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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (21 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Yo estaba ya cerca de la cuerda. El aparato se iba elevando lentamente, alejándose de mí. Entonces tropecé en el camino de hielo, dando con la cabeza sobre una roca; al caerme estaba sólo a un metro de distancia de la cuerda, el extremo de la cual en aquel momento se separaba del suelo. El golpe en la cabeza me produjo la pérdida del sentido.

No pudieron ser más que unos segundos los que estuve aturdido sobre el hielo, mientras lo más precioso para mí se alejaba en las garras de aquel negro demonio, porque, cuando abrí los ojos de nuevo, Thurid y Matai Shang luchaban aún en la escala, y el aparato derivaba sólo unas cien yardas hacia el Sur, pero el extremo de la cuerda estaba ahora a treinta metros sobre el suelo.

Excitado hasta la locura por el cruel infortunio que me había hecho tropezar cuando el éxito estaba al alcance de mi mano, me lancé frenéticamente a través del espacio, y justamente debajo de la cuerda pendiente puse mis músculos terrenos a la prueba suprema.

Con un poderoso salto felino me lancé hacia arriba, hacia aquella delgada cuerda, el único camino que aún me quedaba libre para llegar hasta mi amor, que desaparecía.

A su extremo se aferraron mis dedos. Por mucho que apretaba, sentía la cuerda deslizarse entre ellos. Traté de levantar la otra mano para agarrar también la cuerda con ella; pero el cambio de postura hizo que se deslizase aún más rápidamente entre mis dedos. Lentamente sentí escapar la cuerda atormentadora.

En un momento todo cuanto había ganado se perdería; después mis dedos cogieron un nudo al extremo de la cuerda, y ya no se deslizaron más.

Con una oración de gratitud en los labios, trepé hasta la cubierta del aparato. No podía ver a Thurid ni a Matai Shang ahora; pero oía rumor de altercado, y así conocí que aún luchaban el thern por su vida y el negro por el aumento de flotación que el alivio de peso, aun de un solo cuerpo, daría al aparato.

Si Matai Shang caía antes de que yo llegase sobre cubierta, mi probabilidad de llegar a ella sería ciertamente nula, porque el negro dátor no necesitaba más que cortar la cuerda para verse libre de mí para siempre, pues el aparato flotaba sobre un precipicio, a cuyas profundidades caería mi cuerpo para ser convertido en una informe masa en cuanto Thurid cortase la cuerda.

Por fin agarré la barra del aparato, y en el mismo instante un horrible grito resonó debajo de mí, helándome la sangre en las venas, y volviendo los ojos horrorizados hacia abajo, vi una cosa que caía gritando y retorciéndose en el horrible abismo abierto a nuestros metros.

Era Matai Shang, sagrado hekkador, padre de los therns, que iba a dar cuenta de sus crímenes.

Entonces mi cabeza apareció sobre cubierta y vi a Thurid que, puñal en mano, se dirigió dando un salto hacia mí. Estaba frente al extremo del camarote, mientras yo intentaba trepar por la proa. Sólo unos pasos nos separaban. Ningún poder sobre la tierra podría izarme a la cubierta antes de que el negro furioso estuviese sobre mí.

Mi fin había llegado; lo sabía; pero si hubiese tenido la menor duda, la fea mueca de triunfo del perverso negro me hubiese convencido de ello.

Detrás de Thurid podía ver a mi amada Dejah Thoris, con los ojos horrorizados, abiertos de par en par, luchando con sus ligaduras. Que se viese obligada a ser testigo de mi terrible muerte, hacía que mi triste suerte me pareciese aún más cruel. Cesé en mis esfuerzos para trepar por la borda, me agarré con fuerza a la barra con la mano izquierda y saqué el puñal.

Moriría como había vivido: luchando. Al llegar Thurid frente a la puerta del camarote, un nuevo personaje apareció en la sombría tragedia que se representaba sobre cubierta del averiado aparato de Matai Shang. Era Phaidor.

