—Todo eso está implícito, sobrentendido.
—No tan sobrentendido por los hombres normales. De lo contrario, éstos comprenderían que los robots son capaces de cometer un asesinato.
Leebig palideció.
—¡Está loco! ¡Esto es un disparate!
Baley se contempló las yemas de los dedos.
—Supongo que un robot puede realizar una tarea inocente; una acción que no surta efectos perjudiciales sobre un ser humano. Naturalmente, si se lo ordenan.
—Sí.
—¿Y qué pasa si estas dos inocentes acciones, cada una de ellas por completo inofensiva en sí, se convierten en un crimen si se las junta?
—¿Cómo?
El rostro de Leebig hizo una fea mueca.
—Deseaba conocer su opinión como experto en la materia. Le expondré un caso hipotético. Suponga que alguien le dice a un robot: «Pon una pequeña cantidad de este líquido en un vaso de leche que encontrarás en tal sitio. Este líquido es inofensivo. Quiero conocer únicamente el efecto que produce en la leche. Una vez que conozca este efecto, puedes tirar la leche. Realizada esta acción, olvídala por completo».
Leebig se limitó a refunfuñar. Baley prosiguió:
—Si yo hubiese dicho a un robot que vertiese un líquido misterioso en la leche y que luego la ofreciese a una persona determinada, la Primera Ley le obligaría a preguntar: ¿Cuál es la naturaleza de este líquido? —¿Es dañino para el hombre? Y aunque le asegurase que el líquido era inofensivo, la Primera Ley podría hacer vacilar al robot; el cual se negaría a servir la leche. En lugar de eso, se le dice que la leche será desechada, por lo que no se transgrede la Primera Ley. ¿Se negará el robot a ejecutar la orden?
Leebig estaba hecho un basilisco. Baley, imperturbable, continuó:
—Entonces, viene un segundo robot que sirve la leche, ignorando que otro robot le ha echado un líquido. Con toda su inocencia, ofrece esta leche a un hombre, y éste muere.
Leebig vociferó, fuera de sí:
—¡Es imposible!
—¿Por qué? Ambas acciones son inocentes consideradas por separado. Sólo al juntarlas se convierten en un asesinato. ¿Niega que esto pueda suceder?
—El único asesino sería el hombre que diese las órdenes —gritó Leebig.
—Puestos a filosofar, reconozco que así es, en efecto. Los robots no serían más que los asesinos inmediatos o los instrumentos del crimen.
—Nadie sería capaz de dar semejantes órdenes.
—Pues existe un hombre que las dio. Así fue como debió de realizarse el asesinato frustrado del doctor Gruer. Supongo que se ha enterado usted.
—En Solana se sabe todo.
—Entonces, sabrá usted que Gruer fue envenenado durante la cena ante mis ojos y los de mi colaborador, señor Olivaw, de Aurora. ¿Puede indicarme qué otro camino pudo seguir el veneno para llegar hasta él? No había otro ser humano en toda la hacienda. Como solariano, este detalle debe de ser significativo para usted.
—No soy detective. No he elaborado ninguna teoría.
—Acabo de regalarle una. Quiero que me diga si es posible. Deseo saber si dos robots pueden realizar dos acciones separadas, cada una de ellas inocente en sí, que al unirse den por resultado un asesinato. En su condición de experto, doctor Leebig, le pregunto: ¿es posible?
Leebig, acorralado, respondió afirmativamente en una voz tan baja, que Baley apenas le oyó.
—Muy bien, pues. ¡Viva la Primera Ley!
Leebig clavó sus ojos en Baley, mientras su párpado colgante se movía un par de veces en un tic lento. Separó las manos que había mantenido entrelazadas, aunque los dedos seguían retorcidos como una garra, como si oprimiesen una mano fantasma hecha de aire. Volvió las palmas hacia abajo y las descansó sobre las rodillas. Sólo entonces los dedos relajaron su tensión.
Baley lo contemplaba abstraído.
—En teoría, sí, todo esto es exacto—dijo Leebig—. ¡En teoría! Pero no trate de mudar la Primera Ley tan fácilmente, terrestre. Habría que dar unas órdenes muy astutas a los robots, para que éstos transgrediesen la Primera Ley.
—De acuerdo. Yo soy un terrestre y casi no sé nada sobre robots. Las órdenes que he citado han sido sólo a guisa de ejemplo. Es posible que un solariano las diese de un modo mucho más sutil y eficaz. Estoy seguro.
Posiblemente Leebig no escuchaba, pues dijo en voz alta:
—Si se puede manipular un robot con el fin de que cause daño a un ser humano, eso quiere decir únicamente que debemos extender los poderes del cerebro positrónico. Como es imposible perfeccionar al ser humano, habrá que construir robots a prueba de injerencias.
»Progresamos continuamente. Nuestros robots son más variados, especializados, más capaces y más inofensivos que los de hace un siglo. Dentro de cien años, el progreso aún será mayor. ¿Por qué hacer que un robot maneje unos mandos, si podemos introducir un cerebro positrónico en dichos mandos? Esto es especialización, pero también podríamos generalizar. ¿Por qué no? Si nosotros...
