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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (10 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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Zamorano se quedó pensativo unos instantes. Aprovechó para beber un trago de vino y limpiarse la boca para, después, separar la silla y ponerse de pie, clavando los nudillos sobre la mesa. Echó un vistazo a su alrededor, observando la curiosidad con que se esperaban sus palabras, y dudó qué decir a un auditorio formado, en su gran mayoría, por hombres de edad, mujeres, algún niño, cuatro jovenzuelos, un cura, un posadero y unos pocos hombres más. Se tomó un tiempo demasiado largo antes de responder, mientras repasaba a su auditorio.

—La patria, señor cura, espera vencer al invasor y el regreso a Madrid de Su Majestad el rey don Fernando, a quien Dios guarde. Por ahora, la victoria es un encargo de la nación a sus ejércitos, y nosotros seremos quienes la logremos. Pero a todos los españoles, en un momento como este, se les pide, mejor dicho, se les exige, la máxima colaboración.

—A eso vamos —insistió el cura—. Porque este bolo de aquí, el Críspulo, dice que hay que tomar las armas…

—¡Eso es! —gritó el aludido.

—¡Ahora, a callar! —vociferó el clérigo. Y siguió—: Y ese otro, el Agapito, opina que nosotros a lo nuestro, a labrar las tierras y a rezar, y que de las guerras se ocupen los militares, que es su oficio.

—¡Eso digo! —remachó, entre un clamor de voces que crecía.

—Bien, bien… —alzó las manos y la voz Zamorano, imponiendo silencio. E improvisó—: Mi opinión, o mejor dicho, mis órdenes, son que por ahora vuelvan a su trabajo y que permanezcan alerta. Cualquier información, tanto si se trata de movimientos de tropas extranjeras como de correos enemigos, debe ser comunicada de inmediato al mando militar más cercano. Eso es todo.

—¡Pero no vamos a quedarnos con los brazos cruzados! —insistió Críspulo—. El Bando del alcalde de Móstoles…

—¡Yo opino como el Críspulo! —se alzó una voz. Y otras, con estrépito, la corearon.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —terció otra vez el capitán—. Quienes deseen alistarse, pueden incorporarse a la milicia. En tiempos de guerra, todos los voluntarios son bien recibidos.

—No creo que estemos para hacer la instrucción, capitán —dijo una mujer—. Además, a mí no me lo permitirían. ¡Ni que fuera Manuela Malasaña!

—¡Eso es! —gritó otra mujer, poniéndose en pie.

—¡Tiene razón! —afirmó una tercera.

Zamorano frunció el ceño, sorprendido. Era la segunda vez que oía ese nombre en menos de veinticuatro horas y, en ambas ocasiones, su referencia provocaba grandes emociones. Su gesto de extrañeza y asombro no pasó desapercibido para la mujer que había pronunciado aquel nombre, por lo que se adelantó para preguntar:

—¿Es que no conocéis la historia de Manuela Malasaña?

El capitán se encogió de hombros, mirando a Sartenes, que afirmó con la cabeza, demostrando que la conocía. Pero la mujer continuó:

—Yo os la referiré: Manuela se pasó todo el día de ayer a las puertas de su casa ayudando a su padre a defender el Parque de Artillería. Luchó como una valiente pero, cuando Manuela estaba dándole cartuchos a su padre, una bala extranjera la mató. De todos modos él continuó disparando contra los franceses sobre el cadáver de su hija hasta que se le acabó toda la munición. ¡A mí no me importaría comportarme como ella lo hizo!

—¡Ni a mí! —se alzó otra mujer.

—¡Ni a mí tampoco! —gritó una más.

—Bien está. —Zamorano alzó de nuevo las palmas de las manos, temiendo verse superado por la situación—. Por supuesto que es lícito combatir por cualquier medio al invasor y…

—¡No opino lo mismo, capitán! —se adelantó el cura—. Combatir en una guerra no va contra el quinto mandamiento de la ley de Dios, pero una cosa es la batalla y otra tomarse la justicia por propia mano. ¡Eso es bandidaje!

