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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

El Sol brilla luminoso (2 page)

BOOK: El Sol brilla luminoso
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Pero esto es sólo una pequeña coincidencia. Yo había llegado a una más enorme y referente a una figura histórica, aunque una posiblemente menor, según creo, respecto de la que había registrado en conexión con Pompeyo
[1]
. Naturalmente, debo comenzar por el principio.

En los tiempos medievales, los estudiosos de la Europa Occidental seguían el dictado de Aristóteles respecto de que los cuerpos celestes eran inmutables y perfectos. De hecho, creer otra cosa hubiese constituido algo blasfemo, dado que así parecería impugnarse la calidad de la Obra de Dios.

En particular, el Sol parecía perfecto. Era un contenedor bañado por la luz de los cielos, y no había cambiado desde el momento de su creación. Ni cambiaría en ningún tiempo futuro, hasta el momento en que pluguiese a Dios el que el Sol llegase a su final.

Para asegurarse, de vez en cuando el Sol podía ser contemplado con impunidad cuando brillaba a través de la neblina y cerca del horizonte. Y en ese caso aparecía, en raros momentos, como si existiese algún tipo de manchas en él. Esto podía interpretarse como una pequeña nube oscura o, quizá, se trataba del planeta Mercurio al pasar entre el sol y la Tierra. Pero nunca se pensó que pudiese ser un defecto del sol, el cual, por definición, era intachable.

Pero luego, hacia fines de 1610, Galileo, al emplear su telescopio para observar el Sol durante la neblina del anochecer (procedimiento arriesgado que, probablemente, contribuyó a la ceguera que llegó a afectar a Galileo), vio manchas oscuras en el disco solar. Otros astrónomos, que se enteraron muy pronto del uso que se hacía del telescopio, también informaron de aquellas manchas; uno de ellos fue un astrónomo alemán, Cristof Scheiner, que era jesuita.

El superior de Scheiner, que había oído hablar de la observación, previno a éste para que no llevase demasiado lejos la fe en sus observaciones. A fin de cuentas, Aristóteles no había efectuado ninguna mención de aquellas manchas, y eso significaba que no existían.

Por tanto, Scheiner publicó sus observaciones de una forma anónima, y dijo que se trataban de pequeños cuerpos que orbitaban al Sol y que no formaban parte de él. De esta manera, se seguían los dictados de Aristóteles respecto de la perfección solar.

Galileo, que tenía muy poco temple, y estaba particularmente inclinado a querer conseguir para él los méritos, discutió aquel asunto de una forma intempestiva y, como solía, con brillante sarcasmo. (Esto suscitó la hostilidad de los jesuitas, que pusieron su granito de arena en los problemas que tuvo Galileo con la Inquisición.)

Galileo insistió en que sus observaciones habían sido las primeras, y ridiculizó la sugerencia de que las manchas no formasen parte del Sol. Señaló que, en cada limbo del Sol, las manchas se movían con mayor lentitud y se veían más en escorzo. Por ello, dedujo que las manchas constituían parte de la superficie solar, y que su movimiento era el resultado de la rotación del Sol sobre su eje, en un período de veintisiete días. Fue del todo correcto en esto, y la noción de la perfección solar murió, para dolor de muchos de los que detentaban el poder, y ello contribuyó asimismo a los problemas que tuvo Galileo llegado el momento.

Tras esto, varios astrónomos informarían, ocasionalmente, acerca de manchas solares, o de carencia de manchas solares, y dibujaron bosquejos de su aparición y demás circunstancias.

El siguiente acontecimiento de real interés se produjo en 1774, cuando un astrónomo escocés, Alexander Wilson, se percató de la existencia de una gran mancha solar, que se aproximaba al limbo del Sol cuando éste era visto de perfil, y con la apariencia de ser cóncava. Se preguntó si los bordes oscuros de la mancha solar no podrían ser declives, como la superficie interior de un cráter, y si el centro oscuro no sería un agujero en las profundidades del Sol.

Este punto de vista fue seguido, en 1795, por William Herschel, el más importante astrónomo de su época. Sugirió que el Sol era un cuerpo frío, opaco, con una capa ígnea de gases a su alrededor. Según este punto de vista, las manchas solares eran agujeros a través de los cuales podía verse el cuerpo frío de debajo. Herschel especuló respecto de que el cuerpo frío podía incluso estar habitado.

Naturalmente, todo esto se demostró erróneo puesto que, como realmente sucede, la superficie brillante del Sol es su parte más fría. Cuanto más se profundiza en el Sol, más calor encontramos, y así en su centro, la temperatura es de quince millones de grados. No obstante, esto no fue comprendido hasta los años 1920. Incluso los tenues gases que se encuentran por encima de la superficie solar son más calientes que la parte brillante que vemos, con una temperatura que rebasa el millón de grados, aunque esto no se descubrió hasta los años 1940.

