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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (31 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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—Pero, ¡por Dios…!, ¿qué le ha hecho a este hombre, señor? —miró con repugnancia a Ansorena.

—Solicito de su honor, capitán, que me permita arreglar mi deuda con Dios y con el rey a mi manera —se limitó a contestar.

—¡Descolgad a ese hombre y llevadlo de inmediato a casa de un médico! —gritó el capitán a su tropa—. Y vos, señor, no merecéis dignidad alguna, pero no seré yo quien se interponga entre Dios y vos. Tomad mi arma.

Y entregándole el pistolón cargado, esperó sin inmutarse a que Ansorena se lo llevase a la cabeza, se apuntase a la frente y apretase el gatillo. Tampoco pestañeó cuando su casaca quedó mancillada por salpicaduras de sangre, restos de piel viva y fragmentos de masa cerebral de un cuerpo que quedó desfigurado a sus pies sin que nadie lo recogiese.

4

A esas recogidas horas de la noche, cuando al fin se empezaba a poder recobrar la calma después de un día infernal de calor, Zamorano y Teresa estaban tendidos sobre el lecho, desnudos y en silencio. A través de la ventana abierta del dormitorio podían ver temblar algunas hojas de las ramas más altas de los árboles, tal vez acariciadas por la inapreciable brisa, acaso balanceándose en busca de un aire nuevo, como necesitando abanicarse. Teresa permanecía con la mirada perdida en el ramaje, el rostro entregado a la melancolía y los labios entreabiertos, desmayados. Manuel, a su lado, buscaba en el techo cuarteado por figuras geométricas, dibujadas por la luz de la calle, una manera de decir lo que estaba pensando. Sus respiraciones quedas, sosegadas, no evidenciaban los torbellinos que se desencadenaban sin freno en la noria de sus pensamientos.

Al otro lado de la puerta, desde la sala, la voz monótona de Sartenes llegaba como un murmullo mientras, casi con total seguridad, a Ezequiel se le estaban desplomando los párpados con el ronroneo banal de la conversación de su acompañante.

—¡Es que nunca callarás, Sartenes! —alzó la voz el capitán, desde el cuarto.

—Pero si sólo le estaba preguntando con qué sueñan los ciegos de nacimiento. Porque si nunca han podido ver nada de lo que…

—¿Callarás, por lo que más quieras?

Por un momento se hizo el silencio, tras unos breves bisbiseos. El capitán se removió en la cama. Luego volvió a cambiar de postura y al fin, tras resoplar incómodo, se incorporó y apoyó medio cuerpo en el cabecero.

—Estate quieto —dijo Teresa—. Más calor tendrás cuanto más te muevas.

Zamorano respiró hondo.

—Eres muy hermosa —dijo, repasando su cuerpo desnudo con una mirada acariciadora.

—Seguro que la marquesa también…

Teresa no pestañeó. Sin alterar la expresión de su cara continuó con los ojos puestos en las copas de la arboleda, fingiendo un desinterés que no mostraban sus palabras abruptas. El capitán arrugó el entrecejo y la observó sorprendido.

—No hay ninguna marquesa.

—Pues anda que si llega a haberla…

En la penumbra del cuarto, dos diamantes se instalaron en los lagrimales de la mujer, refulgiendo contra las luces del exterior. Manuel los vio brillar y se le empedró la garganta. Se volvió hacia ella.

—Cásate conmigo.

—¿Qué? —Teresa giró la cabeza y compuso un semblante de sorpresa.

—¡Ya lo has oído! —Zamorano se sentó en la cama y puso los ojos en los suyos, como mendigando un sí—. ¿Quieres casarte conmigo?

Teresa no supo qué decir. Llevaba demasiado tiempo esperando aquellas palabras, una proposición que estaba segura de que ya nunca se produciría. La pregunta de Manuel fue tan inesperada que en el corazón se le heló un latido y a punto estuvo de sufrir un desvanecimiento. El calor le inundó el pecho como una marea, anunciando un vahído. Sus labios le demandaban sonrisas y su cabeza un segundo de reflexión para encauzar el río del desconcierto que se estaba desbordando. Sólo le contempló. Respiró hondo y movió la cabeza a un lado y otro.

