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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

El Sol brilla luminoso (5 page)

BOOK: El Sol brilla luminoso
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No obstante, en la ciencia tratamos de encontrar el
menor
ajuste de la teoría para explicar una anomalía; por lo tanto, antes de matar el Sol, es preciso pensar un poco.

Según nuestras teorías, el hidrógeno no se cambia directamente en helio. Si ocurriese así, todos los neutrinos formados serían de la misma energía. Lo que sucede es que el hidrógeno acaba en helio a través de cierto número de cambios que tienen lugar a diferentes velocidades, y algunos de los cambios representan caminos alternativos. Los neutrinos se producen en diferentes estadios del proceso, y cada cambio nuclear que origina un neutrino, produce uno con una energía característica.

El resultado de ello es que, de los muchos miles de millones de neutrinos que continuamente pasan a través de cualquier objeto, cierto porcentaje tiene una determinada energía, otro porcentaje posee otra, etcétera. Existe un espectro total de distribución de energía en los neutrinos, y la exacta naturaleza del espectro refleja los detalles exactos de la ruta tomada desde el hidrógeno al helio. Cualquier cambio en esta ruta, producirá un cambio característico en el espectro.

Naturalmente, cuanta más energía contiene un neutrino más probable resulta que induzca un cambio nuclear, y el percloroetileno detecta sólo a los neutrinos más energéticos. Detecta sólo aquellos producidos por un paso en particular en la conversión del hidrógeno en helio. y este paso particular consiste en la conversión del boro-8 en berilio-8.

Los neutrinos formados por cualquier otra reacción que tenga lugar en la conversión total hidrógeno-helio, no contribuirá, de forma significativa, a la absorción en el depósito de percloroetileno. La deficiencia en neutrinos solares detectada por Davis es, por tanto, una deficiencia en la conversión boro-berilio, y nada más.

¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra teoría es correcta en lo que se refiere a los detalles de lo que sucede en el núcleo del Sol? ¿Cómo podemos estar seguros que Davis observó tres veces todos los neutrinos que pudo conseguir?

A fin de cuentas, podemos comprobar cuánto boro-8 se encuentra, en la actualidad, presente en el Sol, y cuán rápida y energéticamente se descompone el berilio-8. Nuestra teoría en lo relativo a esto, depende de los coeficientes que determinan la reacción bajo condiciones de laboratorio, y luego deben extrapolarse a las condiciones que existen en el núcleo del Sol. Al trabajar con esos coeficientes de reacción extrapolados, calcularemos un número de reacciones que, de una forma u otra, contribuyen a la formación del boro-8 y, por este medio, determinaremos su concentración en conjunto. Pero, ¿qué pasará si no extrapolamos de una forma apropiada?

A fin de cuentas, los índices de reacción nuclear pueden depender en gran manera de la temperatura y presión en el interior del Sol, ¿y cómo estaremos seguros de que no nos separaremos un poco en la temperatura, en la presión o en ambas cosas?

A fin de ser capaces de hablar de una forma exacta de los neutrinos detectados por Davis —ya fuesen demasiados, demasiado pocos o los exactos—, realmente necesitamos saber más acerca de las condiciones en el núcleo del Sol, y la única forma de hacerlo, de un modo más exacto que tras unos difíciles cálculos de largo alcance, a partir de las observaciones en condiciones de laboratorio, radica en estudiar el espectro completo del neutrino.

Si pudiésemos estudiar todo el espectro del neutrino, seríamos capaces de deducir los diversos pasos individuales en la conversión de hidrógeno en helio, y las concentraciones y velocidades de ruptura de todos los varios pasos intermedios nucleares.

Si este relativamente directo conocimiento del núcleo del Sol, no choca con el extremo indirecto conocimiento basado en la extrapolación de los experimentos de laboratorio, en ese caso deberemos aceptar lo primero, reexaminar lo último y desarrollar, tal vez, nuevos conceptos y nuevas reglas para las reacciones nucleares.

En resumen, en vez de aprender las cosas sobre el núcleo del Sol, partiendo de lo que nos rodea, corno hemos tratado de hacer hasta ahora, podemos terminar aprendiendo algunas cosas de lo que nos rodea a partir del núcleo del Sol.

Para conseguir todo el espectro, necesitamos unos mecanismos de detección además del percloroetileno. Precisamos una variedad de «telescopio de neutrinos».

Una posibilidad la constituye el hacer uso del galio-71 (31 protones, 40 neutrones), que forma el 40% del elemento galio, tal y como se presenta en la Naturaleza. La absorción de neutrinos lo convertirá en el germanio-71 radiactivo (32 protones, 39 neutrones).

Necesitaríamos unas 50 toneladas de galio-71 si deseáramos atrapar un solo neutrino solar al día. Esto es sólo la duodécima parte de la masa de los 400.000 litros de percloroetileno, pero el galio es más de doce veces más caro. En realidad, todo ese galio costaría, en la actualidad, 25 millones de dólares.

