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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (46 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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—Porque es el único lenguaje que conocen, majestad —respondió solemne—. Sin estas amenazas, al anochecer todo Palacio sabría que algo se oculta en esa calle de Madrid. Y sería como llamar a un regimiento hambriento al reparto del rancho…

—De todos modos —siguió Bonaparte—, si lo supo la esposa, alguien más lo sabe ya. Los españoles son incapaces de guardar un secreto.

—Sí, sí —aceptó el mariscal—. Lo sabía alguien más: un judío amigo de la familia, de nombre Gabriel. Pero tenemos que agradecerle a vuestro ministro Ansorena un último acto de lealtad: cuando terminó de interrogarle estaba medio muerto y, por mis averiguaciones, ya no sigue en este mundo. Nadie sabe de él, su casa está abandonada. No hay duda: no sobrevivió.

—Bien —respiró confiado Bonaparte—. Y ahora, ¿qué harás, mariscal?

—Devolver a mi rey lo que le fue arrebatado, majestad.

Aquél miércoles, primer día de marzo de 1810, el rey José siguió paseando a solas por los jardines de Palacio con el mentón altivo y las manos enlazadas a la espalda. Y de pronto se descubrió a sí mismo pensando en algo que no esperaba: no lo hacía en el tesoro, ni en los problemas del reino, ni siquiera en lo odiosos que le resultaban sus mariscales. Pensaba que hasta entonces nunca había adoptado esa postura de viejo, la de caminar con las manos a la espalda. De joven nunca lo hizo; y nunca observó en los jóvenes que caminasen así. Lo hacían los viejos, sólo los viejos. Y la única explicación que encontró al fenómeno fue que, poniendo los brazos de tal forma, ensanchaban los pulmones, y los ancianos de vida gastada y pulmones rancios lo necesitaban. O sea que se estaba haciendo viejo. Una pena más que añadir a las que nunca escaseaban…

Aquella misma noche y durante todo el día siguiente se prepararon los planes para ir en busca del equipaje real. La acción se llevaría a cabo al amanecer del tercer día. Sebastiani, por mandato de Bonaparte, se encargó de buscar la guardia más apropiada, los carros necesarios y los porteadores más fornidos, así como de establecer la estrategia para desarrollar la operación con rapidez, discreción y eficacia.

La guardia la formarían soldados marselleses de la escolta personal del rey, armados para el combate y con instrucciones precisas de salvaguardar el orden público y la mercancía, poniendo en prenda sus propias vidas. Los carros se sacarían de las cocheras reales, tirados por mulos de intendencia, y sus conductores serían soldados polacos experimentados y silenciosos. Los porteadores serían asimismo soldados marselleses del regimiento de Madrid, de artillería, por su hábito en mover la cañonería y otras piezas pesadas. Y todos debían estar dispuestos para el inicio de la operación a las siete en punto de la mañana. Él mismo, a caballo, abriría el desfile, flanqueado por uno de sus contables y su ayudante de campo, el capitán Luccini; y seguidos por dos ingenieros militares expertos en edificaciones de defensa y en descubrimiento de alojamientos ocultos.

El plan debía seguirse con la precisión de un rito masónico para que obtuviese su fruto: a las ocho se pondría en marcha el cortejo siguiendo la calle Mayor, la Puerta del Sol, la Carrera de San Jerónimo y la calle del Príncipe hasta la del Prado, girando a la izquierda para llegar hasta la del Lobo; antes de las nueve quedaría cerrada al paso y sellada la calle elegida, con la guardia apostada en sus extremos y cubriendo toda su longitud; a continuación los ingenieros iniciarían la inspección casa por casa hasta encontrar el escondite del equipaje y, una vez descubierto, se iría extrayendo y cargando en los carros con orden, disciplina y meticulosidad. Finalmente la caravana regresaría a Palacio, siguiendo el mismo itinerario del viaje de ida, para poner a los pies de su majestad los bienes que le correspondían.

