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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (8 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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Porque lo que para los franceses era una victoria, para los españoles no era sino el inicio de la revuelta: la guerra había comenzado.

Mientras amanece, hasta los buitres se adormilan. El alba es un instante de inmensa placidez en el que quedarse a vivir. Es como si no cupiese entonces la maldad, ni hubiese lugar para la venganza. Une la frontera entre el ayer consumido y el mañana que aún no ha empezado; cuando no es el tiempo de matar ni el tiempo de morir. Como una pausa en las emociones, como un bostezo. El instante cabal en que nacen los hijos que van a regar con su ciencia la tierra.

Y ese, el alba, fue el momento preciso en que dos jinetes galoparon, sin respiro, dejando el sol a sus espaldas hacia los campos abiertos, llevando en su frente dibujada una gesta. Y en las espuelas un rayo. El capitán Zamorano se lo había advertido a Sartenes:

—No te esperaré. Sigue el polvo de mi caballo u olvídate de cabalgar a mi lado.

—No os inquietéis. Iré con vos hasta el infierno.

—El infierno somos nosotros, los españoles. Pronto lo sabrá el francés…

Zamorano llevaba guardada en la retina la mirada reciente de Teresa y colgada del hombro la bolsa de cuero que debía entregar a Porlier. Con esos dos tesoros a cuestas no había dudado en ignorar los peligros de una ciudad tomada por el enemigo para rescatar su caballo del establo y cerrar los ojos, disimulando, mientras Sartenes ensillaba otro que no le pertenecía, uno joven e inquieto que pernoctaba a su lado, pintón de motas grises con crines de azabache, en todo caso demasiado inapropiado para él. El capitán pensó que tal vez les daría el alto una patrulla francesa antes de abandonar la ciudad, o acaso un pelotón de soldados españoles al servicio de Murat, pero la orden a Sartenes fue la de no detenerse, pasase lo que pasase.

—No lo olvides —insistió—: Hasta rebasada la última casa de Madrid galoparemos como si nos persiguiese la muerte. Más veloces que las malas noticias. —Y añadió—: ¿Ves esta bolsa? Si me hieren, la recoges y se la llevas al teniente coronel Díaz Porlier a Cáceres. ¿Está claro?

—Como el día.

—¿Me puedo fiar de ti?

—No —sonrió Sartenes.

—Pues más te vale hacerlo así. ¡Adelante! ¡Al galope!

Los dos jinetes cruzaron raudos y sin mirar atrás una ciudad desierta que empezaba a dorarse con el sol de mayo. Luego cruzaron el río Manzanares sin haberse topado con gente armada y después, sin detenerse un instante, se adentraron por senderos zigzagueantes que avanzaban entre huertas y sembrados en los que ya había hombres trabajando. Siempre al Oeste, sin dar respiro a las cabalgaduras. Sabiendo que en aquellas circunstancias el descanso sólo podía ser bueno para los muertos.

Zamorano pensó que hasta recorridos unos cuantos kilómetros no era prudente tomar el camino de Illescas, no fuesen a darse de bruces con alguna unidad francesa que vigilase las salidas de Madrid. Pero pasada la primera hora, cuando estaban a punto de reventar a los equinos, decidió parar y seguir a pie, para que, ahora sí, descansasen las monturas.

—Recuperemos el aliento —ordenó Zamorano—. Y busquemos agua para los caballos, que ellos no saben a qué patria sirven.

—¿Y acaso nosotros no somos criaturas de Dios? Porque digo yo que un trago, ahora…

—¿Traes almuerzo?

—¿Y cómo? Con tantas prisas… —Sartenes levantó la cabeza y oteó los alrededores. Hasta que, de repente, detuvo sus ojos en la lejanía y dijo—: Pero, esperad…

En un huerto cercano se encontraba un campesino en plena faena, con la espalda doblada sobre la tierra y el azadón horadando surcos con la perseverancia del aspa de un molino. Sartenes, sin soltar la brida de su jamelgo, se aproximó a él.