El galio es líquido a temperaturas muy por debajo del punto de ebullición del agua, por lo que el germanio-71 manará sin demasiados problemas. La ventaja del galio sobre el percloroetileno radica en que el galio detectará mejor que el percloroetileno los neutrinos de energía más baja.

En 1977, Ramaswamy S. Raghavan, de los «Bell Laboratories», sugirió algo tal vez aún más excitante. Sugirió que se usase el indio-115 (49 protones, 66 neutrones) para absorber un neutrino. El indio-115 constituye el 96% del metal natural, y, cuando absorbe un neutrino, se convierte en estaño-115, que es estable. El estaño-115 se produce en un estado de excitación (es decir, con elevada energía) y libera esa energía y regresa a la normalidad al emitir dos rayos gamma de una energía característica en unas cuantas millonésimas de segundo, después de ser formado. Además, existe el inevitable electrón, que sale lanzado del núcleo del indio-115.

La formación de un electrón y de dos rayos gamma, virtualmente, al mismo tiempo, es, en sí mismo, indicación suficiente de la captura del neutrino, y por ello no sería necesario aislar los átomos del estaño-115.

Y lo que es más, al medir la energía del electrón lanzado desde el núcleo del indio-115, se determinaría la energía del neutrino entrante. El detector de indio podría así darnos nuestra primera descripción del espectro de neutrino como un todo.

Y más aún. A fin de cuentas, ¿cómo sabemos, realmente, que los neutrinos detectados por Davis procedían del Sol? Supongamos que proceden de alguna otra fuente de la que no somos conscientes, y supongamos también que no estamos recibiendo nada de todo eso del Sol.

En el caso del detector de indio, los electrones escapados se moverán más bien en línea con el neutrino entrante. Si la línea del movimiento del electrón, extendida hacia atrás, señala hacia el Sol, sin importar la hora del día que sea, llegaremos a la ajustada conclusión de que los neutrinos, efectivamente, proceden del Sol.

Elaborar un sistema que detecte los rayos gamma y los electrones, y mida la dirección y energía de los mismos, no es cosa fácil, pero, probablemente, puede hacerse. Se necesitarían unas cuatro toneladas de indio-115 para detectar un neutrino al día, y el coste total alcanzaría los 10 millones de dólares.

Costaría unos cuantos años instalar esos mecanismos de detección, pero tengo la sensación de que, a medida que los telescopios de neutrinos se ideen y se mejoren, la ciencia resultante de la «astronomía de los neutrinos» acabará por revolucionar nuestros conocimientos del Universo, de la forma como lo hicieron los telescopios luminosos, a partir de 1609, y los radiotelescopios desde el año 1950.

III. EL METAL MÁS NOBLE DE TODOS

Me encontraba ayer en un almuerzo con un grupo de hombres, en un agradable restaurante del centro de la ciudad, cuando, de forma por completo inesperada, una mujer se acercó a mí con gran excitación y regocijo. Tenía blancos los cabellos, era más o menos de mi edad, y resultaba muy atractiva.

Lo que se hacía más evidente era que me estaba saludando con el estilo de una antigua amiga y, como es usual, una sacudida de exquisito aturdimiento se extendió a través de mí. No sé por qué, pero, al parecer, todos mis viejos amigos no experimentan ningún problema para recordarme, mientras que yo he de tomarme una enorme cantidad de tiempo para acordarme de ellos. Supongo que se tratará de una deficiencia cerebral, fruto de tratar con demasiado empeño de no olvidarme nunca de los nombres de todos los elementos y de las distancias de todos los planetas.

Me relajé un poco cuando se evidenció, a través de su bulliciosa conversación, que era, en realidad, una amiga de mi hermana, y que su única conexión con nosotros databa de 1938. Realmente, con una laguna en el tiempo de esta clase, las dificultades en acordarse o no acordarse no pueden sobrepasar el constituir un pecado venial.

Luego la mujer prosiguió:

—Pero siempre he sabido, incluso entonces, doctor Asimov, que, algún día, llegaría a tener éxito y a ser famoso.

Naturalmente, la respuesta adecuada hubiera sido una sonrisa afectada y un tímido movimiento con la cabeza, pero otro de los males que me afligen es que necesito también condenadamente tiempo para hacerme con una respuesta adecuada.

En vez de ello, repuse:

—Si sabía eso, ¿por qué no me lo
dijo?

No obstante, ahora que lo pienso con sangre fría, no hubiese deseado que me lo dijera. Las sorpresas que trae el tiempo producen una mayor excitación a la vida, y también a la Ciencia.

Lo cual, como es natural, me trae al tema que trataré en este ensayo.

El oro es raro, es bello, es denso, nunca se oxida ni se estropea. La rareza y belleza no necesita de ningún comentario, pero podemos dar cifras de la densidad, con mayor dramatismo si los comparamos con las del plomo.

