El segundo imperio (18 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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—¿Y vuestro pueblo, los ramusianos, estarán también dispuestos a oír la verdad?

—Ya están empezando a oírla. La cabeza visible de mi fe en Torunn, Macrobius, cree en ella. Sólo es cuestión de tiempo que los hombres empiecen a aceptarla. Esta guerra debe terminar; los merduk y los ramusianos son hermanos en la fe, y no deberían matarse unos a otros. Su Dios es el mismo Dios, y su mensajero era un solo hombre que nos iluminó a todos.

Mehr Jirah se levantó.

—Dice que pensará en vuestras palabras. Pensará en qué debe hacer a continuación.

—No penséis durante demasiado tiempo —dijo Albrec, poniéndose también en pie.

—Ahora debemos irnos. —El merduk abrió la puerta de la celda. Cuando estaba a punto de salir, se volvió y habló por última vez.

—¿Por qué creéis que fuimos elegidos para esto?

—No lo sé. Sólo sé que lo fuimos, y que no debemos rehuir la misión que Dios nos ha asignado. Hacerlo sería la peor blasfemia que podríamos cometer. Un hombre que dedica su vida al servicio de una mentira, sabiendo que es una mentira, es ofensivo a los ojos de Dios.

Mehr Jirah se detuvo en el umbral, y asintió con la cabeza cuando Heria tradujo las palabras de Albrec. Un instante después se había ido.

—¿Creéis que hará algo? —le preguntó Albrec.

—Sí, aunque no sé qué. Es un hombre realmente piadoso, merduk o no. Es el único de todos ellos que no me trata con desprecio. No estoy segura de por qué.

«Tal vez reconoce la valía cuando la ve», pensó Albrec. Y las palabras salieron de su garganta sin desearlo conscientemente:

—Vuestro esposo en Aekir… ¿Su nombre era Corfe?

Heria permaneció muy quieta.

—¿Cómo sabéis eso?

Hubo un ruido de metal en el corredor, al otro lado de la celda de Albrec. Voces de hombres, el ruido de las botas sobre la piedra. Pero Heria no se movió.

—¿Cómo sabéis eso? —repitió.

—Le conozco. Está vivo. Heria… —Las palabras salieron atropelladamente de su boca, mientras en el exterior alguien gritaba ásperamente en merduk—. Sigue con vida. Está al mando de todos los ejércitos de Torunna. Es el comandante de los jinetes escarlata.

La frase pareció tener un peso casi físico al salir de Albrec para entrar en Heria. El monje creyó por un instante que la mujer iba a caer al suelo. Se encogió como si Albrec la hubiera golpeado y se apoyó en la puerta.

El carcelero apareció en el umbral. Parecía aterrado, y empezó a tirar de la manga de Heria mientras parloteaba en merduk. Ella se lo quitó de encima.

—¿Estáis seguro? —preguntó a Albrec.

El monje respondió con reticencia por algún motivo, pero dijo la verdad.

—Sí.

Un soldado apareció en la puerta, un oficial merduk que parecía al mismo tiempo exasperado y asustado. Se llevó consigo a Heria. La puerta se cerró de golpe, y las llaves volvieron a sonar en la cerradura. Albrec se dejó caer en la cama y se cubrió el rostro con las manos.

«Bendito Santo, ¿qué he hecho?», pensó.

Capítulo 10

Había llegado la primavera cuando avistaron en el horizonte las montañas Hebros. Hawkwood inclinó la cabeza junto al timón y dejó que las lágrimas fluyeran en silencio durante un rato, mientras otros marineros a su alrededor eran más ruidosos, dando gracias a Dios por su salvación o sollozando como niños. Incluso Murad parecía conmovido. Llegó a estrechar la mano de Hawkwood.

—En verdad sois un gran navegante, capitán. Nos habéis llevado a tierra.