—Buenos días nos dé Dios —saludó con una gran sonrisa fingida—. ¿Qué? ¿Se avecina buena cosecha?

—Depende… —respondió el hombre incorporándose despacio y contemplándolo con el gesto adusto.

—¿Depende? ¿Tal vez no ha sido un buen año?

—El año no ha estado mal. Pero depende de las pezuñas de ese caballo, si siguen destrozándome los melones. Así es que, ¿lo sacas tú del sembrado o tendré yo mismo que deslomarte a palos?

—¡Oh, perdona, amigo mío! —Sartenes miró a su alrededor y de inmediato condujo a la montura fuera de las lindes del huerto—. ¡Lo siento mucho, de veras!

—Y…, ¿se puede saber qué desean de mí los señores? —dijo entonces el hortelano, más calmado, dirigiéndose al capitán.

—Buenos días —se adelantó Zamorano—. No sé si estarás informado de lo que ocurre en Madrid…

—¿En Madrid? ¡Y en todas partes! —Echó un vistazo alrededor, a sus tierras, con una inmensa tristeza—. ¡Maldita guerra! ¡Con lo hermoso que está! Si no sois vos, serán otros. Pero arrasarán mi melonar, seguro. Ayer tarde el alcalde de Móstoles declaró la guerra al extranjero, el señor cura nos ha leído el Bando al despuntar el sol… Claro, que lo que yo me digo: por mucho que nos liemos a pedradas, todo el mundo tendrá que parar a comer en algún momento. O sea, que mis melones…

El capitán Zamorano lo observó sorprendido. Aquel hombre estaba al tanto de las noticias antes que él. Si ya se había levantado Móstoles, pronto lo harían las demás ciudades de los alrededores, tal vez las de toda España. Las noticias, entre gentes aparentemente desinteresadas por todo lo que no fuesen ellos mismos y sus negocios, viajaban de boca en boca como si el país fuese un corro de viejas desocupadas.

—Permíteme que me presente, amigo. Soy el capitán Zamorano y este es…, es…, Sartenes, mi asistente —el capitán creyó lo más conveniente resultar amable al campesino—. ¿Podemos descansar un rato aquí, al cobijo de estas sombras? Llevamos noticias importantes a nuestros ejércitos del Oeste y el camino es largo.

—La sombra no es mía, sino del árbol. —El campesino se encogió de hombros y observó las ropas de Zamorano—. ¿Así que capitán?

—De incógnito.

—Ya. —El hombre, desconfiado, pero sin importarle en realidad de quiénes se tratase, les acompañó hasta la sombría mientras los recién llegados aseguraban los caballos a unas ramas bajas y después se acomodaban sobre unas peñas. Repitió, silabeando—: O sea, de
incónito

—El caso es que con las prisas no hemos podido proveernos de alimento alguno —comentó Sartenes, con un tono de voz indiferente, como sin dar importancia al hecho—. Así es que no podemos invitarte como hubiese sido nuestro deseo, buen hombre. Tendremos que hallar pronto una posada o…

El campesino miró al cielo. Y aunque por la altura del sol sabía que aún era temprano, creyó su deber de buen cristiano cumplir la bienaventuranza que obliga a dar de comer al hambriento y, resignado, resopló de no muy buena gana.

—No es mucho para tres —dijo mientras acercaba el morral—. Pero si no queda otro remedio compartiremos mi almuerzo.

—¡Ni hablar! —se mostró firme Sartenes—. ¡Nunca nos atreveríamos a…! ¿Verdad, mi capitán?

—El caso es que… —dudó Zamorano.

—Vamos, vamos… —comenzó el campesino a cortar una hogaza de pan con una charrasca propia de una matanza—. En mis tierras nunca pasó hambre nadie.

—En fin, si es por no desairarle… —Sartenes se abalanzó sobre el morral y extrajo una bota de vino—. ¿Puedo?