—¿Y la marquesa? —dijo, para ganar ese segundo que la enloquecía.

—Estoy hablando de ti y de mí. No hay nadie más en el mundo.

Teresa se quedó anclada a su mirada, inmóvil. Pero al cabo de un instante dejó abiertas las compuertas del río, dejó que se desbordasen las aguas de su sonrisa y se abrazó a él, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, rápidos de una corriente ya imparable.

—¿Lo dices en serio?

—¡Casémonos!

—¡Sí, sí, sí y mil veces sí! —gritó Teresa, abrazándolo fuerte y llenándole el cuello y los hombros de besos, igual que minúsculas olas estrellándose contra las rocas de un río, salpicando flores de agua.

Se abrazaron, se rieron, se revolcaron entre besos y caricias… Manuel y Teresa estuvieron así hasta que, de repente, el resplandor de un rayo y la brutalidad del trueno que lo siguió les devolvió a la realidad. Y comenzó a descargar sobre la ciudad un aguacero que en un instante refrescó la estancia como si un demonio hubiese soplado desde la ventana. Teresa miró afuera y arrugó la frente. Se volvió hacia Zamorano, con la sonrisa helada, y musitó:

—No me gusta.

Él, al verla de pronto tan descompuesta, la abrazó aún más fuerte.

—Pero, ¿qué te ocurre? Es tan solo una tormenta. Con este calor es normal…

—No me gusta —repitió Teresa. Y se separó de sus brazos, se levantó, fue al armario y rebuscó entre unas sábanas dobladas. Sacó de su interior unas tijeras y se acercó de nuevo a Zamorano—. ¿Las recuerdas? Eran de la pobre Manuela, de Manuela Malasaña.

—Todavía las conservas… —afirmó el capitán.

—Sí. Y quiero que hagamos algo, Manuel —se acopló las tijeras en sus dedos y se la mostró a Zamorano—. Vamos a cortarnos cada uno un mechón de pelo y mezclémoslo. Yo lo guardaré. Para que el alma de esa niña proteja siempre nuestro deseo de estar juntos.

—No seas supersticiosa…

—¡Hagámoslo!

—Está bien, como quieras —aceptó Zamorano—. Pero no temas: es sólo una tormenta, no quiere decir nada.

Teresa, sin escuchar sus palabras, procedió a cortar un rizo de la cabellera de Zamorano y luego otro de la suya. Mezcló las guedejas sobre la palma de una de sus manos con dos dedos y luego los guardó en el cofre donde conservaba los pequeños recuerdos, algunos botones y las agujas de coser.

—Tal vez te parezca una tontería, pero ese rayo me ha producido un escalofrío, como una señal del diablo. Sólo sentí algo parecido una vez.

—Vamos, Teresa. Mañana mismo, tú y yo…

—¡Júrame que te vas a casar conmigo, Manuel! —le interrumpió ella—. ¡Júramelo!

—Amor mío…, ¿hace falta? —intentó abrazarla el capitán.

—¡Júramelo! —insistió, atemorizada.

—Te lo juro.

Y Teresa, cobijándose en sus brazos, se echó a llorar con un frío tan insoportable como el que sintió la madrugada del 2 de mayo del año anterior antes de salir a la calle para dirigirse al taller de bordadoras, el peor día de su vida.

