—Ya veo a dónde quiere usted ir a parar. Cree que esa herida pudo ser demasiado grave para haberla causado una mujer.
—Las mujeres pertenecen al sexo débil por antonomasia, señor Gruer. La señora Delmarre, además, es pequeña.
—Pero muy atlética, agente Baley. En sus manos un arma que reuniese las características adecuadas de peso y equilibrio resultaría mortífera. Aun sin tener en cuenta esta circunstancia, una mujer furiosa es capaz de hacer cosas sorprendentes.
Baley se encogió de hombros.
—Habla usted de un arma. ¿Dónde está?
Gruer se removió inquieto en su asiento. Luego extendió la mano hacia una copa vacía. Un robot penetró en el campo de visión para escanciar un líquido incoloro que podía ser agua.
Gruer levantó un momento la copa llena y volvió a dejarla como si hubiese cambiado de idea. Rompiendo su momentáneo mutismo, dijo:
—Como ya habrá tenido ocasión de leer en el informe, hasta ahora no hemos podido encontrarla.
—Estaba enterado de ese particular. Sólo deseo cerciorarme, con la mayor seguridad, de varios extremos. ¿Buscaron el arma?
—Minuciosamente.
—¿Se encargó usted mismo de la búsqueda?
—La tarea fue encomendada a varios robots que yo visualicé constantemente. Obedeciendo mis instrucciones, no consiguieron hallar nada que hubiese podido servir de arma.
—Esto parece descargar a la señora Delmarre de parte de su culpabilidad, ¿no cree?
—En efecto —asintió Gruer con flema—. Es una de las razones que nos ha impedido actuar judicialmente contra ella y refuerza, además, la creencia de que la única persona sospechosa no puede ser la autora del crimen. Quizá sería mejor decir que, aparentemente, ella no puede haber cometido el crimen.
—¿Aparentemente?
—Debe de haber hecho desaparecer el arma homicida de algún modo. Hasta ahora, no hemos sido lo bastante listos para encontrarla.
Baley preguntó sombríamente:
—¿Han considerado ustedes todas las posibilidades?
—Me imagino que sí.
—Me extraña. Vamos a ver. Se ha utilizado un arma para aplastar el cráneo de un hombre, y en el lugar del crimen no aparece dicha arma; la única alternativa posible es que se la hayan llevado. No pudo hacerlo Rikaine Delmarre, porque está muerto. Pero ¿y Gladia Delmarre?
—Forzosamente ha debido ser ella —observó Gruer.
—¿Quiere decirme cómo? Cuando llegaron los robots, la hallaron tendida en el suelo sin conocimiento. Admitamos que fingía estar desmayada; de todos modos, estaba allí corporalmente. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el momento de cometerse el crimen y la llegada del primer robot?
—Eso depende del momento exacto en que se cometiese el crimen, cosa que ignoramos—repuso Gruer, inquieto.
—He leído el informe, señor Gruer. Un robot comunicó haber oído ruido y un grito que identificó como lanzado por el doctor Delmarre. Al parecer, ese robot era el que se hallaba más próximo al lugar del crimen. La señal de llamada brilló cinco minutos después. El robot necesitó, probablemente, menos de un minuto para presentarse en el lugar de los hechos. —Baley recordaba perfectamente la extraordinaria rapidez con que se presentaban los robots al ser llamados—. En cinco minutos, digamos diez, ¿a qué distancia podía haber llevado el arma la señora Delmarre para regresar a tiempo de hacerse la desmayada?
—Pudo haberla destruido en la máquina para la basura.
—Según el informe dicha máquina fue examinada, y la actividad residual de los rayos gamma era muy baja. Desde hacía veinticuatro horas no se había destruido en ella nada que tuviese tamaño apreciable.
—Ya lo sabía. Sencillamente, lo ofrecía como un ejemplo de lo que pudo haber pasado.
—Es cierto, pero debe existir otra explicación más sencilla. Supongo que se han revisado todos los robots pertenecientes al servicio doméstico de los Delmarre.
—Desde luego.
—Su funcionamiento ¿era aceptable?
—Sí.
—¿No sería posible que alguno de ellos se hubiese llevado el arma, sin saber quizá de qué se trataba?
—Ninguno de ellos sacó nada del lugar del crimen. Tampoco tocaron ningún objeto.
—Esto no es cierto. Se llevaron el cadáver y lo prepararon para la cremación.
—¡Hombre, eso sí! Pero no creo que debamos tenerlo en cuenta. Es natural que lo hiciesen.
—¡Cáspita! —exclamó Baley en voz baja, mientras luchaba por conservar la calma. Luego añadió, en tono más audible—.
Supongamos que hubo alguien más en el escenario del crimen.
—Imposible —objetó Gruer—. ¿Quién se hubiera atrevido a presentarse personalmente ante el doctor Delmarre?
—¡Vaya! —gritó Baley—. Por lo visto, los robots no pensaron ni por un momento que alguien hubiese podido introducirse subrepticiamente en la casa. Imagino que ninguno efectuó una búsqueda por los terrenos contiguos. El informe nada dice al respecto.