Con rostro sofocado, cabello desgreñado y ojos que delataban la reciente presencia de lágrimas mortales, por encima de las cuales aquella diosa siempre se había sentido, salto sobre cubierta frente a mí.

Llevaba en la mano un estrecho puñal. Eché una última mirada a mi amada princesa, sonriendo, como deben hacerlo los hombres al morir. Después volví el rostro hacia Phaidor, esperando el golpe.

Nunca vi aquel hermoso rostro más hermoso que en aquel momento. Parecía increíble que una criatura tan bella pudiese albergar dentro de su blanco pecho un corazón tan cruel e implacable; en sus maravillosos ojos brillaba una expresión que nunca había visto en ellos, una dulzura desconocida, unida a una mirada de sufrimiento.

Thurid se hallaba ahora a su lado, empujándola para llegar primero a donde yo estaba, y lo que ocurrió acaeció con tanta rapidez, que todo había terminado antes de darme cuenta de lo que sucedía. La mano izquierda de Phaidor agarró la muñeca del negro; su mano derecha se levantó con el reluciente puñal.

—¡Esto, por Matai Shang! —gritó, enterrando profundamente la hoja en el pecho del dátor—. ¡Esto, por el daño que has hecho a Dejah Thoris! —y de nuevo la afilada hoja se hundió en la blanda carne—. ¡Y esto, y esto, y esto —gritó—, por John Carter, príncipe de Helium! —y a cada palabra la afilada punta se hundía de nuevo en el vil corazón del gran bandido.

Después, en un empujón vengativo, tiró el cuerpo del Primer Nacido de la cubierta para caer en espantoso silencio tras el cuerpo de su víctima.

La sorpresa me había paralizado de tal modo, que no intenté llegar sobre cubierta durante la terrorífica escena que acababa de presenciar; pero aún tenía que causarme mayor asombro su siguiente acto, porque Phaidor me tendió la mano y ayudó a subir al aparato, donde estuve mirándola con no disimulada estupefacción.

Una triste sonrisa entreabrió sus labios, no la cruel y altiva sonrisa de la diosa, que yo tan bien conocía.

—¿Piensas, John Carter —dijo—, en qué extraña causa habrá producido este cambio en mí? Te lo diré. Es amor, amor por ti.

Y al verme fruncir el ceño, como censura a sus palabras, levantó la mano en tono de súplica.

—Espera —dijo—. Es un amor distinto al mío, es el amor de tu princesa Dejah Thoris por ti, que me ha enseñado lo que es el verdadero amor, lo que debe ser. ¡Y cuán lejos del amor verdadero era la egoísta y celosa pasión que yo sentía por ti! Ahora soy distinta. Ahora podría amar como Dejah Thoris ama, y así, pues, mi felicidad sólo puede consistir en saber que tú y ella estáis de nuevo reunidos, porque en ella solamente puedes encontrar la verdadera dicha. Pero soy desgraciada a causa del daño de que he sido causa. Tengo muchos pecados que expiar y, aunque sea inmortal, la vida es demasiado corta para reparar. Mas existe otro medio, y si Phaidor, hija del sagrado hekkador de los Sagrados Therns, ha pecado, hoy lo ha reparado en parte, y para que no dudes de la sinceridad de sus protestas y la confesión de su nuevo amor, que también incluye a Dejah Thoris, te probará su sinceridad del único modo que le queda, habiéndote salvado para otra: Phaidor te deja en sus brazos.

Con estas palabras se volvió y saltó del aparato al abismo.

Con un grito de horror me precipité, intentando en vano salvar la vida que durante dos años tan gustosamente hubiese visto terminar. Yo también llegué tarde.

Con los ojos nublados de lágrimas me volví para no ver el terrible espectáculo a mis pies.