Hebrion asomaba entre la neblina del amanecer, con sus montañas teñidas de rosa al contacto con la luz del sol. Habían doblado el cabo del Norte cinco días atrás, capeado una tormenta pasajera en el golfo de Hebrion, y a la sazón avanzaban por la gran bahía en forma de trébol de Abrusio, con una perfecta brisa del suroeste en la cuadra de babor. Habían pasado fuera casi ocho meses, y el valiente Águila empezaba a hundirse al fin bajo sus pies, mientras todos los hombres en condiciones se turnaban en las bombas, aunque el agua había inundado ya casi todo el sollado. Habían tenido que encadenar a Bardolin en el camarote del capitán, o se hubiera ahogado en la sentina.

Habían tenido vientos favorables durante casi todo el trayecto. A excepción de un chaparrón que había estado a punto de hundirlos, el viaje había sido rápido, y la precisión de su llegada prácticamente milagrosa. Hawkwood tenía la piel quemada y coloreada por el sol, y empuñaba el timón cubierto de harapos, con la barba y el cabello enmarañados y emblanquecidos por la sal y el viento marino, y los ojos convertidos en destellos azules, muy llamativos en un rostro tan oscuro. Con ayuda de su ballestilla, la experiencia acumulada durante toda una vida en el mar, y una dosis de buena suerte, había conseguido llevar al Águila a su puerto de origen tras uno de los viajes más largos de la historia. Y probablemente uno de los más desastrosos.

Los diecisiete miembros supervivientes de la expedición que no estaban ocupados se reunieron en la cubierta y contemplaron cómo el galeón viraba a rumbo norte–nordeste y la costa familiar se deslizaba por el lado de babor. Aún había nieve en las Hebras, pero sólo una capa muy fina, y el sol calentaba sus espaldas desnudas, no con el sofocante calor de invernadero del oeste, sino con la calidez limpia de la primavera. Podían ver las colinas de Abrusio surgiendo entre la neblina, y uno de los soldados lanzó un grito, señalando la pequeña flotilla de yolas pesqueras en el lado de estribor como si fuera una gran maravilla.

Abrusio. Y entonces distinguieron las ruinas de la Ciudad Baja, la devastación de los muelles y los frenéticos trabajos de reconstrucción en marcha. Había miles de hombres trabajando sobre millas y millas de andamios. Hawkwood y Murad se miraron. Al parecer, se habían perdido una guerra o una terrible catástrofe natural mientras estaban fuera. ¿Qué otras sorpresas les aguardaban en la antigua ciudad portuaria?

—¡Gavias en facha! —gritó Hawkwood mientras el
Águila
se deslizaba entre muelles casi desiertos, todos los cuales parecían haber sufrido algún tipo de daño.

Las Radas Interiores estaban casi vacías, aunque los astilleros parecían abarrotados de barcos de guerra, la mayor parte en reparación.

—¡Preparad la bolina!

El galeón aminoró la marcha mientras las velas se ponían en facha y perdían el viento. Había media docena de hombres en el saltillo de proa, listos para saltar a tierra con las pesadas amarras y fijarlas a los norayes. Una pequeña multitud se había concentrado en el embarcadero. Hombres que se protegían los ojos y señalaban al maltrecho barco, discutían unos con otros y meneaban la cabeza. Hawkwood sonrió. Hubo una leve sacudida cuando el
Águila
topó con los protectores de cuerda instalados en el borde de los muelles.

—¡Atadlo bien, muchachos! ¡Estamos en casa!

Los hombres saltaron por la borda y amarraron el barco. Luego se abrazaron, riendo, llorando y saltando como pilluelos bronceados y enloquecidos.

—¡Excelencia! —dijo Hawkwood con ironía—. Os he traído a casa.

El noble lo miró fijamente y sonrió.

—Nada de excelencia. Mi título expiró con la colonia, igual que el vuestro, maese Hawkwood. Moriréis siendo un plebeyo, después de todo.

Hawkwood escupió por encima de la borda del galeón.

