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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (21 page)

BOOK: El Sótano
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—Vamos, hay que darse prisa. Ese loco no va a rendirse.

Recogieron a Germán, iluminado por la linterna de Clara, que estaba tiesa como un palo en la parte baja de la escalera. También Víctor encendió la suya y se la puso en la boca para que Bárbara y él pudieran descender sin tropezarse, con Germán en brazos.

Avanzaron con dificultad por la primera galería. Clara iba detrás de ellos, pegada a Bárbara. Las dos chicas se quedaron petrificadas cuando llegaron al escondrijo del mendigo. La primera se quedó totalmente impávida, pero Bárbara empezó a sollozar, muy impresionada.

—Ese hombre está… está totalmente loco…

Las palabras entrecortadas de la joven se fundieron con los golpes que llegaban desde la entrada al sótano. Parecían cada vez más fuertes, aunque se estaban alejando de ellos.

—Sigamos —ordenó Víctor, que empujó a Bárbara hacia el túnel—. Por aquí.

«Deja de malgastar fuerzas con eso —dijo la voz de Dios al mendigo—. Ve ahora mismo a la entrada del edificio.»

—Pero… También está cerrada.

«Ya no. Ten fe y haz lo que te mando. Piensa en tu recompensa.»

—Mi recompensa…

Los golpes cesaron. El viejo se agarró el brazo herido y lo apretó con fuerza. Le dolía mucho, pero Dios le regaló un nuevo torrente de adrenalina, y casi al momento quedó mitigado.

Lo que Dios le había dicho era cierto. La entrada estaba abierta, como cuando los muchachos rompieron los tablones de madera que la tapiaban. Salió por ella a la calle. Estaba cayendo la mayor nevada del invierno. Los copos caían incesantemente, formando una cortina que resplandecía en torno a las farolas con halos pálidos, como esferas irreales surgidas del mundo de los sueños. Sobre el suelo había una capa blanca que llegaba hasta el tobillo, en la que se veían unas pisadas profundas, como de botas militares.

«Las marcas de los pies de Dios», pensó el mendigo, sin comprender.

Su Señor volvió a hablarle:

«Vuelve a la otra entrada y acaba con ellos. ¡Apresúrate!»

El hombre rodeó el edificio bajo la nieve. Sus cabellos ralos y sucios se llenaron enseguida de motas blancas. El vaho le salía por la boca al ritmo acelerado de su corazón. No se veía un alma allí fuera. Aunque la había. Si es que realmente alguien, entre quienes controlaban aquel experimento, tenía alma.

Por las galerías del sótano, el trayecto hasta el pozo de mantenimiento no fue largo, aunque la lucha con el mendigo y el peso del cuerpo inerte de Germán habían dejado a Bárbara y Víctor exhaustos. Éste había tenido razón al suponer que quizá esa otra salida comunicara el subterráneo con la parte abierta de la facultad. Todos los accesos estaban tapiados, pero ese último trecho de galería, con un tramo de peldaños incrustados en la pared y coronado por una trampilla metálica, aún se encontraba despejado.

Ahora, al pie de esa salida, Víctor reveló por fin la verdad a Bárbara. Era necesario que no lo hiciera antes, cuando estaban arriba, donde podían ser vistos y oídos, para no poner su auténtico plan al descubierto. Hizo un gesto a la joven para que se aproximara a él, evitando que lo captaran por las cámaras de vigilancia, y le indicó que no dijera nada. Con más gestos le hizo entender que la trampilla era impracticable. Algo muy pesado, situado por encima de ella, la obstruía por completo. Por eso su plan no era salir por allí, sino otro muy distinto.

Al encontrar esa salida se dio cuenta de que el mendigo debía de haberla atrancado desde fuera, antes de volver al interior del edificio y esconderse en la parte más elevada. Luego, alguien había cerrado el acceso principal al exterior. Los barrotes de las ventanas hacían el resto. Era imposible salir. Pero no resultaba del todo descabellado recurrir a la psicología para obtener una ventaja y un modo de cambiar la situación.

Cuando arrancó la cámara de la pared, dijo que él y Alejandro, empujando juntos, serían capaces de forzar la trampilla y abrirla. Era mentira, y además ahora Alejandro estaba muerto. En realidad, nunca pensó que pudieran lograrlo. Aunque, si los que lo escuchaban y lo veían todo mordían el anzuelo y lo creían, las medidas que tomaran para evitarlo les darían la oportunidad que él buscaba.

De momento, lo único que podían hacer era esperar. El mendigo llegaría por uno lado u otro. Sólo era cuestión de tiempo.

—¿Cómo está Germán? —preguntó Víctor, que no había podido interesarse por el muchacho desde que el mendigo los atacó.

—Muy mal —respondió Bárbara—. Se está desangrando.

Víctor se agachó junto a él, colocó dos dedos a un lado de su cuello y le tomó de nuevo el pulso en la carótida. Era muy débil e irregular. Si no salían de allí pronto y lo llevaban a un hospital, Germán sufriría un colapso irreversible y moriría. Había visto casos similares cuando sirvió en Afganistán y en Líbano.