Unos minutos después no quedó nada del pan, el queso y el vino que el huertano repartió con generosidad. Durante el almuerzo había preguntado con interés cuándo creían que le invadirían sus tierras, si la guerra iba a ser duradera, si tendría que tomar las armas él también y si lo que el alcalde de Móstoles había hecho era declarar la guerra en nombre de su pueblo o en el de todos los españoles. Porque a él no le gustaban nada las guerras, había nacido campesino y moriría siéndolo, pero si había que echar a los extranjeros de España, que contasen con él, que él se apuntaría el primero.

—Porque yo no entiendo de política, capitán —concluyó—. Pero a mis tierras no viene ningún francés a decirme lo que tengo que plantar ni cómo hacerlo. Ni a mis tierras ni a mi casa. Antes las quemo…

Zamorano afirmó con la cabeza después de contestar como pudo las preguntas de su anfitrión. No conocía algunas respuestas, pero se las apañó para satisfacer al hombre con el argumento de que había asuntos de Estado a los que, como podía comprender, no debía aludir. El hombre pareció quedar satisfecho con lo que iba oyendo, a pesar de todo, y se tendió a reposar el almuerzo que, aun escaso, por ser tempranero había saciado su hambre. Y recostado, con los ojos entrecerrados, dijo:

—Nadie en mi familia fue gente de armas. Nunca salió ninguno de estas tierras ni cuando reclutaron soldadesca bien pagada para el servicio del rey. Nunca… Pero no sé por qué ahora me da en la nariz que ninguno de ellos tuvo que ver desfilar tropas extranjeras por delante de su casa. Me parece a mí que esta vez… ¿Así que de
incónito
?

—Incógnito, eso es.

—Lo que son las cosas. De infantería, de caballería, de artillería… Eso sí que lo sabía yo. Pero de
incónito

El capitán cabeceó y sonrió la tosquedad socarrona del campesino. Y a continuación se apartó de los dos hombres y volvió a sentarse unos metros más allá, resguardándose de su curiosidad. Desde su salida de Madrid estaba intrigado por conocer el contenido de la bolsa que le había entregado el caballero; ya no soportaba dilatar más el momento de descubrir de qué se trataba. «Un libro», le había dicho. Y al tacto parecía serlo. Pero, ¿cómo podía ser que un simple libro fuese de tan vital importancia? ¿Qué contendría aquel libro para obligarle a exponer la vida en protegerlo?

El misterio aumentó cuando, al abrir la bolsa y extraerlo, comprobó que, en efecto, se trataba de un ejemplar encuadernado en piel y con el título y el autor grabados con letras unciales de oro:
Fuenteovejuna
. Don Félix Lope de Vega y Carpió. Una comedia. Lo abrió y lo hojeó, sin comprender nada, buscando una carta entre sus páginas, o una cuartilla escamoteada con alguna explicación. Pero no halló nada. Tan sólo la obra teatral de Lope de Vega íntegra, de principio a fin, en una edición fechada en Madrid por el impresor Feliciano Navascués en 1776. Lo miró por delante y por detrás; lo abrió y lo volvió a cerrar. Luego desveló las páginas una a una, recorriéndolas con el pulgar para que volviesen a reunirse con las ya repasadas. Y enojado, visiblemente irritado por no encontrar un motivo para poner en jaque la vida por libro tal, lo devolvió a la bolsa, la abrochó y se la colgó otra vez del hombro.

De un salto se puso en pie y desató la cabalgadura.

—¡Nos vamos! —gritó a Sartenes.

Montó su caballo y, antes de picar espuelas y agitar las bridas, se giró al campesino que, sobresaltado por la voz malhumorada y áspera del capitán, se había incorporado de su reposo.

—Y gracias por el almuerzo, buen hombre.

—Con Dios —se despidió el paisano, sacudiendo la mano al viento.