Así las cosas, no era descabellado calcular las primeras horas de la tarde como momento de quedar cumplido el designio real. Así lo pensó Sebastiani y así se lo informó al rey.

—Bien, mariscal —aceptó Bonaparte. Y añadió—: Procura que el servicio cause los menos estragos posibles y, dentro de lo que sea factible, que la misión concluya sin incidentes.

—Será como vos decís, majestad.

—Pero si es necesario herir, hiere —añadió Bonaparte, tajante—. Y si es preciso matar, mata.

8

Durante el resto de aquella noche el capitán Zamorano relató a sus amigos las peripecias que le ocuparon los meses de ausencia, incluyendo el secuestro sufrido a manos de la marquesa de Laguardia, las dificultades de la huida y las precauciones que se vio obligado a tomar para lograr llegar a Madrid. Habló risueño unas veces y emocionado otras; aliviado en ocasiones y entristecido al recordar algunos pasajes. Y todo ello sin soltar ni por un momento a su hijo, que dormía plácidamente al cobijo de sus brazos con el runrún de sus confesiones, expresadas en un tono tan bajo y pausado que parecía recitar una canción de cuna.

Después que hubo narrado el penoso viaje de regreso desde algún lugar de las provincias de Segovia o de Ávila, no lo sabía con precisión, fue puesto al corriente por sus amigos de las pesquisas realizadas paso a paso en busca del equipaje del rey cautivo. Ezequiel le presentó a Gabriel y le informó de la ayuda que esperaban de él y de sus amigos, a quienes habían acudido a causa de la imposibilidad de llevar a cabo por propios medios el plan propuesto.

—Déjame hablar contigo, maestro —dijo el capitán—. Ven al cuarto.

Ambos salieron de la sala y se encerraron en el dormitorio que compartían el maestro y Sartenes. Una vez allí, los dos solos, Ezequiel se dirigió a Zamorano.

—Dime, capitán.

—No. Dime tú. —Zamorano adoptó un gesto de disgusto.

—No comprendo…

—Menos comprendo yo que hayas puesto nuestra misión en manos de…, esos…

—¿Gabriel? ¿Te refieres a Gabriel? —se sorprendió Ezequiel.

—A Gabriel y a sus amigos, sí. Pero, ¿cómo puedes fiarte de un grupo de judíos?

El maestro guiñó los ojos, intentando percibir con la máxima nitidez los perfiles del capitán y, de paso, los de sus palabras, tan inesperadas. No alcanzaba a comprender su actitud. ¿Fiarse de un grupo de judíos? ¿Era necesario explicarlo? Decididamente no entendía a dónde quería llegar el capitán con aquellas palabras.

—¿De confiar en unos judíos? ¿De eso te escandalizas?

—Así es —se reafirmó Zamorano—. No entiendo cómo has podido…

—Tal vez porque yo también soy judío, capitán —respiró hondo Ezequiel y alzó el mentón, mostrando su rostro y la limpieza de su mirada.

—¿Judío? ¿Tú eres judío, maestro? —Zamorano quedó perplejo.

—Lo soy —afirmó el maestro. Y añadió—: ¿Crees que eso cambia en algo mi lealtad hacia ti? ¿O tu confianza en mí?

—No, no, claro… —Zamorano intentó recobrarse de la noticia. Y de pronto no supo a dónde mirar—. Naturalmente que no… Pero comprende que yo no…, en fin, que nada indicaba que tú…

—No solemos llevarlo inscrito en la frente, no…

—Lo siento —musitó el capitán—. De verdad que lo siento. Tenía que haber confiado más en ti. No volverá a ocurrir. —Zamorano lo estaba pasando mal, visiblemente avergonzado. Hasta que decidió acabar con aquella situación tan enojosa para él—. Bien, bien… Ahora volvamos a la sala y continuemos nuestro trabajo. ¿Olvidado?

—Olvidado. —El maestro palmeó la espalda del capitán, con una sonrisa, y juntos regresaron a reunirse con los demás.