El plomo es unas tres mil veces más corriente que el oro en la corteza de la Tierra, y es tan feo con su coloración gris como el brillo amarillo del oro resulta bello. El plomo es lo suficiente común como para usarlo a diario, y lo bastante poco valioso como para emplearlo para cualquier cosa.

El plomo es bastante denso, no obstante, y dado que resulta el objeto ordinario más denso que la gente de la antigüedad podía llegar a conseguir, se convirtió en el prototipo de lo denso.

Uno anda con pies de plomo en casos difíciles, tiene plomo en vez de corazón o los párpados le pesan como el plomo cuando está muerto de sueño… A uno le parece tener una losa de plomo en el pecho cuando se es infeliz… Un tío pesado es un auténtico plomo…

Sin embargo, si la densidad del plomo es 1, la densidad del oro es 1,7. Si usted tiene un trozo de plomo y un trozo de oro de igual forma y tamaño, y el plomo pesa, por ejemplo, 3 Kg, el oro tendrá un peso de 5 Kg. Si tener el corazón de plomo equivale a estar triste y desgraciado, imagínense lo triste y desgraciado que usted sería de tener el corazón de oro, excepto que, en este caso, la metáfora no funciona.

En cuanto emplea usted el oro en sus metáforas, es la belleza y el valor lo que se expresa por sí mismo, y no la densidad. Además, si uno anda con pies de plomo cuando no está seguro de las cosas, si uno vale su peso en oro, no deja, naturalmente, de sentirse feliz.

La permanencia del oro descansa en su escasísima tendencia a combinarse con otros átomos. Además, no se oxida, ni tampoco se ve afectado por el agua o por otras sustancias. Incluso permanece inalterable ante la gran mayoría de los ácidos.

Esta resistencia contra la influencia de las demás sustancias, su elevada exclusividad, ha llevado a la gente a hablar del oro como de un «metal noble», dado que su nobleza desprecia asociarse con sustancias de menor calidad. La metáfora social fue llevada hacia los metales como el plomo y el hierro, que no son tan incorruptibles, y fueron por ello denominados metales «básicos», puesto que lo «corriente» representa la posición más baja en la escala social.

Así, pues, ¿cuáles son las posibilidades ahora de que existan metales que sean más nobles que el oro, más raros, más densos, menos aptos para el cambio? Para un antiguo, esa noción no hubiera podido ser más que risible, dado que el oro había sido usado, durante tanto tiempo y metafóricamente, para la perfección (incluso en las calles de los cielos no podría encontrarse mejores adoquines que los de oro). Pedir algo más noble que el oro equivaldría a solicitar una cosa que mejorase la misma perfección.

Y, sin embargo, semejante metal mejor que el oro existe, es en la actualidad muy bien conocido, y fue, de hecho, a veces encontrado y empleado hasta en los tiempos antiguos. Se ha hallado en un artefacto metálico, en Egipto, que data del siglo VII a.C. Y algunos de los instrumentos metálicos de los incas, en la Sudamérica precolombina, estaban hechos de una aleación de oro y de este otro metal.

La primera referencia específica en los escritos científicos europeos, se produjo en 1557. Un estudioso italiano, Julius Caesar Scaliger (Escalígero) (1484-1558), mencionó un metal encontrado en América Central, que no podía ser fundido con ninguna clase de calor que se le aplicase.

Aquí existe, inmediatamente, una indicación que sobrepasa al oro en un aspecto. De los metales conocidos para los antiguos, el mercurio se fundía a temperaturas muy bajas, y el estaño y el plomo lo hacían con un calor moderadamente elevado. De los otros cuatro, la plata se derrite a los 961°C, el oro a los 1.063°C, el cobre a los 1.083°C y el hierro a los 1.535°C.

Uno podía haber sospechado que si el oro fuese, verdaderamente noble, resistiría al fuego lo mismo que al aire y al agua, y que no se fundiría. El hecho de que el cobre, que es más ordinario que el oro, funda a una temperatura levemente más elevada, y el hierro, que es considerablemente más despreciable que el oro, funda a una temperatura notablemente más alta, resulta más bien desconcertante. (Por cuanto sé, debió considerarse como una dispensa de los cielos el permitir que el hierro fuese más duro y lo suficientemente tosco para ser empleado para las armas de guerra, algo demasiado utilitario para la nobleza del oro).

Resulta claro que el nuevo metal debe fundirse a una temperatura más elevada que la del hierro.

El primer científico que estudió el metal y lo describió con detalle, fue un metalúrgico inglés, Charles Wood, y un matemático español, Antonio de Ulloa (1716-95). Ambos, en los años 1740, estudiaron unos especimenes que llegaron procedentes de Sudamérica. El nuevo metal se obtenía en forma de pepitas en las arenas del río Pinto, en Colombia. Dado que el metal era blanco, los españoles de aquel lugar lo denominaron «plata Pinto». En el idioma de la época,
platina del Pinto.

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