En lo que se refiere a las manchas solares, no son realmente negras. Están un par de miles de grados más frías que la porción sin manchas de la superficie del Sol, por lo que irradian menos luz y parecen en comparación oscuras. Si, por ejemplo, Mercurio o Venus se mueven entre nosotros y el Sol, cada uno de ellos se muestra sobre el disco solar como un pequeño círculo
realmente
negro, y si ese círculo avanza cerca de una mancha solar, se comprueba que la mancha no es auténticamente negra.

Así, aunque la idea de Wilson-Herschel fuese equivocada, suscitó ulterior interés acerca de las manchas solares.

El progreso real llegó con un alemán llamado Heinrich Samuel Schwabe. Era un farmacéutico aficionado a la astronomía. No obstante, trabajaba todo el día, por lo que no se podía pasar la noche mirando a las estrellas. Se le ocurrió que si existía alguna clase de tarea astronómica que se practicase durante el día, haría observaciones en los períodos en que la tienda se hallaba más tranquila.

Aquella tarea se sugirió por sí misma. Herschel había descubierto el planeta Urano, y todos los astrónomos soñaban ahora con descubrir un planeta. Cabía suponer que se encontrase un planeta más cercano al Sol que el mismo Mercurio. Se hallaría siempre tan próximo al Sol que sería extremadamente difícil el detectarlo. Sin embargo, de vez en cuando pasaría entre el Sol y nosotros mismos. ¿Y por qué no, entonces, observar la cara del Sol en busca de algún círculo oscuro y móvil?

Sería pan comido si se viera la mancha. No constituiría una mancha solar, la cual no tendría forma perfectamente redondeada, y no viajaría a través de la superficie del Sol tan rápidamente como lo haría un planeta. Ni tampoco sería Mercurio o Venus, si podían localizarse esos planetas en cualquier otro sitio. Y otra cosa que no fuese Mercurio, Venus o una mancha solar, debería ser un nuevo planeta.

En 1825, Schwabe comenzó a observar el Sol. No encontró ningún planeta, pero tampoco pudo hallar las manchas solares. Al cabo de poco tiempo, se olvidó de lo del planeta y comenzó a hacer bosquejos de las manchas solares, las cuales cambiaban de posición y de forma de día en día. Observó cómo morían las antiguas y se formaban otras nuevas. Se pasó nada menos que diecisiete años observando el Sol todos los días que no estuviesen completamente nublados.

Hacia 1843, fue capaz de anunciar que las manchas solares no aparecían al azar. Que existía un ciclo. Año tras año, había más y más manchas solares, hasta llegar a un ápice. Luego, el número disminuía hasta que casi desaparecían y se iniciaba un nuevo ciclo. El espacio de tiempo entre ápice y ápice era de unos diez años.

La comunicación de Schwabe fue ignorada hasta que el conocido científico Alexander von Humboldt se refirió a ella, en 1851, en su libro
Cosmos,
que constituía una gran visión global de la Ciencia.

En aquella época, el astrónomo escocés-alemán Johann von Lamont estaba midiendo la intensidad del campo magnético de la Tierra, y descubrió que aumentaba y disminuía de una forma regular. En 1852, un físico británico, Edward Sabine, indicó que la intensidad del campo magnético de la Tierra aumentaba y disminuía en coincidencia con el ciclo de las manchas solares.

Eso hizo ver que las manchas solares afectaban a la Tierra y, por lo tanto, empezaron a ser estudiadas con devorador interés.

Cada año, se concedió un «número de mancha solar Zürich», según una fórmula elaborada en primer lugar, en 1849, por un astrónomo suizo, Rudolf Wolf, que, naturalmente, era de Zürich. (Fue el primero en indicar que la incidencia de las auroras boreales también aumentaba y disminuía en relación con el ciclo de las manchas solares.)

Los informes de fechas anteriores al descubrimiento de Schwabe fueron cuidadosamente estudiados, y también se otorgó número de manchas solares a aquellos años. En la actualidad, tenemos una curva en forma de diente de sierra, que une el número de manchas solares durante un período de dos siglos y medio. El intervalo promedio entre ápice y ápice durante todo ese tiempo es de 10,4 años. No obstante, ello no representa una regularidad tipo metrónomo, dado que algunos intervalos de ápice a ápice son sólo de 7 años, mientras que existen otros que alcanzan incluso los 17 años.

Y lo que es más, esos puntos más elevados tampoco tienen siempre igual número. Se produjo un ápice en 1816, con un número de manchas solares de sólo unas 50. Por otra parte, el ápice de 1959 presentó un número de manchas solares de 200. En realidad, ese punto máximo de 1959 fue el más alto registrado. El ápice siguiente, en 1970, fue sólo la mitad.

Las manchas solares parecen causadas por cambios en el campo magnético del Sol. Si el Sol rotase como un todo (lo mismo que hace la Tierra o cualquier cuerpo sólido), el campo magnético debería ser suave y regular, y contenerse, sobre todo, debajo de la superficie.