Un momento después había soltado las esposas que sujetaban a Dejah Thoris, y mientras sus queridos brazos rodeaban mi cuello y sus labios perfectos se posaban en los míos, olvidé los horrores que había presenciado y los padecimientos que había sufrido en el encanto de mi recompensa.

CAPÍTULO XVI

El nuevo gobernante

El aparato sobre el que nos encontrábamos Dejah Thoris y yo, después de doce largos años de separación, resultó completamente inútil. Los tanques de flotación se salían. La máquina no funcionaba. Nos encontrábamos desamparados en medio del aire, sobre el hielo ártico.

El aparato había pasado del abismo que contenía los cuerpos de Matai Shang, Thurid y Phaidor, y ahora se hallaba sobre una pequeña colina. Abriendo las válvulas de escape de los tanques, le dejé descender lentamente y, al tocar tierra, Dejah Thoris y yo nos apeamos, y de la mano volvimos a atravesar el helado páramo, dirigiéndonos de nuevo a la ciudad de Kadabra.

Recorrimos lentamente el túnel que me había llevado en su auxilio, porque teníamos mucho que decirnos.

Me habló de aquel último terrible momento hacía meses, cuando la puerta de la celda de su prisión del templo del Sol se cerraba lentamente entre nosotros y, de cómo Phaidor se había precipitado sobre ella con el puñal levantado y del grito de Thuvia al darse cuenta de la traidora intención de la diosa thern. Aquel grito repercutió en mis oídos durante todos los largos y cansados meses que pasé en la incertidumbre respecto a la suerte que había deparado a mi princesa, porque yo no sabía que Thuvia le había arrancado el puñal a la hija de Matai Shang antes de que pudiera herir con él ni a Dejah Thoris ni a ella.

Me habló también de la espantosa eternidad de su encarcelamiento, del cruel odio de Phaidor y el tierno cariño de Thuvia, y de cómo, cuando la desesperación llegaba a su colmo, aquellas dos muchachas rojas siempre se habían aferrado a la misma esperanza y creencia de que John Carter encontraría el medio de libertarlas.

Poco después llegamos a la habitación de Solan. Yo había procedido sin precaución alguna, seguro de que la ciudad y el palacio estaban ya en manos de mi amigo.

Así, pues, me precipité en la cámara, y caí en medio de un grupo formado por doce nobles de la corte de Salensus Oll, que la atravesaban para dirigirse al mundo exterior por los corredores que acabábamos de recorrer.

Al vernos se detuvieron, y una funesta sonrisa se dibujó en los labios del que parecía su jefe.

—¡El autor de nuestras desgracias! —exclamó, señalándome—. Tendremos por lo menos la satisfacción de una venganza parcial al dejarnos detrás los cadáveres mutilados de los príncipes de Helium. Cuando los encuentren —prosiguió, señalando con el dedo hacia arriba— se darán cuenta de que la venganza del hombre amarillo le cuesta cara a su enemigo. Prepárate a morir, John Carter; pero, para que tu fin sea más amargo, debes saber que es posible que cambie mi intención de dar una muerte piadosa a tu princesa; es posible que la reserve para ser el juguete de mis nobles.

Yo estaba cerca del muro cubierto de instrumentos; Dejah Thoris, a mi lado. Me miró asombrada, mientras los guerreros avanzaban sobre nosotros con espadas desenvainadas, porque la mía seguía en su vaina a mi lado, y una sonrisa se dibujaba en mis labios.

Los guerreros amarillos también me miraban sorprendidos, y viendo que no hacía movimiento alguno para desenvainar, titubearon, temiendo un lazo; pero su jefe los azuzó. Cuando llegaron casi al alcance de mi espada levanté la mano y la puse sobre la brillante superficie de la gran palanca, y después, sonriendo sombríamente, les miré cara a cara.

Todos a una se detuvieron, lanzándome y lanzándose unos a otros miradas aterrorizadas.

—¡Detente! —gritó el jefe—. ¡Ni sueñas con lo que vas a hacer!