—Las pesquisas se iniciaron con la búsqueda del arma, pero transcurrido bastante tiempo después del crimen.
—¿No trataron de descubrir huellas de vehículos terrestres o aéreos en las inmediaciones?
—No.
Así, en el caso de que alguien se hubiese revestido del valor suficiente para presentarse ante el doctor Delmarre y matarlo, se hubiera podido marchar con la mayor tranquilidad, sin que nadie le detuviese ni tan siquiera le viese. Después de esto, podía estar seguro y confiado de que todos afirmarían que allí no estuvo nadie.
—Nadie pudo haber estado allí—afirmó Gruer, con énfasis.
—Un momento. Aún hay otra cosa. Un robot está complicado en el crimen. Es el que se hallaba en el lugar de los hechos.
Daneel intervino por primera vez en la conversación.
—Ese robot no se encontraba allí. De haber estado, el crimen no se hubiese cometido.
Baley volvió vivamente la cabeza. Y Gruer, que había levantado la copa por segunda vez, como si se dispusiese a beber, la dejó de nuevo sobre la mesa para mirar a Daneel.
—¿No es así? —preguntó Daneel.
—Exacto —convino Gruer—. Un robot hubiera evitado la agresión contra un ser humano, de acuerdo con la Primera Ley.
—Muy bien, de acuerdo. Pero no debía de andar lejos, pues estaba allí cuando llegaron los restantes robots. Vamos a suponer que se encontraba en la habitación contigua. El asesino avanza hacia Delmarre y éste grita: «Vas a matarme». Los robots de la casa no oyeron estas palabras. Solamente el grito. Pero como nadie, les llamó, no acudieron. En cambio, el robot en cuestión escuchó las palabras y, obedeciendo los dictados de la Primera Ley, acudió sin que le llamasen, pero llegó demasiado tarde. Probablemente vio cómo se cometía el crimen.
—Debió de presenciar los últimos momentos del drama —aventuró Gruer—. Sin duda eso lo desorganizó: presenciar el daño inferido a un ser humano sin poder impedirlo constituye una violación le la Primera Ley y, según las circunstancias, las perturbaciones del cerebro positrónico pueden ser de diversa índole. En este caso, el cerebro del robot resultó muy dañado.
Gruer contempló las yemas de los dedos mientras hacía girar entre ellos la copa de licor. Preguntó, entonces, Baley:
—Luego, ese robot fue testigo del crimen. ¿Le han interrogado?
—¿De qué hubiera servido hacerlo? Estaba totalmente averiado. Sólo sabía decir: «Vas a matarme». Hasta aquí, estoy de acuerdo con su reconstrucción de los hechos. Estas palabras fueron, probablemente, las últimas que pronunció Delmarre y quedaron grabadas en la conciencia del robot. Todo lo demás fue destruido.
—Pero, según creo, Solaria está especializada en robots. ¿No es posible reparar ese robot, recomponer sus circuitos?
—No —repuso Gruer lacónicamente.
—¿Dónde está ahora este robot?
—Convertido en chatarra.
Baley enarcó las cejas.
—Este caso resulta bastante peculiar. No existen motivos, ni medios, ni testigos, ni pruebas. La única prueba con que contábamos ha sido destruida. Sólo tenemos a una persona sospechosa y todos parecen estar convencidos de que nadie más puede ser culpable. Evidentemente, usted comparte esa opinión. Entonces me pregunto: ¿por qué han requerido mis servicios?
Gruer frunció el ceño.
—Le veo trastornado, señor Baley. —Volviéndose de pronto a Daneel, le dijo—: Oiga, señor Olivaw.
—Usted dirá, señor Gruer.
—¿Quiere hacerme el favor de darse una vuelta por la casa y asegurarse de que todas las ventanas están cerradas a cal y canto? Es posible que el agente Baley sienta los efectos del espacio abierto.
Estas palabras dejaron estupefacto a Baley. Su primer impulso fue rebatir la insinuación de Gruer y ordenar a Daneel que no se moviese de allí. Pero, súbitamente, le pareció notar cierto temblor en la voz de Gruer y una mirada de súplica en sus ojos.
Recostándose en su asiento, dejó que Daneel saliese de la habitación.
Instantáneamente, una máscara pareció caer del semblante de Gruer, dejándolo como desnudo y trémulo. El director general de Seguridad de Solaría dijo entonces:
—Ha salido mejor de lo que esperaba. No sabía cómo arreglármelas para verle a usted a solas. Me parecía muy difícil que el auroriano se marchase de manera tan sencilla. Sin embargo, no se me ocurrió otra excusa mejor.
Baley dijo:
—Bien, ahora ya estamos solos.
—No podía hablar libremente en su presencia —siguió Gruer—. Nos impusieron la presencia de ese auroriano a cambio de la suya. Es el precio que hemos tenido que pagar. —El solariano se inclinó hacia su interlocutor—. Aquí hay algo más que un simple asesinato. No me preocupa únicamente quién puede haberlo cometido. Sepa usted que en Solana existen partidos, organizaciones secretas...