Baley le interrumpió.
—¿Es usted el único roboticista de Solaria? —No sea usted estúpido.
—Es una simple pregunta. El doctor Delmarre era el único... el único ingeniero fetal, con la sola excepción de su ayudante.
—Solaria tiene más de veinte roboticistas. —¿Es usted el mejor de ellos?
—Lo soy—dijo Leebig sin la menor vanidad. —Delmarre trabajaba con usted, según creo.
—Sí.
—Tengo entendido que se proponía terminar esta colaboración poco antes de su muerte.
—No lo indicó jamás. —¿Quién le dio esa idea?
—Además, creo que manifestaba gran desaprobación ante su soltería.
—Es posible. Era un solariano muy íntegro. Sin embargo, eso no afectaba nuestras relaciones.
—Para cambiar de tema: aparte de crear nuevos modelos de robots, creo que usted también fabrica y repara los tipos ya existentes. ¿Es cierto?
—La manufactura y las reparaciones son empresas que, en su mayor parte, están en manos de los propios robots. En mi hacienda existe una gran fábrica y un taller de reparaciones.
—A propósito, ¿los robots requieren muchas reparaciones?
—Muy pocas.
—¿Significa que la reparación de robots es una ciencia poco desarrollada?
—Nada de eso —respondió Leebig muy envarado.
—¿Qué puede decirme del robot que se hallaba en el lugar del crimen?
Leebig apartó la mirada y frunció las cejas como si quisiera impedir que un doloroso pensamiento penetrase en su mente.
—Quedó inútil total.
—¿Inútil por completo? ¿Podía responder algunas preguntas?
—En absoluto. No servía para nada. Su cerebro positrónico había perecido víctima de una serie de cortocircuitos; ni un solo circuito quedó intacto. Piense usted que se vio obligado a presenciar asesinato y no fue capaz de evitarlo...
—¿Y por qué no fue capaz de evitarlo?
—¿Y yo que sé? El doctor Delmarre estaba haciendo pruebas con ese robot. Ignoro en qué condición mental lo dejó. Podía haberle ordenado, por ejemplo, que suspendiese todas sus operaciones mientras él comprobaba un circuito determinado. Si alguien realizase de pronto un ataque homicida, pudo existir un intervalo perceptible, antes de que el robot pudiese apelar al potencial de la Primera Ley para anular la orden de inmovilización dada por el doctor Delmarre. Podría hallar otra docena de explicaciones de que el robot fuese incapaz de impedir el asesinato. Esta imposibilidad constituyó una violación de la Primera Ley, la cual fue suficiente para fundir todos los circuitos de la mente del robot.
—Pero si éste se mostró físicamente incapaz de prevenir el asesinato, ¿cuál fue su responsabilidad? ¿O acaso la Primera Ley exige imposibles?
Leebig se encogió de hombros.
—La Primera Ley, pese a sus intentos de menospreciarla, protege a la humanidad hasta el último átomo de fuerza potencial. No permite excusas de ninguna clase. El incumplimiento de la Primera Ley significa la destrucción del robot.
—¿Es una ley universal, doctor?
—Tan universal como los robots.
—En ese caso puedo decir que he aprendido algo.
—Aprenda, pues, otra cosa. Su teoría del asesinato por medio de una serie de acciones robóticas, cada una de ellas independiente e inocua en sí misma, no le ayudará a resolver el caso del asesinato del doctor Delmarre.
—¿Por qué no?
—Su muerte no fue causada por envenenamiento, sino por un golpe. Alguien tuvo que esgrimir el objeto contundente, y ese alguien no podía ser más que un ser humano. No hay ningún robot capaz de blandir un garrote para partirle la cabeza a un hombre.
—Suponga que un robot hubiese oprimido un inofensivo botón que dejase caer, a su vez, un gran peso sobre la cabeza del doctor Delmarre.
Leebig sonrió con acritud.
—Terrestre, he visualizado el lugar del crimen, y me he enterado de todos los detalles. Ese asesinato ha causado una enorme impresión en Solaria, como usted puede suponer. Me hallo en condiciones de asegurarle que en el lugar del crimen no había la menor huella de maquinaria o de pesos caídos del techo.
—Y tampoco de instrumentos romos.
Leebig manifestó con desdén:
—Usted es el detective. A usted corresponde encontrar el arma homicida.
—Si descartamos un robot como responsable de la muerte del doctor Delmarre, ¿quién fue, entonces, el asesino?
—¡Todo el mundo sabe quien fue! —gritó Leebig—. ¡Su mujer! ¡Gladia!
Al menos existe unanimidad de opiniones, pensó Baley. En voz alta, dijo:
—¿Y cuál fue el cerebro que estaba oculto tras los robots que envenenaron a Gruer?
—Yo supongo... —empezó a decir Leebig.