En la actualidad, el Sol no da vueltas como una sola pieza. Porciones de la superficie, y que se encuentran más lejos de su ecuador, tardan más tiempo en efectuar un giro completo que las porciones más cercanas al eje ecuatorial. Esto tiene como resultado un efecto en cizalla que, al parecer, retuerce las líneas de fuerza magnética, aplastándolas hacia arriba y hacia fuera de la superficie.

De este modo las manchas solares constituyen el punto de emergencia de las líneas de fuerza magnética. (No fue hasta 1908, tres siglos después del descubrimiento de las manchas solares, cuando el astrónomo norteamericano George Ellery Hale detectó un fuerte campo magnético en asociación con las manchas solares.)

Los astrónomos debían averiguar las razones de por qué el campo magnético crece y se desvanece de la forma en que lo hace; de por qué el período varía, tanto en duración como en intensidad; de por qué las manchas solares aparecen en una elevada latitud, al principio de un ciclo, y se abre camino más cerca del ecuador solar a medida que el ciclo progresa; de por qué la dirección del campo magnético se invierte con cada nuevo ciclo, y así indefinidamente.

No es una cosa fácil, puesto que se hallan implicados numerosos factores, la mayor parte de los cuales son mal comprendidos (algo parecido a como resulta predecir el tiempo en la Tierra).

Naturalmente, el mudable campo magnético del Sol produce cambios, además de las variables presencias y posiciones de las manchas solares. Altera la incidencia de las erupciones solares, la forma de la corona, la intensidad del viento solar, etc. Ninguna de esas cosas se encuentra interconectada de una forma obvia, pero el hecho de que todas crezcan y disminuyan al unísono, deja claro que deben tener una causa que les sea común.

Los cambios en la intensidad del viento solar afectan a la incidencia de las auroras boreales en la Tierra, y de las tormentas eléctricas, y, probablemente, alteran el número y naturaleza de las partículas iónicas en la atmósfera, a partir de las cuales pueden formarse las gotas de lluvia. De ese modo el tiempo puede verse afectado por el ciclo de las manchas solares y, como consecuencia, la incidencia de sequías, de hambres, de intranquilidad política, todo lo cual relacionarán ciertos entusiastas con el ciclo de las manchas solares.

En 1893, el astrónomo británico, Edward Walter Maunder, al hacer comprobaciones en los informes más primitivos, para poner al día el ciclo de manchas solares con anterioridad al siglo XVIII, quedó asombrado al descubrir que, virtualmente, no existían informes sobre manchas solares entre los años 1643 y 1715. (Esos límites son, en cierta forma, arbitrarios. Los he elegido —por una oculta razón propia, que revelaré después—, pero, sin embargo, son bastante ajustados.)

Existían informes fragmentarios acerca de numerosas manchas solares, e incluso dibujos de sus formas, en tiempo de Galileo y de sus contemporáneos e inmediatos sucesores, pero, a continuación, no existía nada. Y no es que nadie dejara de mirar. Hubo astrónomos que realizaron observaciones y que informaron de no haber podido localizar manchas solares.

Maunder publicó sus descubrimientos en 1894, y de nuevo en 1922, pero nadie le prestó atención. El ciclo de manchas solares estaba muy bien establecido, y no parecía posible que algo lo afectase. En 1900, un Sol sin manchas resulta tan inaceptable como un Sol con manchas lo había sido en 1600.

Pero luego, hacia los años 1970, el astrónomo John A. Eddy, al dar con el informe que, llegado el momento, denominó los «mínimos de Maunder», decidió seguir adelante con aquel asunto.

Al realizar todas esas comprobaciones, averiguó que los informes de Maunder eran correctos. El astrónomo italo-francés Giovanni Domenico Cassini, que fue el principal observador de su tiempo, localizó una mancha solar en 1671, y escribió que habían pasado veinte años sin que se viesen manchas solares de ningún tamaño. Era lo suficiente buen astrónomo como para haber determinado el paralaje de Marte y detectado la «división Cassini» en los anillos de Saturno, por lo que resultaba de lo más competente para ver manchas solares si las hubiese habido. Ni tampoco era probable que fuese engañado por los cuentos de que no habría ninguna si tales cuentos fuesen, en realidad, falsos.

John Flamsteed, el Astrónomo Real de Inglaterra, otro observador muy competente y cuidadoso, informó, en determinado momento, que, finalmente, había localizado una mancha solar después de siete años de mirar el sol.

Eddy investigó los informes de observaciones de las manchas solares con el ojo desnudo, procedentes de muchas regiones, entre las que se incluían los datos del Lejano Oriente, y que no había tenido disponibles Maunder. Tales registros se retrotraían hasta el siglo V a.C. y, por lo general, contenían de cinco a diez observaciones por siglo. (Sólo las manchas muy grandes pueden observarse a simple vista.) No obstante, existían lagunas, y una de ellas abarcaba los mínimos de Maunder.

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