—Tienes razón —repliqué—. John Carter no sueña. Sabe, que si cualquiera de vosotros diese otro paso hacia Dejah Thoris, princesa de Helium, moverá esta palanca, y ella y yo moriremos, pero no moriremos solos.

Los nobles retrocedieron, murmurando entre sí durante unos momentos. Por fin el jefe se volvió hacia mí.

—Sigue tu camino, John Carter —dijo—, y nosotros seguiremos el nuestro.

—Los prisioneros no siguen su camino —repliqué—, y vosotros sois prisioneros, prisioneros del príncipe de Helium.

Antes de que pudiesen contestarme se abrió una puerta en el lado opuesto de la habitación, dando paso a otros veinte guerreros amarillos.

Durante un instante los nobles parecieron tranquilizarse al verlos, y después, cuando reconocieron al jefe del nuevo grupo, sus rostros se demudaron, porque era Talu, el rebelde príncipe de Marentina, y sabían que de él no podían esperar ni ayuda ni piedad.

Talu, con una sola mirada, se hizo cargo de la situación y, sonriendo, exclamó:

—Bien hecho, John Carter. Vuelves contra ellos su propio gran poder. Es una suerte para Okar que te hallases aquí para impedir su huida, porque éstos son los mayores bandidos del norte de la barrera de hielo, y éste —señalando al jefe de la partida— se hubiese hecho a sí mismo jeddak de jeddaks en lugar del difunto Salensus Oll. Entonces hubiésemos tenido un gobernante más villano aún que el odiado tirano que cayó bajo tu acero.

Los nobles okarianos se entregaron, puesto que si resistían sólo les esperaba la muerte y, escoltados por los guerreros de Talu, nos dirigimos a la gran sala de audiencia que había sido de Salensus Oll. Allí se hallaba un vasto concurso de guerreros.

Hombres rojos de Helium y Ptarth, hombres amarillos del Norte que se mezclaban con los negros del Primer Nacido que habían venido a las órdenes de mi amigo Xodar a ayudar a los que buscaban a mi princesa y a mí. Había salvajes guerreros verdes de los fondos de los mares muertos del Sur, y unos cuantos therns de piel blanca, que, habiendo renegado de su religión, juraron fidelidad a Xodar.

Estaban Tardos Mors y Mors Kajak y Carthoris, mi hijo, alto y poderoso en sus gloriosos arreos guerreros.

Estos tres se precipitaron sobre Dejah Thoris cuando entramos en la sala, y aunque todo en las vidas y educación de los marcianos reales tiende a suprimir las demostraciones vulgares, creí que la sofocarían con sus abrazos.

Y allí estaban Tars Tarkas, jeddak de Thark, y Kantos Kan, mis antiguos amigos, y saltando y tirando de mis arreos en las demostraciones de su gran cariño, estaba mi querido Woola, loco de alegría y felicidad.

Fuertes y prolongados vítores acogieron nuestra entrada; ensordecedor era el ruido de armas, mientras los veteranos de todos los climas marcianos chocaban sus aceros en alto en señal de éxito y victoria; pero, según pasaba entre la muchedumbre de nobles guerreros, jeds y jeddaks que nos aclamaban, mi corazón aún se hallaba muy pesaroso, porque faltaban dos rostros que hubiese dado mucho por ver allí: Thuvan Dihn y Thuvia de Ptarth no estaban en la sala.

Pregunté por ellos a los hombres de las distintas naciones y, por fin, por uno de los prisioneros amarillos de esta guerra supe que habían sido apresados por un oficial del palacio cuando trataban de llegar al Pozo de la Abundancia mientras yo estaba prisionero en él.

No tuve que preguntar lo que allí conducía al valeroso jeddak y a su leal hija. Mi informador dijo que ahora estaban en uno de los muchos calabozos subterráneos del palacio, en donde habían sido encerrados, mientras el tirano del Norte decidía su suerte.

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