Baley le miró de hito en hito.
—En eso yo no puedo ayudarles.
—Se equivoca. Tenga en cuenta que el doctor Delmarre era un tradicionalista, un amante de las viejas costumbres, que eran las buenas. Pero existen nuevas fuerzas, entre nosotros, que quieren imponernos un cambio, y esas fuerzas han reducido al silencio al doctor Delmarre.
—¿No quedamos en que fue su esposa quien lo asesinó?
—Ella puede haber sido el brazo ejecutor. Eso poco importa. Lo que importa es que tras ella hay una organización.
—¿Está usted seguro? ¿Tiene pruebas?
—Solamente pruebas muy vagas. Lo siento. Rikaine Delmarre estaba sobre una pista. Me aseguró que tenía pruebas contundentes, y yo le creí. Le conocía lo bastante bien como para saber que no era un loco ni se comportaba como un niño. Por desgracia, me dijo muy poco, ya que deseaba reunir todos los datos necesarios antes de exponer el asunto a las autoridades. Debía de estar a punto de terminar sus pesquisas, o de lo contrario no se hubieran atrevido a correr el riesgo de asesinarle abiertamente y de una manera violenta. Sin embargo, Delmarre dijo algo: toda la raza humana está en peligro.
Baley sintió un escalofrío. Por un momento le pareció escuchar de nuevo a Minnim, pero a una escala mayor. ¿Es que se habían propuesto acudir a él para que les conjurase las amenazas cósmicas?
—¿Y en qué puedo servirle yo para resolver eso?
—Usted puede servirme como terrestre —repuso Gruer—. ¿Entiende? En Solaria no tenemos experiencia al respecto. Hasta cierto punto, no comprendemos al prójimo, pues somos muy pocos. —Se lo veía inquieto—. No me gusta hablar de esto, señor Baley. Mis colegas se ríen de mí y algunos se encolerizan, pero estoy convencido de lo que digo. En mi opinión, ustedes los terrestres entienden a sus semejantes mucho mejor que nosotros, por el solo hecho de vivir en multitudes. Y un detective aún debe poseer mayores conocimientos de psicología humana. ¿Estoy en lo cierto?
Baley asintió a medias, pero sin pronunciar palabra. Gruer prosiguió:
—Hasta cierto punto fue una suerte que se cometiese este asesinato. No me atreví a dialogar con mis compañeros sobre las investigaciones de Delmarre, pues no estaba seguro de quién podía hallarse complicado en la pretendida conspiración, y además Delmarre no quería facilitarme detalles hasta no haber terminado sus pesquisas. E incluso suponiendo que las hubiera terminado, no estaba muy seguro de las medidas que me tocaría adoptar. No tengo la menor idea de cómo hay que enfrentarse con otros seres humanos hostiles. Desde el primer momento comprendí que necesitábamos la presencia de un terrestre.
»Cuando me enteré de su actuación en el caso del hombre del espacio asesinado en la Tierra, comprendí que usted nos era imprescindible. Me puse en contacto con Aurora, con algunos de los moradores con quienes usted había colaborado estrechamente, y a través de ellos entablé negociaciones con el gobierno terrestre. A pesar de lo expuesto no conseguí persuadir a mis colegas de que me diesen su conformidad. Por entonces se produjo el asesinato, y la impresión que causó, me ayudó a conseguir dicha conformidad. En aquel momento, hubieran accedido a lo que fuese. —Tras una ligera vacilación, Gruer añadió—: No me resulta fácil pedir la ayuda de un terrestre, pero me veo obligado a hacerlo puesto que la raza humana está en peligro, incluyendo la propia Tierra.
Ello significaba, pues, que un doble peligro se cernía sobre la Tierra. No podía dudarse del tono de desesperada sinceridad en la voz de Gruer.
Pero, entonces, si aquel asesinato había resultado un feliz pretexto para permitir a Gruer hacer lo que tan desesperadamente anhelaba llevar a término, ¿podía considerarse lo ocurrido como un hecho totalmente afortunado? Ante Baley se abrían nuevas perspectivas que no se reflejaban ni en su cara ni en su mirada ni en su voz. Se limitó a decir:
—Me han enviado aquí, señor Director General, para ayudarles en lo que pueda. Y eso es lo que pienso hacer.
Gruer levantó finalmente la copa y miró por encima de ella hacia donde se encontraba Baley.
—Muy bien —aprobó—. Ni una palabra de lo dicho al auroriano, se lo suplico. Ignoro la razón, pero lo cierto es que demostraron un interés desusado en este caso. Así, por ejemplo, insistieron en que el señor Olivaw debía colaborar con usted. Aurora es una gran potencia; tenemos que reconocerlo. Dicen que nos han enviado al señor Olivaw tan sólo porque colaboró con usted anteriormente, pero también es posible que deseen contar con un hombre de su confianza, ¿no le parece?
Sorbió despacio la bebida, sin apartar su mirada de Baley. Éste se pasó los nudillos de la mano derecha por una de sus enjutas mejillas, frotándosela con aire pensativo, mientras decía: