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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (17 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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Tendió ambas manos, dándose por vencido.

—Muy bien, Themila, ¡tú ganas! Me iré a la cama, ¡y no volveré a leer ni a estudiar hasta que terminen las fiestas!

La besó de nuevo, esta vez en la mejilla, cerca de los labios, y ella le vio salir de la biblioteca, con una mezcla de amor y preocupación.

Algo andaba todavía terriblemente mal en Tarod. Themila lo sabía con absoluta certidumbre, pero estaba tan lejos como siempre de comprender la verdad. Tarod eludía hábilmente todos sus intentos de sondearle y, especialmente desde que Grevard le había permitido salir de sus habitaciones, se había mostrado exteriormente tan contento que a menudo se preguntaba si sus presentimientos no eran fruto de su imaginación. Pero la intuición era una vieja amiga de Themila, y la intuición le decía que aquel aspecto exterior era una máscara. Algo había, en el fondo de Tarod, que ni siquiera podía tratar de comprender y, en sus momentos de debilidad tenía que confesar que la asustaba. De buen grado se habría esforzado en dominar este miedo para ayudarle, pero mientras él no estuviese dispuesto a hablar con más franqueza, tenía las manos atadas.

Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recordar el motivo que la había traído a la biblioteca: un rollo una de las antiguas narraciones históricas que necesitaba releer para preparar una clase para los niños. Cuando lo hubo encontrado, se lo puso bajo el brazo y se encaminó a la puerta del ahora silencioso sótano. Se detuvo en el umbral, para mirar por encima del hombro, y recordó la noche en que Keridil y ella habían encontrado a Tarod delirando en esta estancia. La imagen había sido tan fugaz que parecía irreal; pero era algo que había sucedido. Y había tenido consecuencias que, según creía, todavía no habían sido descubiertas, ni comprendidas por nadie…

Temblando, y diciéndose que no era más que por el frío del otoño que empezaba, subió rápidamente la escalera.

Tarod ya no tenía miedo de dormir, pero, no obstante, esta noche le costaba conciliar el sueño que sabía que necesitaba. El verano estaba gastando una última broma pesada antes de despedirse y el aire era extrañamente sofocante. Había salido una luna, y su luz, verde y pálida, se filtraba a través de la ventana mientras él yacía en la cama; sin embargo, Tarod sabía que ni el calor ni la luz de la luna tenían la culpa de su inquietud.

Mañana empezarían las fiestas de celebración en honor del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Siete días en que se combinarían las complicadas ceremonias formales con desenfadadas diversiones, y que atraerían grandes multitudes de todas las partes del país; aristocráticos Margraves, religiosas de todas las Hermandades nobles, mercaderes, comerciantes, campesinos…, todos los hombres, mujeres o niños capaces de subir a un carro o de montar a caballo serían bien venidos y se desparramarían por toda la Península de la Estrella cuando el recinto del Castillo resultase insuficiente para albergarles a todos. El período oficial de luto por la muerte de Jehrek Banamen Toln había terminado; su hijo Keridil había superado con éxito las pruebas para ocupar el puesto de su padre y ahora todo el mundo pensaba ya en el futuro.

Pero sólo Tarod sabía la verdad de cómo y por qué había muerto Jehrek. Grevard había declarado que el corazón del Sumo Iniciado no había podido resistir las tensiones propias de su cargo, pero Tarod sabía que no era así. Durante los dos meses que estuvo yaciendo impotente en sus habitaciones, maldiciendo la debilidad que le retenía allí y la lentitud de su recuperación, había tenido tiempo sobrado para pensar en la visión que le había hostigado cuando era todavía presa del delirio.

Yandros
. Todavía no podía recordar el origen de este nombre. Lo conocía y, sin embargo, no sabía de qué. Pero la figura que se había enfrentado a él en la inmensidad del Salón de Mármol había sido real, tangible; no el fruto de una imaginación turbada, sino un ente cuya existencia era tan indudable como la suya propia.

Pero ¿qué clase de ente?
Tarod rebulló inquieto, mirando fijamente hacia la ventana cuadrada, como buscando inspiración en la luz fría de la luna. De una cosa estaba absolutamente convencido: Yandros no era ni había sido nunca humano.

Sin embargo, había hablado como si les uniese un lazo de parentesco…

Tarod, haciendo un esfuerzo, ahogó aquella voz interior, para no continuar una especulación tan peligrosa. Lo único que sabía con certeza era que Yandros, fuese quien fuese o lo que fuese, había cumplido su palabra, ¡y de qué manera! Vida por vida… Aquel ser de cabellos de oro había ejercido un poder que había quitado la vida al Sumo Iniciado a cambio de la suya.

Tarod no le había contado nada a Keridil, y nada le induciría a hacerlo; su confusión y sus sentimientos de culpabilidad eran todavía demasiado fuertes. Sabía que él era el único responsable de la muerte de Jehrek; esta convicción le atormentaba incesantemente…, y, sin embargo, Yandros había insistido en que existía una razón vital para que Tarod siguiera vivo a costa de la vida de otro hombre. Un destino, lo había llamado.

