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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (18 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Antes de que pudiese desenredarla le había yo atravesado de parte a parte, y después, volviendo a la táctica que me ha salvado en cientos de aventuras, me precipité sobre los otros dos guerreros, obligándoles a retroceder con un verdadero torrente de cortes y envites, hasta que logré inspirarles un saludable temor a la muerte.

Entonces uno de ellos empezó a gritar pidiendo socorro; pero era demasiado tarde.

Eran ya como masa en mis manos y les obligué a retroceder en la armería, hasta llevarlos a donde quise, al alcance de los aceros de los esclavos encadenados. En un instante cayeron los guerreros al suelo muertos; pero sus gritos no habían sido del todo inútiles, porque se oían otros gritos y las pisadas de muchos hombres que corrían y el ruido de armas y las órdenes de los oficiales.

—¡La puerta! ¡Pronto, John Carter, echa la barra a la puerta! —gritó Tardos Mors.

Ya se veía a la guardia cargando a través del patio descubierto, que se percibía por la puerta.

Unos segundos bastarían para que llegasen a la torre. Un solo salto me llevó al ancho portal. Dando un fuerte porrazo la cerré de golpe.

—¡La barra! —gritó Tardos Mors. Traté de deslizar el inmenso cerrojo en su sitio; pero no lograba mi intento.

—¡Levántalo un poco para soltar el gancho! —gritó uno de los hombres rojos.

Oía a los hombres amarillos saltar las losas delante de la puerta. Levanté la barra y la eché hacia la derecha justamente en el momento en que el guerrero más adelantado se echaba sobre la puerta. La barra no cedió: había llegado a tiempo, pero sólo por la fracción de un segundo.

Dediqué entonces mi atención a los prisioneros. Primero me dirigí a Tardos Mors, preguntando dónde estaban las llaves para soltar sus hierros.

—El oficial de guardia las tiene —replicó el jeddak de Helium—, y está entre los que quieren entrar. Tendrás que forzarlos.

La mayor parte de los prisioneros estaban ya batiendo sus cadenas con las armas que tenían en la mano.

Los hombres amarillos golpeaban la puerta con hachas y lanzas.

Volví a ocuparme de los hierros que sujetaban a Tardos Mors. Una y otra vez di con fuerza en el metal con mi afilada espada; pero aún más rápidamente caía el torrente de golpes sobre la puerta.

Por fin, la anilla se partió bajo mis esfuerzos, y un momento después Tardos Mors se hallaba libre, aunque algunos centímetros de cadena arrastraban de su tobillo.

Una astilla de madera que cayó de la puerta nos anunció la ventaja que lograban nuestros enemigos sobre nosotros.

Las fuertes hojas temblaban bajo el terrible ataque de los furiosos hombres amarillos.

Entre los porrazos que daban a la puerta y el golpear de los hombres rojos en sus cadenas, el estruendo en la armería era espantoso. Tan pronto como Tardos Mors se halló libre, se dedicó a ayudar a otro prisionero, mientras yo me puse a soltar a Mors Kajak.

Teníamos que darnos mucha prisa si habíamos de cortar todas las cadenas antes de que cediese la puerta. Cayó luego un entrepaño, y Mors Kajak salto a la brecha para defender la entrada hasta que tuviésemos tiempo de libertar a los demás.

Con lanzas arrancadas de la pared hizo destrozos entre los que más se adelantaban de los okarianos, mientras luchábamos con el insensato metal que aprisionaba a nuestros compañeros.

Por fin, todos los esclavos, menos uno, quedaron libres, y la puerta cayó con estrépito ante un ariete apresuradamente levantado y la horda amarilla cargó sobre nosotros.

—¡Al piso de arriba! —gritó el hombre rojo que aun estaba encadenado al suelo—. ¡Al piso de arriba! Allí podréis defender la torre contra todo Kadabra. No os detengáis por mi causa, pues yo no podía ambicionar muerte mejor que morir sirviendo a Tardos Mors y al príncipe de Helium.

Pero antes hubiera yo sacrificado la vida de todos nosotros que abandonar a un solo hombre rojo, mucho menos al héroe de corazón de banth que nos suplicaba que le dejásemos.

—Cortad sus cadenas —grité a otros dos— mientras los demás contenemos al enemigo.

Éramos ya diez para luchar con la guardia okariana, y puedo asegurar que en la antigua torre nunca se libró batalla más encarnizada que la que tuvo lugar aquel día dentro de sus sombrías paredes.

La primera ola de guerreros amarillos que se precipitó, retrocedió ante las cortantes hojas de diez veteranos de Helium. Una docena de cadáveres de okarianos bloqueaban la entrada, pero sobre la horrible barrera, más de veinte de sus compañeros se precipitaban lanzando su ronco y horrible grito de guerra.

Nos encontrábamos sobre el sangriento montón de manos a boca, apuñalando sin sitio para cortar, atacando cuando podíamos empujar un enemigo con todo el brazo, y mezcladas con el grito salvaje de los okarianos, se elevaban las gloriosas palabras: «¡Por Helium! ¡Por Helium!» que durante innumerables siglos, han espoleado a los más valientes entre los valientes a aquellos actos de valor que han extendido la fama de los héroes de Helium por el mundo entero.

