenida de esfinges, pero ahora el santuario estaba abandonado.

Todo se perdía en el pasado, en una época en la que Egipto era grandioso y los señores que lo gobernaban representaban una verdadera reencarnación de Horus en las Dos Tierras. Ellos habían comprendido cuál era el equilibrio de las cosas, y con su sabiduría se habían erigido como fiel de una balanza que había sido dispuesta por los dioses primigenios desde tiempos remotos.

Todavía emocionado, Neferhor traspasó aquella puerta inconclusa para penetrar en el universo que para él significaba aquel templo. No había nada que se le pudiera comparar. Ningún palacio ni mansión de Millones de Años, cubiertos de oro y plata, podían igualarse a la morada del Oculto. Esta iba mucho más allá de las riquezas del hombre, de sus joyas preciosas o tesoros traídos de ignotas tierras. Allí las piedras hablaban por sí mismas el lenguaje de lo eterno, y mientras los obeliscos se elevaban al cielo para pregonar su magnificencia, el aire se llenaba de una fragancia que solo era posible respirar en aquel lugar. Olía a milenios, a sabiduría, a textos ancestrales, a misterios ocultos, a santidad… Era un aroma que Neferhor conocía bien, y al captarlo de nuevo, después de tantos años, entrecerró los ojos para deleitarse con él, con su significado, sin importarle acabar embriagado por sus efectos. Se trataba de un néctar cien veces más poderoso que el
shedeh
, ante el cual no cabía más que abandonarse para empaparse de sus efluvios, aquellos que solo los iniciados podían percibir en su justa medida. Amón elegía a sus hijos y el escriba daba buena fe de ello en aquella hora en la que regresaba al «más selecto de los lugares», aunque no hubiera acólito alguno para recibirle.

Karnak se hallaba en manos del desamparo, pero Neferhor se adentró en él sin importarle su lamentable estado. Las malas hierbas crecían por doquier, y muchos de los bajorrelieves que cubrían los sagrados muros se encontraban destruidos por el golpe del cincel. La palabra del dios había sido borrada hasta donde la ignorancia de los hombres había sido capaz, y estos habían llegado a convertir sus sacrosantas salas en lugares de blasfemia en la que hicieron gala de su brutalidad. Así, Ipet Sut se había transformado en establo para sus bestias, en un vulgar matadero de reses, en un emplazamiento en el que poder satisfacer los apetitos más bajos, pues cuando la barbarie se apodera del alma del ser humano, esta pierde su esencia divina.

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