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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (22 page)

BOOK: El Sótano
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El criptólogo lo había dejado bien claro. Y Eduardo empezaba a sentir un sudor frío. Aquel golpe era demasiado fuerte. Si alguien tenía más datos, o podía darle alguna nueva pista, ése era Víctor Gozalo. Y ahora estaba muerto. Quienes pretendían evitar que lograra su objetivo, lo habían logrado. El partido había terminado, y él salía derrotado. Y quizá también Garganta Profunda, lo cual, a decir verdad, no sabía si era negativo o positivo.

Eran poco más de las seis de la tarde cuando Eduardo llamó a la puerta del chalé de su ex mujer. Estaba completamente borracho y desolado. Ni él mismo sabía qué estaba haciendo allí o qué pretendía. No era el mejor modo de presentarse en la fiesta de cumpleaños de su hija, y menos tal como estaban las cosas.

Abrió la puerta la criada polaca de Lorena, Marina. Era una jovencita hermosa y delicada, de gran corazón. Se dio cuenta enseguida de que Eduardo estaba ebrio y trató de evitarle el terremoto que, sin duda, se iba a producir si irrumpía en el salón donde estaban los niños con Lorena y un mago payaso. Se oían sus chillidos agudos y divertidos, coreando la actuación.

—Déjame pasar, Marina. ¡Es el cumpleaños de mi hija!

—Por favor, señor, márchese antes de que la señora le vea.

—¡He dicho que te apartes!… ¿Te he dicho alguna vez lo guapa que eres?

—¿Qué sucede, Marina? —preguntó Lorena, extrañada por la tardanza de la muchacha en regresar de la entrada.

Se quedó quieta y en silencio por un momento. No pareció tan disgustada como Eduardo había supuesto. La mirada del último día no fue una casualidad. Todavía quedaba en ella un rescoldo de su antiguo amor que se resistía a apagarse.

—¿Quieres pasar un rato? —le invitó Lorena.

Eduardo asintió sin hablar. No quería que ella notara que había bebido. La siguió hasta el salón. En un corro, sentados en el suelo, había unos quince niños de la edad de Celia. Ella estaba en el centro, por delante de los demás. El mago hacía uno de sus trucos con ayuda de unos pañuelos de colores y una cuerda gruesa. Iba vestido con el típico traje de
clown
.

Celia se dio cuenta al instante de que su padre estaba entrando en el salón, aunque hizo como si no lo viera. Disimuló, como si siguiera atenta al truco, pero se le borró la sonrisa del rostro. Eso le rompió el corazón a Eduardo. Pero no quiso molestarla en ese momento, así que se sentó a un lado, junto a los niños. Lorena se quedó de pie, al otro lado de la sala. Parecía contenta.

La alegría duró poco. El mago hizo un par de chistes y después sacó unos bolos con los que se puso a hacer malabares. Primero con dos, luego con tres, cuatro, cinco… El sexto bolo fue demasiado, y se le escurrió de una de las manos justo encima de Celia. El sonido del golpe se oyó por encima de la música de fanfarria y la niña se puso a llorar, con la mano sobre la cabeza.

Eduardo se levantó como impulsado por un resorte y se lanzó hacia el muchacho, dominado por una sensación que llevaba rato experimentando. Eran absurdos celos de que el mago consiguiera más atención de su hija que él, acentuados por el alcohol. Le gritó y le insultó, y estuvo a punto de pegarle. Todos los niños se pusieron a llorar. Celia, en cambio, dejó de hacerlo, sorprendida. Lorena se sintió avergonzada y cogió a la niña en brazos, antes de que lo hiciera Eduardo. Éste se acercó a ambas y entonces su ex mujer se dio cuenta de que olía a whisky y estaba borracho. También se dio cuenta Celia, que encogió la nariz y se puso de nuevo a llorar. No comprendía bien la situación, pero estaba segura de que algo malo estaba pasando. Otra vez.

—Eduardo, márchate ahora mismo —dijo Lorena—. No debías haber venido.

Mientras el mago se recomponía y trataba de consolar a los niños, Lorena acompañó a Eduardo hasta la puerta, con Celia en sus brazos.

Ya en el umbral, Eduardo se volvió y miró a ambas.

—Sé que soy un capullo y que tengo la culpa de todo lo que ha pasado entre nosotros. Si no soy capaz de cambiar, nunca más volveré a molestaros.

—No creo que seas capaz de cambiar —dijo Lorena, con amargura.

—Yo tampoco.

Eduardo salió al pequeño jardín y se fue, con los ojos llenos de lágrimas, bajo las nubes negras que cubrían el cielo. Había empezado de nuevo a llover.