—En una guerra de liberación no hay bandidaje, señor cura —respondió Zamorano, enérgico—. Cualquier baja causada al enemigo es lícita.

—¿Matar es lícito? —gritó el clérigo—. ¡No! Dios lo dijo bien claro: «No matarás »—¡Oiga, cura: haga el favor de no mezclar a Dios en esto! —se impacientó el capitán—. Un bandido mata sin mirar quién sea la víctima, por propio provecho. Paisanos o militares, sin distinción. Y eso está mal, de acuerdo. Pero aquí no se está discutiendo eso. Lo que se ha de saber es que un patriota, cuando ocupan su país, puede convertirse en un guerrillero que realice acciones militares contra los ejércitos invasores, sea o no en el campo de batalla. Ambos causan terror, pero el bandido sin legitimidad y el guerrillero legítimamente. La diferencia moral, y de eso debería saber usted más que nadie, es evidente.

—¡Yo no he entendido muy bien lo que ha dicho, pero estoy de acuerdo con el señor capitán! —alzó la voz Críspulo.

—¡Muy bien, muy bien! —aceptó el cura—. ¡Nos prepararemos para eso en caso de ser necesario! ¡Cuente usted conmigo!

—¡Y conmigo! —gritó otra voz.

—¡Con todos nosotros! —se sucedieron las voces.

—Gracias —sonrió Zamorano—. La independencia de España queda también en vuestras manos. Pero no olvidéis lo que os he ordenado: informad de cuanto vean vuestros ojos y de cuanto oigan vuestros oídos. Y ahora, es tarde; permitidnos retirarnos a descansar. Mañana nos espera otra jornada muy larga.

Unos sonoros aplausos acompañados de unos cuantos gritos patrióticos se produjeron mientras Zamorano y Sartenes subían las escaleras camino de sus aposentos. Después los congregados recogieron sus aperos de labranza y sus armas y fueron saliendo despacio de la Venta, alborozados porque se sentían llamados a una guerra de la que no querían quedar al margen.

Por su parte, antes de llegar a las habitaciones, el capitán se detuvo en seco, miró a Sartenes y le preguntó:

—¿Conocías tú esa historia de Manuela Malasaña?

—Sí —reconoció Sartenes—. Pero no es cierta. La chica murió, pero no fue en modo alguno como lo han contado. Ni siquiera por entonces vivía su padre: ella era huérfana…

—Entonces, no lo entiendo… ¿Por qué no has intervenido?

—¿Para qué? —Sartenes encogió los hombros—. No hubiese servido de nada. Y, además, las leyendas son siempre más eficaces que la verdad: elevan la moral del pueblo, capitán: recordad al Cid. ¿No ganó una batalla muerto y todo? Pues aquí, de seguir así las cosas, el nombre de Manuela Malasaña será venerado en todas partes. —Sartenes abrió la puerta de su cuarto. Pero antes de entrar, se volvió al capitán y dijo—: Y en ese caso, ¿qué más da lo que pasara en realidad?

Zamorano no durmió bien aquella noche. Había comenzado una guerra y él se encontraba lejos de su Regimiento, separado de sus mandos y de sus tropas, ignorante de los planes que seguirían los ejércitos de Extremadura y, todo aquello, por la estúpida misión de viajar custodiando un libro vulgar que no significaba nada para él.

Ni, seguramente, para nadie, concluyó.

Pero eso fue, precisamente, lo que le impidió dormir. Aunque no pudiera aceptarlo, aquel libro tenía que representar algo, simbolizar algo, contener unas claves importantísimas para la causa del rey y, si era así, él iba a desentrañar el misterio. Necesitaba conocer el enigma que guardaba para, llegado el caso, no albergar dudas a la hora de tener que defenderlo con su propia sangre.