De nuevo juntos todos, Ezequiel le explicó que había conocido la ubicación del equipaje y la existencia de una puerta excusada en la pared del edificio. Y de inmediato coincidieron en la dificultad de recuperarlo y en la necesidad de hallar una estrategia que les permitiera alcanzar el objetivo.

—No sé cómo lo haremos —Zamorano paseó la sala con su hijo en los brazos, a quien volvió a abrazar—, pero una cosa tengo clara: lo haremos mañana mismo por la noche, antes del alba. Si podemos contar con los carros a medianoche de mañana, antes del amanecer nos dispondremos a conducirlos a ese molino del camino de Aranjuez propiedad de vuestro amigo… ¿Cómo has dicho que se llama?

—Jeremías —respondió Ezequiel.

—Jeremías, eso es. ¡Y el 4 de marzo será un día que recordará la Historia!

—¡Así será! —se encandiló Sartenes.

Ezequiel reafirmó con un golpe de cabeza. Y, tras unos segundos de silencio, añadió:

—Sin duda… Pero hay algo que me preocupa, capitán. Me temo que con el trasiego de tanta carreta y tal algarabía en plena noche se despertarán sospechas.

—A quien despertaremos será a los vecinos, sin duda —sonrió Sartenes.

—No será así si lo hacemos con extremo cuidado —Zamorano se mostró inflexible—. Ya hemos corrido bastantes peligros para acobardarnos a estas alturas por uno más; además, no sé lo que tardará esa mujer en denunciarme a los franceses, pero sé que lo hará en cuanto pueda y entonces volverán a buscarme, de inmediato. Y yo no puedo ni quiero volver a prisión —miró al pequeño Manuel dormido, con un hilo de baba corriéndole por la barbilla—. Mi hijo me necesita…

—¿Denunciarte a ti? Pero, ¿por qué va a hacer eso? —preguntó Teresa, sin comprenderlo—. ¿Cómo puede odiarte tanto…? No me lo explico…

—Dejémoslo así —replicó el capitán sin apartar los ojos de su hijo—. Esa mujer está loca; y no de amor sino de soberbia.

Durante todo el día siguiente Zamorano y Ezequiel estuvieron dándole vueltas y descartando los más diversos planes para rescatar el equipaje real. Gabriel, junto a ellos, permanecía en silencio, con la mirada perdida y la expresión concentrada, abstraída. Ligeros movimientos de los labios, como bisbiseos, delataban que algo tramaba y que buscaba, sin terminar de encontrarla, la forma de ayudarlos. Cuando a un hombre se le oye pensar se está delante de un ser humano que sufre.

Sartenes se dio cuenta y no dejó de observarlo, apenado por sus esfuerzos. Entre tanto, el capitán o el maestro exponían en alta voz propuestas que iban siendo desestimadas, una tras otra, por complicadas, estrepitosas o arriesgadas en exceso. Sólo coincidieron en señalar las cinco de la madrugada como la hora de llegar a la casa e iniciar el desvalijamiento, pero en todo lo demás no había manera de ponerse de acuerdo. Finalmente, ya cerca del anochecer, con los carros avisados y dispuestos, todos los hombres citados a las cuatro de la madrugada y el molino preparado para acoger la mercancía el día siguiente, Gabriel resopló y se puso en pie, solemne.

—Amigos, esto no está nada claro —dijo en un tono que no evidenciaba pesimismo sino desconfianza—. Permitidme que os diga que le he dado muchas vueltas a todo este asunto, he atado muchos cabos que andaban sueltos por ahí y…

—¿Qué quieres decir, Gabriel? —preguntó el maestro.

—Muy sencillo —replicó el judío—: que desde el principio supe que no buscáis documentos reales sino el mismo tesoro que hace un par de años el rey nuestro señor hizo esconder por si se le impedía el regreso después de ausentarse de España. Un equipaje, como todos sabéis, formado por muchos cofres, baúles, maletas y cajas conteniendo prendas de valor que no puedo calcular.