Ya habían caído las cadenas del último de los hombres rojos y éramos trece para hacer frente a cada nuevo ataque de los soldados de Salensus Oll. Apenas alguno de nosotros no sangraría de numerosas heridas, pero ninguno había caído.

Veíamos entrar en el patio cientos y cientos de guerreros, y a lo largo del corredor inferior, desde el cual yo había penetrado en la armería, oíamos el ruido de armas y los gritos de los hombres.

Dentro de breves momentos nos veríamos atacados por dos sitios, y a pesar de nuestras proezas, no podríamos esperar resistir las desiguales fuerzas que de aquel modo dividirían nuestra atención y nuestro pequeño número.

—¡Al piso de arriba! —gritó Tardos Mors, y un momento después retrocedimos hacia la escalera que allí conducía.

Sostuvimos otra sangrienta batalla con los hombres amarillos que cargaron en la armería, según retrocedimos de la puerta. Allí cayó nuestro primer hombre, un noble camarada que mal podíamos perder, pero por fin todos llegaron a la escalera menos yo, que permanecí conteniendo a los okarianos, mientras los demás se ponían a salvo.

En la boca de la estrecha espiral, sólo un guerrero a la vez podía atacarme, de modo que no tuve gran dificultad en detenerlos durante el breve tiempo que fue necesario. Después, retrocediendo lentamente ante ellos, comencé el ascenso de la escalera de caracol. Todo el largo trecho hasta arriba de la torre, los guerreros me atacaron muy de cerca. Cuando uno caía ante mi acero, otro saltaba por encima del caído para ocupar su lugar, y de este modo, ganando con grandes esfuerzos cada palmo de terreno, llegué por fin, a la espaciosa torre vigía, de paredes de cristal, de Kadabra.

Allí mis compañeros estaban reunidos y dispuestos a reemplazarme, y para descansar un momento me hice a un lado, mientras repelían al enemigo.

Desde mi elevada posición se podía ver a muchas millas de distancia, en todas direcciones. Hacia el Sur se extendía la quebrada planicie de hielo hasta el borde de la poderosa barrera. Hacia el Este y el Oeste y confusamente hacia el Norte, distinguía otras ciudades okarianas, mientras que, en primer término, pasadas las murallas de Kadabra, la sombría flecha se elevaba tétricamente.

Dirigí una mirada a las calles de la ciudad de Kadabra, en las que un repentino tumulto se elevaba, y allí vi una reñida lucha, y fuera de las murallas de la ciudad, vi hombres armados que marchaban en grandes columnas hacia la puerta más cercana.

Ansiosamente me apreté contra la pared de cristal del observatorio, atreviéndome apenas a dar crédito a testimonios de mis propios ojos, pero por fin no pude dudar más, y con un grito de alegría, que resonó extrañamente en medio de las maldiciones y lamentos de los que peleaban a la entrada de la habitación, llamé a Tardos Mors.

Cuando se acercó a mí, le señalé las calles de Kadabra y las columnas que avanzaban a lo lejos, sobre las que flotaban valientemente, en el aire ártico, las banderas y pendones de Helium.

Un instante después, cada hombre rojo, dentro de la elevada cámara, había visto la inspiradora visión y había exhalado grito tal de agradecimiento, como de seguro nunca había resonado en aquel antiguo edificio de piedra.

Pero aún teníamos que luchar, porque aunque nuestras tropas habían entrado en Kadabra, la ciudad se hallaba muy lejos de capitular; ni siquiera había sido asaltado el Palacio real. Cada uno, a su vez, defendíamos la escalera, mientras los otros festejaban sus ojos con la visión de nuestros valientes compatriotas luchando muchos metros por debajo de nosotros.

¡Ahora han asaltado la verja de palacio! ¡Grandes arietes se precipitan contra su formidable superficie! ¡Ahora son rechazados por una mortífera lluvia de flechas lanzadas desde lo alto de la muralla!

De nuevo cargan los nuestros; pero la salida de una gran fuerza de okarianos de la avenida inmediata aplasta la cabeza de la columna, y los hombres de Helium caen luchando contra fuerzas superiores.

Las verjas del palacio se abren, y fuerzas de la propia guardia del jeddak salen para exterminar los destrozados regimientos. Durante un momento parece que nada podrá impedir la derrota, y después veo una noble figura sobre un poderoso thoat, no el pequeño thoat del hombre rojo, sino uno de sus inmensos primos de los fondos de los mares muertos.

El guerrero se abre paso hasta el frente, y tras él se rehacen los desorganizados guerreros de Helium. Al levantar altivamente la cabeza en son de desafío a los hombres que cubren los muros del palacio, veo su rostro y mi corazón se dilata de orgullo y alegría, mientras los rojos guerreros se precipitan tras su jefe y recobran el terreno que habían perdido; el rostro del jinete del poderoso thoat es el de mi hijo, Carthoris de Helium.