Se levantó de la cama y lo revisó con cuidado; volvió a acostarse y a levantarse otra vez; lo miró y remiró; le dio vueltas y más vueltas. Incluso decidió leerlo y en las siguientes horas leyó más de la mitad de sus páginas por si encontraba en alguna de ellas una explicación, o un indicio. Una frase, una palabra, algo… Pero nada descubrió. Y así, sólo al alba, cuando la claridad empezaba a pintar de azul el horizonte, cayó rendido por el sueño.

Sartenes lo despertó poco después llamándolo a voces y dando grandes golpes a su puerta. El capitán se desperezó todavía cansado, le ordenó esperar en el pasillo, se vistió sin prisa y, al cabo de unos minutos, juntos bajaron a desayunarse un tazón de leche con un buen trozo de pan untado con aceite y un trozo de queso de cabra. Al despedirse, el posadero no quiso cobrarle por la estancia: era su manera de servir a la patria, explicó. Y además le entregó un hatillo con unas pocas viandas, para el camino, que él mismo había preparado. Zamorano, agradecido, le dio un fuerte abrazo en la despedida, un gesto que el buen hombre recibió con una visible y húmeda emoción en los ojos, sin encontrar los ánimos para responder pronunciando palabra alguna.

Junto al portón de salida de la Venta del Cruce, atadas a un poste de madera, sus caballerías estaban dispuestas. Y al borde del camino, recortada su silueta por el sol que se alzaba, una mujer a caballo les esperaba también. Al verlos, espoleó al animal, lo puso a dos patas, le forzó a relinchar y lo encaró. Y, a voces, exclamó:

—¡Veo que no os gusta madrugar, capitán!

—¡Teresa! —se entusiasmó Zamorano, reconociéndola—. ¡Pero…!

—¿Nos vamos o qué? —exigió.

Y, volviendo las riendas, salió al galope, perseguida por dos jinetes que no tuvieron tiempo sino para seguir su estela dibujada por el polvo de los viejos caminos de los campos de Toledo.

5

Amaneció despacio en Bayona, como si el día se anunciase innecesario. El viejo don Carlos, que no había podido dormir un solo instante, pidió que le preparasen un baño y le sirvieran un vaso de vino dulce. Estaba visiblemente malhumorado. Doña María Luisa, deslumbrada por el sol de la mañana, se desperezó y miró a través del ventanal durante unos segundos con cierta añoranza, confortándose con la idea de que los cielos franceses eran iguales que los españoles. Después se hizo vestir y maquillar antes de abandonar el aposento y dirigirse a tomar algún alimento. Daban las nueve en el reloj cuando el matrimonio real entró en el comedor, en donde el joven rey don Fernando estaba acabando de desayunarse.

—Buenos días, hijo —doña María Luisa besó la mejilla del rey antes de tomar asiento.

—Buenos días, madre —don Fernando se limpió la comisura de los labios con la servilleta—. ¿Padre os ha permitido dormir?

—Sí, sí…, claro —balbució ella, desconcertada por lo extraño de la pregunta.

—Pues no parece que haya sido igual para los demás habitantes de la casa —sonrió el rey. Y añadió, dirigiéndose a don Carlos—: ¿Y vos, padre, por fin habéis podido conciliar el sueño?

Don Carlos no respondió. Tomó asiento a la mesa, comió una uva negra y, arrojando el resto del racimo lejos de él, pidió otro vaso de vino dulce. No quiso mirar a su hijo, que le observaba divertido. Y volvió a pedir que le llenasen el vaso, una vez vaciado.

El silencio creó una atmósfera irrespirable hasta que el duque de Hoces entró apresurado en el comedor. Se acercó a don Fernando, le dijo algo al oído y se separó, esperando respuesta.

—Padre, creo que os conviene escuchar las noticias que me trae el duque —dijo el rey, y se volvió al de Hoces—. Repite, duque, lo que acabáis de decirme.