—No irá usted a creer que hay dos asesinos, ¿verdad? Si admitimos que Gladia cometió el primer asesinato, también hay que atribuirle el segundo.
—Sí, probablemente tiene usted razón —respondió Leebig con voz más firme—. No hay ninguna duda.
—¿Ninguna?
—Nadie podía acercarse lo suficiente al doctor Delmarre para matarle. Era tan inflexible como yo en lo que se refiere a la presencia personal, haciendo una sola excepción: su esposa. En cambio, yo no hago ninguna excepción. ¡Soy más prudente!
El roboticista soltó una estentórea y desagradable carcajada. Baley le espetó de pronto:
—Creía que usted la conocía.
—¿A quién?
—A ella. Hablamos de ella. ¡De Gladia!
—¿Quién le ha dicho que yo conozco más a unas personas que a otras? —le preguntó Leebig, llevándose la mano a la garganta.
Movió los dedos para abrir el cuello de sus ropas un par de centímetros, con el fin de respirar mejor.
—Me lo dijo la propia Gladia. Añadió que solía pasear con usted.
—¿Y qué? Somos vecinos. Eso no tiene nada de particular. Eso me resultaba muy agradable.
—¿Quiere decir que le parecía bien?
Leebig se encogió de hombros.
—Hablar con ella me distraía.
—¿De qué hablaban?
—De robótica.
Había un tono de sorpresa en la respuesta, como si se extrañase de la pregunta.
—¿Ella también hablaba de robótica?
—No sabe una palabra de esa ciencia; la pobrecilla es una ignorante. Pero escuchaba. Se dedica a un pasatiempo basado en los campos de fuerza; creo que lo llama campos coloreados. A mí me ponía nervioso, pero la escuchaba.
—¿Y todo esto sin la presencia personal?
Leebig, indignado, no quiso ni responder.
—¿Se sentía usted atraído por ella? —insistió Baley.
—¿Cómo?
—¿La encontraba físicamente atractiva?
El párpado caído de Leebig se levantó y sus labios temblaron, mientras murmuraba:
—¡Animal asqueroso y soez!
—Digámoslo de otra manera. ¿Cuándo dejó de encontrar agradable a Gladia? Recuerde que fue usted quien empleó esta palabra.
—¿A dónde quiere ir a parar?
—Usted dijo que la encontraba agradable, y ahora admite que fue ella quien asesinó a su marido. Este acto no es el más apropiado para una persona agradable.
—Me equivoqué respecto a ella.
—Pero reconoció su equivocación antes de que ella matase a su marido, si es que lo hizo, pues dejaron de pasear poco tiempo antes de cometerse el asesinato. ¿Por qué?
—¿Cree que eso tiene importancia?
—Todo es importante mientras no se demuestre lo contrario
—Mire, si desea obtener información de mí como roboticista, solicítela. Pero no responderé a preguntas personales.
Sin hacerle caso, Baley prosiguió:
—Usted estaba estrechamente vinculado a la víctima y al principal sospechoso. ¿No comprende que en tal caso es inevitable que le haga preguntas personales? ¿Por qué dejó de pasear con Gladia?
—Llegó un momento en que ya no sabía que decirle; yo tenía demasiado trabajo y no encontraba razón para proseguir aquellos paseos.
—Cuando dejó de encontrarla agradable, dicho en otras palabras...
—Muy bien. Dígalo así, si le apetece.
—¿Por qué dejó de encontrarla agradable?
—¡Por ninguna causa concreta! —gritó Leebig.
Baley hizo caso omiso de la excitación que mostraba su interlocutor.
—A pesar de eso, sigue siendo una persona que trató a Gladia íntimamente. ¿Qué motivos pudo haber tenido para cometer el delito?
—¿Motivos?
—Nadie ha indicado qué motivos la impulsaron a perpetrar el, asesinato. Es de suponer que Gladia no mató a su marido sin tener un motivo.
—¡Gran Galaxia! —Leebig echó la cabeza hacia atrás como si fuese a prorrumpir en carcajadas, pero no se rió—. ¿Nadie se lo ha dicho? Claro, quizá nadie lo sabía. Yo lo sé porque me lo ha dicho ella misma, y con harta frecuencia.
—¿Qué le dijo, doctor Leebig?
—Pues que se peleaba con su marido. Reñían con violencia y muy a menudo. Ella le odiaba, terrestre. ¿Nadie se lo ha dicho? Ella tampoco?
Baley encajó el golpe, aunque trató de no demostrarlo.
Era de presumir que, teniendo en cuenta su género de vida, los solarianos consideraban como algo sacrosanto sus vidas privadas. Las preguntas acerca del matrimonio y los hijos se consideraban de pésimo gusto. Supuso, por lo tanto, que las querellas conyugales caían, también, dentro de la categoría de temas prohibidos.
Pero ¿continuaba siendo así cuando se había cometido un asesinato? ¿Nadie podía atreverse a cometer, a su vez, el crimen social de preguntar a la persona sospechosa si se peleaba con su marido o de mencionar este asunto en la conversación?