—Bien, escuchad —el capitán alzó la voz en cuanto hubo acabado el desayuno—: Tengo que daros algunas noticias que considero importantes. En primer lugar ya sé quién puede ayudarnos a encontrar lo que buscamos: se trata de un hombre llamado Gabriel, al que todo el mundo conoce como el judío y que, de ser ciertas mis informaciones, merodea por los aledaños de la plaza de San Miguel, donde se instalan tenderetes y mercados. Este hombre tuvo hace tiempo un empleo en Palacio de cierta responsabilidad y, al parecer, odia a los franceses tanto como nosotros. Ayer, en casa de Cayetana… —el capitán carraspeó y no pudo impedir una fugaz mirada a Teresa, que ni siquiera alzó los ojos del tazón en que mojaba migas—, ayer… obtuve de buena mano esos detalles. Porque, curiosamente, la marquesa dispone también de un libro similar al nuestro, regalo del rey a su madre, creo recordar. Un libro que habla de un despecho amoroso, como el nuestro se refiere a un equipaje real. Parece que al rey nuestro señor le gusta comunicarse a través de signos como estos. Así pues…

—Hay una cosa que no entiendo —Sartenes se llevó las uñas a la coronilla—. Si alguien más sabe lo del equipaje, ese judío por ejemplo, el oro ya no seguirá en su sitio…

—No he dicho que conozca el secreto, Sartenes —Zamorano negó con la cabeza—. Sólo os digo que puede ayudarnos en nuestras pesquisas. Por supuesto sin que albergue sospechas de lo que pretendemos.

—Si es así habrá que dar con él —aceptó Sartenes.

—De acuerdo, yo le buscaré —se ofreció Ezequiel.

—Iremos los dos juntos hoy mismo —replicó el capitán—. Más ven cuatro ojos que dos.

—¿Y yo? —Sartenes alzó la frente, ofendido.

—Tú mientras tanto ayudarás a Teresa —Zamorano bajó la voz, se puso en pie y añadió de corrido y entre dientes, ruborizándose, como quien confiesa un pecado—, con quien, por cierto, voy a casarme. ¡Bueno, qué, maestro!, ¿nos vamos ya o qué?

—¿Que tú y ella…? —Ezequiel abrió los ojos con desmesura.

—¿Es cierto eso, Teresa? —Sartenes sonrió.

Teresa afirmó, sonriendo apenas. Sartenes y Ezequiel abrieron sus bocas en una amplia sonrisa y corrieron a abrazar a la novia.

—¡Felicidades, Teresa! —exclamó el maestro—. ¡Sabes que te deseo lo mejor!

—¡La novia más guapa del mundo! —gritó Sartenes—. ¿Puedo besar a la novia, eh, capitán, puedo besarla?

—Bueno, basta ya —Teresa se zafó como pudo de las efusiones de sus amigos.

—¡Puedes ayudarla en la casa y en el mercado! —respondió Zamorano—. Ya llegará el momento de los besuqueos cuando salgamos de la iglesia.

—Enhorabuena, Manuel —Ezequiel puso firme su mano en el brazo del capitán—. Creo que te mereces una mujer como esta. Me alegro por los dos. Bueno…, por los tres —se palpó la tripa, abombándola exageradamente.

—¡Pero…! —inició la protesta Teresa, que ignoraba que su prometido estuviese informado de su estado.

—¡Venga, maestro, andando! —Zamorano quiso poner fin a la algarabía de unos y a la tormenta que se avecinaba si le daba tiempo a Teresa para desencadenarla—. Volveremos para comer.

—¡Hoy lo celebraremos! —les despidió Sartenes mientras salían por la puerta.

—Pero…, ¿cómo sabía…? —quedó Teresa estupefacta, mirando la puerta que acababa de cerrarse y después a Sartenes.

—¿Saber, qué? —alzó los hombros el pícaro.

—¿Pues qué va a ser? Mi estado…

—Ay, Teresa —cabeceó Sartenes, fingiendo—. ¿Pero cuándo llegarás a calibrar con justeza la inteligencia de nuestro capitán? ¿Cuándo?