Zamorano corrió el caballo unos cientos de metros, alocadamente. Después, como si necesitase calmar la irritación que le estaba quemando la cara y las tripas, lo puso al paso y dejó que la montura siguiese el camino, resoplando. Sartenes, que lo alcanzó al poco, cabalgó a su lado, mirándolo de reojo, pero sin atreverse a preguntar el motivo de su repentino cambio de humor. El sol estaba en todo lo alto y empezaba a picar en el cuello y a llamar a las primeras gotas de sudor. Sartenes sacó un pañuelo de un bolsillo del pantalón y se hizo una especie de diadema sobre la frente, en la que encajó el sombrero.

Ambos jinetes caminaron un largo trecho sin hablar. El capitán se había encerrado en sus pensamientos, sin lograr entender el objeto de su misión ni la trascendencia del contenido del encargo: un libro como tantos otros, sin instrucciones ni nada que le hiciese diferente a cuantos habían pasado por sus manos en tantas ocasiones. Sartenes, respetuoso, se esforzó para cabalgar a su lado sin abrir la boca, pensando apesadumbrado en qué futuro le estaría reservado junto a un hombre que no sabía nada de él y que había sido tan prudente y discreto que ni siquiera había deseado saberlo. En justa correspondencia, su actitud le parecía injusta y desconsiderada. Tendría que buscar el momento de confesarle quién era y por qué estaba ahora con él, lejos de Madrid, en lugar de calentando un catre en una celda de la cárcel.

Y tanto lamentaba no sincerarse con quien tal confianza parecía haber puesto en un desconocido que, sin darse cuenta, se sintió extremadamente triste y rezagó su cabalgadura, para no compartir el honor de viajar al lado del capitán.

—¿Ya te fatigas? —se volvió Zamorano al notar su ausencia.

—No es eso, capitán —dijo. Y luego, llegándose a su altura, suspiró—: Es que debo confesaros algo…

—Las confesiones, al cura.

—Os preguntaréis por qué estaba en la cárcel…

—No —respondió Zamorano, sin mirarlo—. No tengo por costumbre hacer esa clase de preguntas.

—Pues yo os lo diré. ¡Por un error! ¡Sí señor! ¡Por un error! Todos cometemos errores en la vida, ¿no? Pues yo también cometí uno. —Sartenes frunció los labios y afirmó con la cabeza. Luego se puso de pie en los estribos e inició su perorata—: Figuraos una feria de agricultores en la Plaza Mayor. Gente y más gente venida de toda la comarca. Y un paisano con una bolsa llena de monedas que le sobresale del fajín, a punto de perderla. ¿Lo imagináis? Pobre hombre: seguro que acababa de vender su cosecha. Y el paisano condenado a quedarse sin los dineros ganados con tanto esfuerzo para proveer el sustento de su familia. Lo perdería y lo encontraría…, ¡qué se yo! ¡Cualquier desaprensivo! Y en esto que yo me hago la siguiente composición: si esos dineros los va a encontrar alguien que no los precisa, al menos que pasen a manos de algún necesitado, como lo era yo. ¿Y qué hago entonces? Pues lo normal: sigo cauteloso al paisano, observo que la bolsa está cada vez más dispuesta a saltar de su faja y, ¡zás!: sin pensarlo la tomo en mis manos. Tiro y, ¡qué diablos!, no sale. Y, ¿os imagináis qué? ¡Pues que el gañán la llevaba afianzada a su cintura con una soga que hubiese necesitado de un rejón recién afilado para quebrarla! Y el hombre que, al forcejear, grita.

Los alguaciles que acuden. Y el pobre Sartenes, con ese enorme sentido de la justicia que tiene, y todo por hacer un favor, fijaos bien, ¿eh?, ¡por hacer un favor!, que se ve preso. ¡Mira que no haber reparado en el anclaje! ¡Un error! ¡Ya os lo dije! Esos gañanes…

—¿No callarás? —Zamorano lo observó grave.

—Ahora mismo.

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