—¿Qué… ha pa… sado?

Por un instante, el herido recobró la conciencia.

—Ten… go sed…

El único que llevaba encima su mochila era Víctor. Sacó de ella una cantimplora metálica y la acercó a los labios de Germán. Fue vertiendo pequeños hilos de líquido en su boca. Apenas podía tragarlos, aunque los buscaba con sus labios con avidez.

—¿Qué ha… pasado? —insistió después de calmar su sed.

—No pienses en eso ahora. No hables. Tienes que conservar todas tus fuerzas.

Víctor le habló como lo haría un soldado a un compañero herido en combate.

—¿Voy a morir?

La voz de Germán se llenó de angustia al preguntarlo. Casi fue una afirmación.

—No —respondió categóricamente Víctor.

Bárbara miró a este último sin poder evitar cierta admiración por su entereza. Les había engañado a todos y era culpable, al menos en parte, de aquella situación. De aquellas muertes. Pero no se preocupaba sólo por él y se estaba comportando como un auténtico líder. Ojalá le hubiera conocido en otras circunstancias, pensó la joven. Luego se lamentó interiormente por haber caído en esa trampa sin saber siquiera qué estaba pasando o por qué.

Un leve ruido la sacó de sus cavilaciones. Fue una especie de chirrido breve y agudo, al que siguió otro más fuerte. Esta vez el sonido retumbó en las paredes desnudas y desapareció por los túneles como un huidizo lamento. Bárbara se sobrecogió y estrechó con más fuerza el cuerpo lánguido de su hermana, que seguía ausente.

Mejor así. Lo que fuera a ocurrir de ahí en adelante no sería nada bueno, en ningún caso. Alguien tendría que morir. El dolor estaba a punto de invadir, con un ímpetu todavía mayor, aquel sótano frío y húmedo. Y también de nuevo oscuro, porque Víctor había ordenado que apagaran las linternas. Aunque las tenían preparadas para cuando fuera necesario encenderlas de nuevo.

Germán estaba apoyado en la pared un poco más atrás. Bárbara dejó a su hermana en un recodo, y luego ella y Víctor se colocaron bajo el pozo que daba a la trampilla, con las armas preparadas. Ésta se abrió por fin. Un destello pálido cayó desde arriba como si tuviera volumen propio. Se escuchó un gruñido. Y luego un movimiento.

La suerte estaba echada.

22

—Está usted haciendo cosas que no debe. Empieza a ser una molestia.

Con esa frase, pronunciada con la frialdad de un psicópata, empezó una nueva conversación de Eduardo con Garganta Profunda.

—¿Una molestia? ¡Pues espere a ver lo grande que se hace esta molestia!

—No juegue con fuego. Podría quemarse. Esto le supera. Limítese a seguir mis instrucciones. Tendrá un gran reportaje, y yo lo que necesito recuperar.

—Así que es eso… ¿No me dijo que no tenía ningún interés personal en todo este asunto?

—Y, en efecto, mi interés no es personal. También es algo que está por encima de mí.

Eran las nueve de la mañana. Eduardo todavía tenía la cabeza embotada por la falta de sueño y el exceso de alcohol. La tarde anterior había devuelto la Vespa a Serguéi, que estaba a punto de tomarse unas vacaciones y regresar a Ucrania. Después se había ido a casa, a emborracharse como de costumbre. La muerte de Víctor Gozalo tampoco podía ser natural, como no lo fue la de Miguel Quirós. Demasiadas coincidencias sobre demasiadas coincidencias.

—¿Qué es lo que está buscando exactamente?

—No necesita saber eso. Le repito que el trato es éste: usted consigue un reportaje de impacto internacional, y yo recobro algo que hemos perdido.

La forma en la que el hombre pronunció la palabra «hemos» dio a entender a Eduardo que algo grande estaba detrás de todo aquello. No lo ponía en duda. Si quienes manejaban los hilos eran capaces de matar sin contemplaciones, no debía de ser una exageración.

—Está bien. Acepto el trato. Pero necesito saber si es usted responsable del asesinato de Miguel Quirós y Víctor Gozalo.

—Le doy mi palabra de que yo no he ordenado esas muertes.

Para Eduardo, esa palabra no valía más que la de Judas Iscariote, aunque le creyó. Parecía lógico que quien tratara de arrancar los secretos ocultos de Víctor Gozalo no hubiera acabado con su vida. O que tuviera que recurrir a un periodista para ello, como sucedió en el primer y único encuentro con aquel joven trastornado.

—Pero entonces, como yo creía, no han sido muertes casuales.

—Así es.

—¿Estoy yo también en peligro?

—No. Mientras siga mis instrucciones, no lo estará.

—¿Quién lo hizo?

—No puedo revelárselo. Por su propia seguridad.

—¿Por la mía o por la suya?

—Por la de ambos.

Eduardo resopló. Estaba confundido. No sabía si Garganta Profunda era un aliado o un enemigo, o ambas cosas al mismo tiempo.

—Tenga mucho cuidado cuando esté cerca de la meta —siguió hablando el hombre, con voz ahogada—. Si lo logra, deberá ponerse en contacto conmigo inmediatamente, antes de que pueda haber… complicaciones.