A su lado lucha el inmenso perro de guerra marciano; no necesité una segunda mirada para saber que era Woola, mi fiel Woola, quien había cumplido tan perfectamente su ardua misión trayendo las legiones auxiliadoras en el momento oportuno. ¿En el momento oportuno? ¡Quién podría asegurar que no habían llegado demasiado tarde para salvar, aunque seguramente sí para vengar!

¡Y qué lección no daría aquel ejército vencedor a los odiosos okarianos! Suspiré pensando que era posible que yo no viviese lo suficiente para presenciarlo.

De nuevo me volví hacia las ventanas. Los hombres rojos no habían forzado aún la muralla exterior del palacio, pero luchaban valerosamente contra lo mejor de Okar, valientes guerreros que disputaban el terreno palmo a palmo.

Llamó mi atención un nuevo elemento fuera de los muros del palacio, un gran cuerpo de ejército de jinetes que dominaban por su gran estatura a los hombres rojos.

Eran los enormes aliados verdes de Helium, las hordas salvajes de los fondos de los mares muertos del lejano Sur.

En tétrico y horrible silencio se apresuraban hacia la verja las acolchadas pezuñas de sus terribles monturas no haciendo ruido alguno. Cargaron sobre la ciudad sentenciada, y mientras evolucionaban a través de la ancha plaza, delante del palacio del jeddak de jeddaks, vi a su cabeza la gigantesca figura de su poderoso jefe, Tars Tarkas, jeddak de Thark.

Mi deseo quedaba satisfecho, puesto que veía a mi amigo batallando de nuevo, y aunque no a su lado, yo también estaba luchando por la misma causa allí, en la elevada torre de Okar.

No parecía que nuestros enemigos habían de cejar en sus tercos ataques, porque seguían llegando, aunque el camino que a nuestra cámara conducía a menudo llegaba a estar tapiado con los cadáveres de sus muertos.

A veces se detenían lo suficiente para arrastrar los cadáveres que les cerraban el paso, y después nuevos guerreros se lanzaban al asalto, encontrando ellos también la muerte.

Estaba de turno en la defensa de nuestro asilo, cuando Mors Kajak, que había estado observando la lucha en las calles, me llamó de repente muy emocionado. Observé una nota de temor en su voz, que me llevó a su lado en el instante en que pude encontrar quien me reemplazase, y al llegar junto a él, señaló a través el desierto de nieve y hielo hacia el horizonte Sur.

—¡Qué dolor! —exclamó—. Verme en la obligación de presenciar cómo les traiciona el Destino cruel sin poder ayudarles ni advertirles; pero ya es inútil todo.

Al mirar en la dirección que me señalaba comprendí la causa de su perturbación. Una poderosa flota se aproximaba majestuosamente hacia Kadabra, viniendo en dirección de la barrera de hielo. Se acercaban con velocidad que aumentaba rápidamente.

—La tétrica flecha que llaman la Guardiana del Norte los atrae —dijo tristemente Mors Kajak—, lo mismo que atrajo a Tardos Mors y su gran flota; mira dónde yace rota y destrozada como sombría y terrible prueba de la poderosa fuerza de destrucción que nada puede resistir.

Yo también la vi; pero algo más vi que Mors Kajak no veía; en mi mente veía una cámara subterránea cuyos muros estaban guarnecidos de extraños instrumentos e inventos.

En el centro de la cámara había una larga mesa, y ante ella estaba sentado un anciano de ojos saltones contando su dinero; pero más claramente aún veía en la pared una gran palanca, con un pequeño imán incrustado dentro de la superficie de su mango negro.

Después dirigí una mirada a la flota que se acercaba rápidamente. Dentro de cinco minutos aquella poderosa armada de los cielos sería un inútil residuo doblado, que yacería al pie de la «flecha», fuera de las murallas de la ciudad, y las hordas amarillas saldrían para precipitarse sobre los pocos sobrevivientes que caerían ciegamente en el montón de restos; después vendrían los apts. Me estremecí al pensarlo, porque podía imaginarme muy a lo vivo la horrible escena.

Siempre he sido pronto en decidir y obrar. El impulso que me mueve y la obra parecen simultáneos, porque si mi mente lleva a cabo la tediosa formalidad del razonamiento, debe de ser un acto inconsciente del cual no me doy cuenta. Como según los psicólogos los inconscientes no razonan, un examen demasiado severo de mi actividad mental podría resultar poco halagüeño; pero sea como fuere, siempre he logrado el éxito, mientras el pensador seguía aún en su eterna tarea de comparar los diversos juicios.

Y ahora la celeridad de acción era primordial para el éxito de lo que había decidido.

Empuñando mi acero con más fuerza, grité al hombre rojo que defendía la escalera que se apartase.

—¡Paso al príncipe de Helium! —exclamé; y antes de que el asombrado hombre amarillo, que por su desgracia se hallaba en el extremo de la línea de combate, en aquel particular momento, pudiese darse cuenta de lo que ocurría, le había decapitado, y me precipitaba como un toro furioso sobre los que estaban detrás.

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