Las calles de Madrid hervían de calor a aquellas horas de la mañana y aún no habían dado las diez en el reloj. Los vecinos caminaban aprisa, como pretendiendo acabar cuanto antes con sus obligaciones y que el plomo del mediodía no les sorprendiera en pleno ajetreo. El trajín de carros, animales de tiro y de carga, chicuelos correteando, mujeres yendo o regresando de los mercados y hombres en sus oficios había convertido la ciudad en una verbena en la que nada parecía poder quedarse quieto. Las tabernas, a tal hora, aún permanecían deshabitadas, con los tasqueros adecentando los suelos, los mostradores y las mesas, rellenando frascas desde los pellejos de vino y preparando al fuego guisos y tapas para los almuerzos y las meriendas. Sólo sesteaban en sus paseos los militares de la guardia, que caminaban despacio con los mosquetones al hombro y las manos enlazadas a la espalda; sólo ellos y algunos caballeros de sombrero y botín acharolado que observaban la aparente placidez de la ciudad desde su prepotente superioridad de afrancesados.

Zamorano y Ezequiel recorrieron las calles interesándose por todo. Prado, Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, calle Mayor… El maestro se admiraba de esto o aquello, apostillaba estilos a los edificios, ampliaba información sobre los monumentos, hacía observaciones sobre el trazado de las callejas y completaba sus reflexiones con ejemplos que encontraba a su alrededor.

—Mucho parece deleitarte esta ciudad, maestro.

—Sí, capitán. Más de lo que puedas imaginar… Yo creo…, no sé, creo que todos tenemos un hogar privado, que es nuestra casa, y un hogar público: nuestra aldea, nuestro pueblo, nuestra ciudad. Pero quizá ningún otro sitio posea, como Madrid, esa cualidad hogareña, de cercanía y de calor, de un lugar a donde regresar siempre. ¿Comprendes lo que quiero decir? Es como un punto de referencia. Para mí se asemeja a un destino al que llegar y quedarse, sea cual sea el punto de partida. En mi opinión, capitán, las sensaciones de todo viajero son superficiales porque se detiene a contemplar piedras y monumentos, edificios y calles, sin rebuscar entre los ojos que le miran la calidez que no puede transmitir el granito ni el adobe. Pero cuando el viajero ha de permanecer en esta ciudad, sea cual sea la razón, parece que ya no se preocupa de vigas sino de viandas, de chinches sino de saludos de buenos días, de esa manera tan extraña que tienen los madrileños de mirar sin ver, de ignorar con curiosidad… Es como un deseo de sumar, pensando que cuantos más sean los vecinos, más fácil será hacerse dueño de una ciudad imposible que jamás se ha dejado domar. No parece que haya protocolos ni requisitos para ser madrileño; la carta de naturaleza se obtiene con el mero deseo de serlo. Nunca, nadie, en todo este tiempo, ha intentado conocer mi origen ni ha mostrado curiosidad acerca de mis intenciones de quedarme o de partir. Tal vez sea que den por hecho que me quedaré para siempre, como ellos se quedaron una vez. Extraña ciudad: no es extremadamente hermosa, ni fácil de transitar, ni cómoda para instalarse; pero debe de ser por ello, estoy seguro, por lo que sus vecinos tienen siempre una palabra recién lavada en la punta de la lengua para regalártela. ¿No te ha pasado a ti también? En la plaza o en el mercado, en la taberna y en la capilla. Sí: me gusta esta ciudad. Sería preso de ella si pudiese. Y aunque nunca llegue a estar atado a sus calles, creo que jamás podré dejar de pensar que sería un buen lugar para dejar correr los días hasta que se agoten…

—Qué cosas dices, maestro…

El capitán hizo un gesto de alejamiento con la mano porque, más allá de lo que pensaba Ezequiel, sus preocupaciones caminaban pegadas a sus asuntos personales y, también, por no perderse por los trazados urbanísticos y la arquitectura de la ciudad.

Pero al rato, se detuvo en seco para mirar fijamente al maestro e interrogarle sin palabras cuando le oyó decir:

—Y, sin embargo, parece mentira que una ciudad invadida disimule tan bien su enojo…

—¿Disimulan? —Zamorano extendió su mano y señaló a los vecinos, apuntándolos con un dedo.

—Sí, capitán, disimulan —sentenció Ezequiel—. Nunca una ciudad está conforme al convivir con sus invasores.

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