—Puedo vivir con eso. Ahora sacad vuestro trasero aristocrático de mi barco.

No había nada en los ojos de Murad. Ni el menor indicio de camaradería o de triunfo. Nada. El noble se volvió sin más palabras y abandonó el barco. El
Águila
flotaba tan bajo en el agua que apenas había distancia de la barandilla del barco al muelle. Murad echó a andar, una figura grotesca y harapienta que provocó las miradas de la multitud. Pero nadie se atrevió a acercarse a él, pese a la curiosidad que inspiraba. Cuando Hawkwood dejó de verlo, Murad avanzaba por la extensión de tierra quemada que había sido la Ciudad Baja, con el rostro dirigido hacia las colinas, donde el palacio real de Hebrion asomaba por entre la neblina del amanecer.

«Por fin le pierdo de vista», pensó Hawkwood, y dio gracias a Dios por ello, y por muchas otras cosas.

—¿Es el
Águila gabrionesa
? ¿De verdad lo es? —gritó alguien, por encima del murmullo de la multitud.

—Sí. Lo es. Ha regresado del otro lado del mundo.

—¡Ricardo! ¡Ricardo Hawkwood! ¡Gloria a Dios!

Un hombre bajo y moreno, ricamente vestido en tonos de azul y amarillo, aunque con las ropas algo manchadas, se abrió paso entre la muchedumbre. Llevaba la cadena de un jefe de puerto.

—¡Richard! ¡Ja, ja, ja! No puedo creerlo. Has vuelto de la tumba.

Hawkwood bajó del barco y se tambaleó cuando sus pies chocaron con la piedra inmóvil del muelle, que parecía subir y bajar suavemente debajo de él.

—Galliardo —dijo con una sonrisa, y el otro hombre le estrechó la mano, sacudiéndola como si quisiera arrancarla. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Encargué una misa por ti hace seis meses —le estaba diciendo Galliardo—. Oh, Dios, Richard, ¿qué te ha pasado?

La presión de cuerpos en torno a Hawkwood resultaba casi insoportable. La mitad de los trabajadores del muelle de la zona parecían haberse concentrado en torno al
Águila
para verlo, maravillarse y escuchar su historia. Hawkwood trató de dominar su euforia por haber llegado a tierra y obligarse a pensar.

—¿Lo encontrasteis, Richard? —seguía parloteando Galliardo—. ¿De veras hay un continente en el oeste?

—Sí, lo hay, y por lo que a mí respecta puede pudrirse allí. Escucha, Galliardo, el barco está a punto de hundirse. Han reventado todas las costuras. Necesito hombres en las bombas y calafateadores que tapen los agujeros, y los necesito ahora.

—Los tendrás. Todos los carpinteros y constructores en la ciudad darían un brazo por el privilegio de trabajar en tu barco.

—Y hay otra cosa. —Hawkwood bajó la voz—. Llevo un… un cargamento que necesito desembarcar con cierta discreción. Tiene que ir a la Ciudad Alta, a palacio.

Los ojos de Galliardo brillaban de codicia.

—Ah, Richard, lo sabía. Has hecho fortuna en el oeste. Me apuesto algo a que llevas más de un millón en oro.

—No, no, no es nada de eso. Es un… un animal exótico, que capturamos para entretenimiento del rey.

—Y que vale una fortuna, me atrevo a afirmar.

Hawkwood lo dejó correr.

—Sí, Galliardo. No tiene precio.

Entonces el rostro del jefe de puerto se ensombreció.

—No sabes lo que ocurrió en Abrusio; no te has enterado, ¿verdad?

—No —dijo Hawkwood con tono fatigado—. Escucha, puedes contármelo mientras tomamos una jarra de cerveza.

Galliardo le apoyó una mano en el brazo.

—Richard, tengo algo que decirte. Tu esposa Estrella ha muerto.

Aquello le hizo detenerse en seco. La pequeña, flaca y gruñona Estrella. Apenas se había acordado de ella en medio año.