—Pero, yo no tengo su…

—Sí que lo tiene. Cuando consiga su objetivo, pero bajo ninguna circunstancia, antes, marque en su teléfono 609 seguido de su fecha de nacimiento, en seis cifras: día, mes y año. Es una línea segura. Y no trate de localizarla, como hizo con mi transferencia bancaria, porque le será imposible.

Ese comentario, y el hecho de que hubiera utilizado su propia fecha de nacimiento para la línea, dejó bien patente que, en efecto, Garganta Profunda conocía todos sus pasos. Quizá no debió hacerlo, pero Eduardo no pudo contenerse y le espetó:

—¿Por qué ha hecho que me sigan?

—Le han estado siguiendo, es cierto, pero no por orden mía. Yo sólo estoy al tanto de lo que ellos hacen.

—¿Ellos?

—No insista, por favor. Ahora tengo que colgar. Buena suerte y sea cauto.

Al menos, en esta ocasión Garganta Profunda se había despedido. Y, a pesar de lo enigmático de sus respuestas, había aclarado algunas de las dudas de Eduardo.

La meta no debía de estar lejos. Pero era incapaz de resolver el enigma. La clave del violín seguía siendo un sinsentido para él. Tenía un amigo en la empresa de criptografía que había diseñado el nuevo Documento Nacional de Identidad para España e Italia. Quizá él pudiera aclararle sus dudas. Si no, ya no se le ocurría qué hacer para continuar.

Las oficinas de la empresa en la que trabajaba Arturo Guerra, matemático y criptólogo, estaban muy cerca de los antiguos Estudios Roma, sede de la actual cadena de televisión Tele5. Eduardo llegó pronto. Antes, había ido en busca de su moto al aparcamiento de El Corte Inglés de Callao. El día era gris, pero ya no llovía, y las nubes parecían a punto de dejar entrever algún tímido rayo de sol.

Estacionó fuera del recinto, dio sus datos en la garita de vigilancia y atravesó el patio descubierto en dirección a la entrada. Una señorita le pidió que esperara a Arturo en la pequeña sala de espera. Había una máquina de café. Eduardo se sirvió un expreso doble. Luego, se sentó en uno de los sillones de cuero que circundaban una pequeña mesa repleta de revistas sobre criptografía. Cogió una de ellas. En la portada se mostraba una de las célebres máquinas Enigma, utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial por los nazis. El titular parecía escrito adrede para la ocasión: «El fin de los secretos».

—Hola, Eduardo. Siento haberte hecho esperar. Estaba en una videoconferencia.

—No te preocupes. He sido yo el que ha llegado pronto.

—Vamos a mi despacho y me cuentas en qué puedo ayudarte. No será como aquella entrevista tan horrible que me hiciste el año pasado, ¿verdad?

Arturo Guerra se refería a una entrevista para la televisión acerca del famoso y controvertido Código Secreto de la Biblia, en el que parecían hallarse mensajes ocultos sobre el pasado, el presente y el futuro de la humanidad. Un premio Nobel de economía lo había defendido públicamente, y eso fue noticia. Nadie mejor que un experto en códigos cifrados para dar su opinión. Pero Eduardo no le dijo exactamente de qué iba la entrevista hasta que estuvo con el micrófono puesto y delante de la cámara. Una pequeña encerrona que los periodistas suelen llevar a cabo. Por suerte, Arturo no se lo tomó a mal, y allí nació una buena amistad entre ambos.

—Necesito que me digas el significado de una clave —dijo Eduardo, sentado ya en el despacho de Arturo.

—¿Una clave de qué tipo?

—Bueno, eso es lo que necesito que tú me expliques. —Eduardo sacó un papel de su cartera y se lo mostró al criptólogo—. Esto es todo lo que tengo.

Arturo escrutó el papel unos segundos y esbozó una sonrisa.

—Esto parece una clave, en efecto. Pero no sirve para nada.

—¿Cómo? —casi gritó Eduardo, que esperaba cualquier cosa, incluso que su amigo no pudiera aportarle ninguna información o pista; pero no que aquella serie alfanumérica careciera de sentido.

—No te alteres —prosiguió Arturo—. Lo que quiero decir es que esta clave equivale a tener una llave sin marca alguna y sin ningún dato sobre la cerradura en la que debe encajar.

—No sé si te entiendo bien…

—Es muy sencillo. La llave por sí sola no tiene ningún valor. No puedes abrir algo que ignoras por completo. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir?

—Sí, pero ¿no te dice absolutamente nada su forma, el tipo de caracteres, el orden que tienen…?

—Me dicen que parece una clave. También puede ser una clave cualquier serie de cuatro números, como el pin de una tarjeta de crédito o el de desbloqueo de una tarjeta de teléfono móvil. Esta clave puede dar acceso a una página web cifrada, a los archivos de un disco duro, o ser unas coordenadas geográficas codificadas. No sé, cualquier cosa. ¿No tienes ningún dato más, alguna pista? Así no puedo ayudarte. Lo siento.

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