Pero ¿qué clase de destino? Tarod se estremeció con una inquietud indecible. Yandros tenía un poder muy superior al de los Adeptos del Círculo de más alto grado; pero ¿venía este poder de los dioses o de otra fuente más tenebrosa?

Era una pregunta que no tenía respuesta y que no se prestaba a especulaciones agradables. Tarod pensó en los Ancianos que habían gobernado el mundo durante innumerables siglos, antes de que su propia depravación les llevase a su derrumbamiento final, y en los dioses negros a los que habían adorado… Pero no, el Caos había desaparecido, borrado de la existencia junto con sus marionetas humanas, y ningún poder del universo podía devolverlo a este mundo.

Pero, fuese lo que fuese Yandros (emisario de Aeoris o de otros dioses), subsistía el hecho ineludible de que Tarod debía la vida a aquel ser extraño. Y Tarod se había comprometido bajo juramento, y era incapaz de faltar a un juramento. El tiempo, había dicho Yandros, era la clave, y con el tiempo comprendería. Aquellas palabras habían despertado un viejo, muy viejo recuerdo que se desvaneció en el mismo momento en que Tarod había tratado de fijarlo, y desde entonces se había negado tercamente a volver. Ahora pensó que no tenía más remedio que esperar a que le fuese revelada la tarea que tenía que cumplir; pero sabía que hasta entonces estaba condenado a existir en una especie de limbo. Le obsesionaba pensar en lo que podrían exigirle o dejar de exigirle; sin embargo, todos los intentos que hacía para ahondar en el misterio terminaban en fracaso. No había encontrado ninguna clave en los estantes de la biblioteca, a pesar de que en ellos podían encontrarse casi todos los tratados históricos y mitológicos que existían. Y sus esfuerzos por romper el velo con medios mágicos también habían fracasado; en realidad tenía la impresión de que, si bien había recobrado toda su fuerza física después de su enfermedad, no ocurría lo mismo con su fuerza oculta. Puertas que antes estaban abiertas para él se habían cerrado de golpe, y el poder que había tenido antaño en las puntas de sus dedos, a menudo en el sentido literal de la expresión, ya no le obedecía como antes. Noche tras noche había permanecido a solas en sus habitaciones, esforzándose en invocar los poderes que, tan recientemente, habían sido como un juego de niños para él. Siempre había fracasado… y su fracaso había ido siempre acompañado de un estremecedor y lejano resurgimiento de aquella oscura palpitación que había sentido en el Salón de Mármol y que asociaba indefectiblemente con la influencia de Yandros. Y si Yandros tenía poder sobre la vida y la muerte, debía ser sin duda muy fácil para él someter a un simple mortal a sus deseos…

Tarod no se había dejado manipular en su vida (salvo por Themila, pero esto era otra cuestión) y su instinto reaccionaba violentamente contra la idea. Pero era lo bastante filósofo para darse cuenta de que nada podía hacer para cambiar la situación; sencillamente, debía dar tiempo al tiempo.

Mientras tanto, le convenía seguir el consejo de Themila y centrar su atención en la cuestión más mundana de las próximas celebraciones. Tenía otra deuda más personal con Keridil, aunque éste no lo sabía, y había visto el cambio que se había producido en su amigo desde que había sucedido a Jehrek. Todavía afligido por la muerte de su padre, Keridil sentía vivamente sus responsabilidades, y la tensión resultante se estaba ya manifestando en él. Si Tarod podía ayudar al nuevo Sumo Iniciado en su tarea, creía que era su deber hacerlo.

Se apartó de la ventana, súbitamente cansado y alegrándose de ello. Los siete próximos días podrían ser el catalizador que necesitaba todo el Círculo y cuando hubiesen terminado, seguiría un período de calma durante el cual la comunidad del Castillo se adaptaría a las nuevas circunstancias. Y con esta calma podían llegar algunas de las respuestas que estaba buscando Tarod desde hacía tanto tiempo…

El primer día de las ceremonias de celebración amaneció brillante y prometedor. El sol se elevó en un cielo límpido, y sólo soplaba una brisa suave que señalaba el principio del otoño. Durante dos días, un pequeño ejército masculino, criados, algunos Iniciados y todos los niños del Castillo que podían librarse de sus lecciones, había estado trabajando en la preparación del gran acontecimiento, y el severo edificio aparecía transformado por banderines y serpentinas que pendían en hileras sobre las oscuras paredes desde todas las ventanas. Invitados oficiales de todas las provincias habían estado llegando desde el amanecer, deseosos de arribar temprano al Castillo y asegurarse un buen sitio para presenciar los actos. Siguiendo las recomendaciones de un anciano miembro del Consejo que recordaba la investidura de su padre, Keridil había enviado un destacamento de hombres armados para escoltar a los visitantes en el puerto de montaña, y la llamativa caravana de carros y carruajes cerrados había cruzado estrepitosamente la gigantesca puerta, precedida de siete Iniciados montando a caballo y encapuchados.