—Malas noticias… —se azoró, mirando a don Carlos—. Ayer se produjo una grave sublevación en Madrid. Nuestros informadores hablan de más de quinientos muertos y de muchos más heridos.

—¿Una sublevación? —se sobresaltó don Carlos, y miró a su esposa—. ¿Contra quién exactamente?

—Contra la autoridad, naturalmente. —El duque de Hoces no terminó de comprender la pregunta y miró al rey don Fernando, confuso.

—Esperad, esperad… —don Carlos dejó su copa en la mesa y se dirigió a su hijo—. ¿Puede explicarme Su Majestad quién representa concretamente a la autoridad en Madrid en estos momentos?

—Pues… —titubeó el joven rey—, ¿quién va a ser? La Junta de Gobierno, el Consejo de Castilla y… los ejércitos, claro…

—¿Los ejércitos de España?

—Los ejércitos reales y las tropas al mando del mariscal Murat, sí.

—Pero…, pero… —el viejo rey no salió de su asombro, desconcertado—. ¿Queréis decirme que el pueblo se ha levantado contra nuestros ejércitos, contra la Guardia Real, contra…?

—Bueno… —volvió a titubear el duque de Hoces, ante el silencio del joven don Fernando—. Lo cierto es que la Guardia Real no ha intervenido. Y por otra parte un regimiento de nuestros ejércitos, el destacamento del Parque de Artillería en concreto, se ha sumado a la rebelión…

Doña María Luisa se tapó la boca con la servilleta, horrorizada.

—¡Mi hijo Francisco de Paula! ¡Está en Madrid!

—¡Por todos los santos, majestad! —se escandalizó don Carlos, levantándose y apoyando los nudillos en la mesa, adelantando el cuerpo hacia su hijo, como si lo acusase—. ¡Estáis permitiendo que se desencadene una guerra civil!

—No exactamente, padre. —Don Fernando se levantó y arrojó la servilleta sobre la mesa—. Os aseguro que todo sigue bajo mi control. Ven, duque, sal conmigo. Tenemos que hablar.

El rey don Fernando y su ayudante de campo, el duque de Hoces, abandonaron el comedor a buen paso. Doña María Luisa puso la mano sobre la de su esposo y lo miró, en demanda de una palabra de consuelo para aliviar su congoja. Don Carlos se dejó caer en el sillón, sin comprender qué se proponía su hijo, y calmó a su esposa, palmeándole el antebrazo con suavidad.

—Creo que Napoleón tiene razón —susurró—. España está en manos de un insensato…

Sentados en una terraza del piso principal del palacio, con vistas al mar Cantábrico y acariciados por el sol de la mañana, don Fernando y el duque de Hoces permanecían en silencio, mirando el horizonte azul que se extendía ante sus ojos. El rey meditaba con el ceño fruncido, como intentando poner orden en algunas piezas que no encajaban en todo aquello que le había sido narrado con un cierto atropello; y el duque, entre tanto, esperaba sereno con los ojos cerrados a recibir instrucciones precisas mientras disfrutaba de la caricia del sol. La brisa traía olor a sal, murmullos del puerto y algunos chirridos de gaviota disputándose restos de pescado. El joven rey se acariciaba el mentón, de modo infatigable, mientras el duque, al cabo, posaba su atención en unos pescadores que remendaban sus redes, después en una barca que se adentraba en el mar y por fin en las mujeres que trajinaban de aquí para allá, acarreando hatillos o cestas de mimbre. La placidez de la mañana contrastaba con las turbulencias que en aquellos momentos se estaban desencadenando en la cabeza del rey, buscando una respuesta.

—¡Godoy! —exclamó al fin—. ¡Ha tenido que ser Godoy!

—No os entiendo, majestad.

—Que los causantes de tanto alboroto sólo han podido ser los seguidores de Godoy, siguiendo instrucciones dictadas por él mismo. —Don Fernando se volvió hacia el duque—. ¿No te das cuenta? ¡No hay otra explicación! No puedo imaginarme al pueblo levantándose contra mí.

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