—¡Está bien! —se puso en pie el capitán, enfrentándose a sus ojos—. En todo caso se trata de un servicio al rey. No importa lo que encontremos sino cómo lo pondremos a disposición de su legítimo dueño. ¿O es que tú no lo crees así?

—¡Por supuesto! —el judío se irritó—. ¡Y no me gusta nada ese tono de desconfianza! ¿Por quién me ha tomado usted, señor? ¡Soy tan patriota como usted, capitán, y no le consiento la menor duda al respecto!

—¡Yo no he dicho…!

—Déjale hablar, capitán —interrumpió Ezequiel.

—De acuerdo —Zamorano se volvió, zanjando la discusión—. Siento haberte ofendido.

—Está bien. Lo que quería decir —continuó Gabriel, más tranquilo—, es que estamos ante el deber de recuperar el patrimonio de nuestro rey y por eso hay que pensar en todo. He llegado a la conclusión de que no hay ninguna posibilidad de hacer las cosas por las buenas y, como tampoco podemos dudar en estos momentos ante la adversidad, si hay que tomarlo por las malas, se toma.

—Fácil es decirlo… —suspiró el maestro.

—Tan fácil como hacerlo —insistió el judío—. Llegamos, vencemos la puerta a martillazos, cargamos con los enseres y nos vamos de allí. Tal vez se despierten algunos vecinos; bien, que se despierten: ¿qué pueden hacer? Y tal vez nos sorprenda la ronda: en ese caso serán dos guardias tan solo y malo será que no les reduzcamos antes de que haya lugar a que den aviso.

—Podría correr la sangre —advirtió Zamorano.

—Lavaremos las heridas —replicó Gabriel.

—Bravo te veo —apuntó Ezequiel.

—Nunca dejé de serlo —se ufanó el judío.

—Sea —decidió el capitán—. En todo caso tienes razón. Ninguno de nosotros ve otro camino y ese es tan bueno como cualquier otro. A las cuatro nos ponemos en marcha.

—Caramba con el judío —rezongó Sartenes—. Ni en la cárcel los conocí tan tiesos…

Procurando hacer el menor ruido posible, tres carros se detuvieron en la medianoche ante el número 2 de la calle del Lobo conducidos respectivamente por Zamorano, Ezequiel y Sartenes. Teresa montaba en el pescante, junto al capitán, con su hijo en los brazos; y los seis judíos se repartían en los carros, dos en cada uno de ellos.

Al llegar, Gabriel se bajó a toda prisa con un pico de cavar en las manos y, sin dudarlo, entró en el portal y se puso a golpear allí donde había descubierto la puerta. No tardó en desvencijarla. Algunas sonoras protestas de vecinos se oyeron en los balcones, luces de vela iluminaron unas ventanas y el llanto de un niño rompió la noche como maullido de gato. Pero nada de ello fue visto ni oído por el capitán y los suyos ante la visión estremecedora de un centenar de cofres, baúles y cajas apilados ordenadamente en aquel escondite, a la espera de ser devueltos al rey don Fernando.

Sin perder tiempo, Zamorano dio la orden de traslado. Y los nueve hombres, con la diligencia de una partida de guerrilleros y el tesón de descubridores de nuevas tierras iniciaron el transporte de bultos hasta llenar los carros.

El primero fue cargado muy pronto. Ezequiel y Teresa tomaron las riendas y, deseando buena suerte a sus compañeros, lo condujeron fuera de la calle del Lobo, en dirección al principio del camino de Aranjuez en donde quedaron en esperar al resto de la caravana.

El segundo carro costó más trabajo completarlo. Los hombres empezaban a estar cansados y algunos vecinos habían bajado a la calle en ropas de dormir para preguntar de qué se trataba todo aquello, a lo que hubo que responder construyendo excusas que sólo a Sartenes le resultaban ingeniosas.

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