—¿Cómo? —preguntó. Sin dolor, sólo con una especie de compasión desconcertada.

—En el incendio, cuando prendieron fuego a la Ciudad Baja. Durante la guerra. Dicen que murieron más de cincuenta mil personas. Fue el infierno en la tierra.

—No —dijo Hawkwood—. Yo he visto el infierno en la tierra, y no está aquí. Ahora consígueme una brigada de calafateadores, Galliardo, antes de que el
Águila
se hunda aquí mismo.

—Estarán aquí dentro de medio reloj, no te preocupes. Escucha, ven a verme al Delfín en cuanto puedas. Ahora tengo una habitación alquilada allí, desde que se quemó mi casa.

—¿También la tuya? Dios, Galliardo, ¿es que nadie tendrá nada bueno que contarme?

—Muy poca cosa, amigo mío. Pero la noticia de tu regreso será un revulsivo para todo el puerto. Ahora ven conmigo, vamos a tomar esa cerveza.

—Déjame coger antes el diario y el libro de rutas.

Hawkwood volvió a subir al galeón y descendió por la familiar escalerilla hasta el camarote de popa. Bardolin estaba allí tumbado, una masa repugnante de llagas y cicatrices, con los ojos convertidos en destellos mortecinos en una maraña de barba y cabello. Había sangre seca sobre las cadenas, y apestaba como la jaula de un zoológico.

—Al fin en casa, ¿eh, capitán? —susurró.

—Volveré pronto, Bardolin, y traeré ayuda. Esta noche te llevaremos con Golophin. Se aloja en el palacio, ¿no es así?

Bardolin se removió.

—No, no me llevéis al palacio. Golophin tiene una torre al pie de las colinas. Es donde lleva a cabo sus investigaciones. Allí es donde debéis llevarme. Conozco el camino; pasé allí casi todos mis años de aprendiz.

—Si tú lo dices…

—Gracias por todo, capitán. Hubo un tiempo en que sólo deseaba la muerte. He tenido tiempo para pensar. Empiezo a ver que vivir puede servir de algo, después de todo.

—Ése es el espíritu. Aguanta, Bardolin. Volveré pronto.

Hawkwood apoyó una mano vacilante en el hombro de Bardolin y se marchó.

—Tienes un buen amigo en él, Bardolin —dijo Griella. Había aparecido ante él como un fantasma.

—Sí. Richard Hawkwood es un buen hombre.

—Y tiene razón. Vale la pena continuar. Vivir tiene sentido.

—Lo sé. Ahora lo comprendo.

—Y la enfermedad con la que vives… tampoco es una enfermedad. ¿Lo ves ahora?

Bardolin levantó la cabeza y la miró fijamente.

—Creo que sí, Griella. Tal vez tu amo tenga algo de razón.

—Mi amo ahora eres tú, Bardolin —dijo ella, y le besó los labios agrietados.

La residencia urbana de Murad había sobrevivido intacta a la guerra a excepción de unos cuantos agujeros de proyectil en las gruesas paredes. Cuando la pesada puerta se abrió al fin tras sus furiosas llamadas, el portero le echó un vistazo y la volvió a cerrar en sus narices. Murad estalló en un paroxismo de ira, martilleando la puerta y gritando a pleno pulmón. Finalmente se abrió una puerta lateral, y aparecieron dos robustos mozos de cocina, haciendo crujir los nudillos.

—No se admiten mendigos ni locos en esta casa. Escucha…

Murad los dejó a ambos gimiendo semiinconscientes en la calle y cruzó la puerta abierta, apartando a varios criados y llamando a gritos al mayordomo. El personal de la cocina huyó como una bandada de gansos ante un zorro, entre mujeres que gritaban que había un lunático suelto en la casa. Cuando apareció al fin el mayordomo, con un cuchillo de carnicero en la mano, Murad lo acorraló y lo miró a los ojos.

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