Todos los Margraves provinciales del país estaban hoy presentes, con su séquito de familiares y servidores. Ancianos Consejeros de provincias se habían arriesgado a realizar el largo viaje hacia el norte, entusiasmados por lo que era, para la mayoría de ellos, su primera visita a la Península de la Estrella, y ricos terratenientes y mercaderes habían llegado de tierras tan lejanas como la provincia de la Esperanza y las Grandes Llanuras del Este. Incluso el Margrave de la provincia Vacía, la árida tierra del nordeste cuya única riqueza era la cría de ganado para el suministro de leche y carne y de los resistentes caballitos del norte, había llegado con su reducida familia, vestidos todos ellos con la sencillez propia de su estilo de vida.

En realidad, sólo dos personas notables faltaban en la lista de invitados: las que, con el Sumo Iniciado, constituían el triunvirato supremo que gobernaba el país. La Señora Matriarca Ilyaya Kimi, superiora absoluta de la Hermandad de Aeoris, había escrito desde su Residencia de Chaun del Sur, con caligrafía historiada pero temblona, expresando su profundo sentimiento porque la artritis le impedía emprender el viaje, y rogando a los dioses que bendijesen al nuevo Sumo Iniciado. Keridil no había visto nunca a la anciana Matriarca, que debía tener al menos ochenta años, pero conocía su fama de mujer de buen corazón, aunque un poco excéntrica, que llevaba unos veinte años en el ejercicio de su cargo. Pero si la Señora Matriarca no había podido asistir en persona, había cuidado en cambio de que su Hermandad estuviese bien representada, a juzgar por el número de mujeres de hábito blanco que se dirigían al Castillo.

El tercer y teóricamente más influyente miembro del triunvirato había enviado también un mensaje a Keridil, una carta formal y ligeramente desmañada que expresaba, sin demasiada fortuna, todo lo que exigía el protocolo. Fenar Alacar, el Alto Margrave, sólo tenía diecisiete años y se esforzaba por ser merecedor del título hereditario en el que había sucedido a su padre hacía apenas un mes, después de que éste, en plena juventud y vigor, muriera en un accidente de caza. De él no se esperaba que asistiese a la investidura, pues el Alto Margrave, como primera autoridad del mundo, sólo abandonaba su residencia en la Isla de Verano, en el lejano sur, en casos de grave emergencia; así lo exigía la tradición. Cuando terminasen las fiestas, uno de los primeros deberes de Keridil sería presentarse en la corte de la Isla de Verano para la ratificación final de su cargo. Hasta entonces, Fenar Alacar era y seguiría siendo simplemente un nombre que nadie había asociado todavía con una cara.

Pero aunque toda la atención se centraba en los invitados más nobles que llegaban al Castillo, era muchísimo mayor el número de gente del pueblo que invadía la Península. Los mercaderes habían visto una buena oportunidad comercial en la enorme aglomeración, y vendedores ambulantes procedentes de todas las partes del país instalaban sus campamentos improvisados en la Península, con la esperanza de vender los artículos que traían. Junto con ellos llegaron en gran número agricultores, pescadores, pastores y artesanos, hasta que todos los alrededores del Castillo fueron un hervidero de seres humanos.

Al amanecer del primer día de la celebración, se sumaron a la multitud varios grupos de boyeros, y uno de ellos, dirigido por un hombre de mediana edad, corpulento y de cabellos grises, instaló su campamento en la Península para poder contemplar con comodidad las celebraciones. Una muchacha que vestía toscas prendas de hombre se separó del grupo sin llamar la atención y se dirigió a los hitos que marcaban la entrada del vertiginoso puente. Un joven Iniciado, en traje de ceremonia, con una breve capa echada sobre los hombros para protegerse del frío de la mañana, estaba apoyado en uno de los pilares observando perezosamente a los que llegaban, y sonrió a la joven que se acercaba. Ella le correspondió con un tímido saludo y se detuvo, temerosa de seguir adelante.

A Cyllan aquel escenario le parecía un sueño. Una cosa era oír relatos sobre la Península de la Estrella, y otra muy distinta estar en ella, ver con sus propios ojos la fortaleza de los Iniciados, con sus imponentes acantilados y su asombrosa grandeza. Desde donde se hallaba ella, el Castillo era invisible, pero Cyllan había oído hablar de la extraña barrera que lo mantenía a resguardo de las miradas curiosas. Si podía, haciendo acopio de valor, acercarse a los hitos, pasar por delante del centinela y cruzar el puente de granito, entonces podría ver el Castillo; un privilegio que seguramente recordaría durante el resto de su vida…

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