23

Los pasillos de la Facultad de Física eran una versión limpia y ordenada del sótano que había por debajo. Pero, en la soledad de la noche invernal, resultaban igual de inquietantes. El mendigo había entrado por una pequeña puerta de servicio que comunicaba la parte de atrás del edificio, en la que se hallaba la cafetería, con la calle, y que daba a un aparcamiento restringido. Aquel acceso no estaba conectado a ninguna alarma. O, más exactamente, el sensor había sido desactivado unos días atrás.

Por esa puerta trasera entraba él en su refugio del sótano. Atravesaba los pasillos desolados hasta un recodo bajo una escalera. Allí estaba la trampilla rectangular que comunicaba con el pozo de mantenimiento, y éste con las galerías subterráneas.

Todo eso se lo había mostrado Dios. El mismo Dios que le había salvado de la muerte y le había procurado alimento y refugio. Y que, luego, le reclamó el precio.

—¡Maldito seas!

El grito de Víctor hizo que el mendigo se detuviera un breve instante en el pozo de mantenimiento. Mientras el viejo empezaba a descender, el muchacho subió con sigilo a su encuentro. Eso le dio la oportunidad de asestarle una cuchillada salvaje en la parte baja de la espalda. El viejo gritó de dolor, pero se revolvió y se abalanzó sobre él.

Bárbara encendió su linterna y dio un grito cuando vio a Víctor y al viejo cayendo desde lo alto del pozo hasta el suelo, golpeándose con los peldaños y con los tubos que atravesaban las paredes. Antes de que pudiera reaccionar, el mendigo la empujó y escapó corriendo por una de las galerías.

Pero al menos la trampilla estaba abierta. El plan de Víctor, en lo principal, había funcionado. Logró engañar a quienes controlaban el experimento para que creyeran que el viejo había dejado mal atrancado el acceso al sótano desde la facultad. Era de suponer que, si picaban el anzuelo, lo enviaran allí con la intención de que acabara lo que había empezado.

—Hay que salir. ¡Ahora! —dijo Víctor hacia Bárbara y Clara, con su linterna nuevamente encendida, y emitió un quejido cuando cargó el peso en su pierna derecha.

—¿Te has roto algo? —le preguntó Bárbara, agachada junto a él.

—No, creo que no. Sólo me he torcido el tobillo. Tú y Clara salid de aquí. Así, no podremos sacar a Germán. Yo me quedo. El mendigo no tardará en volver. La herida que le he hecho no es mortal. La navaja golpeó en el hueso.

Víctor sabía que el tiempo era precioso. Estaba seguro de que el mendigo regresaría para atacarles otra vez, de un momento a otro. Lo sucedido hasta ese instante y su propio instinto, afinado con el entrenamiento militar, se lo decían.

—No pienso dejarte aquí —dijo Bárbara—. Si te apoyas en mí…

—Olvídalo. Puedo caminar, pero no resistir el esfuerzo que supondría subir a Germán por la escalera. ¡Vamos, marchaos! Yo os traje a todos aquí y es justo que ahora me enfrente solo con el mendigo.

Los ojos de Bárbara estaban vidriosos. Dos lágrimas escaparon de ellos y surcaron sus mejillas. Estaba realmente guapa, con el pelo revuelto y la cara manchada. En aquel momento, Víctor pensó que era la mujer más hermosa que había visto jamás.

Ella se inclinó hacia él y lo besó en los labios.

—No sé qué motivo has tenido para hacer lo que has hecho, pero estoy segura de que eres un buen tío. Nos has salvado a Clara y a mí. No dejes que ese hijo de puta te mate.

—No se lo permitiré —le aseguró Víctor.

Aunque casi deseaba, en el fondo de su ser, que el mendigo acabara también con su vida.

Bárbara llevó a Clara hasta el pozo. Iba a decirle que se agarrara fuerte al subir cuando su voz quedó interrumpida por un aullido que provenía de uno de los túneles. De aquel por el que el mendigo había desaparecido. Era él, que se lanzaba una vez más hacia ellos, con el cuchillo en la mano, gritando y corriendo como un poseso y con los ojos encendidos de cólera.

Víctor salió cojeando a su encuentro. Se agachó justo antes de que el viejo lo alcanzara y le hizo caer hacia un lado. Se golpeó la cara contra la pared y rodó por el suelo. Al levantarse, tenía la nariz llena de sangre y estaba desorientado, pero no soltó el cuchillo.

Mientras, Bárbara contemplaba expectante la escena, abrazada a Clara. Era incapaz de huir y dejar allí solo a Víctor, luchando con el mendigo.

—¡Vas a morir! —gritó enfurecido—. ¡Todos vais a morir! Es la voluntad de Dios…

—¿De qué Dios? —le devolvió Víctor el grito, pero retrocediendo para atraerle hacia él.

—Del único Dios. El que lo ve y lo sabe todo. El que me guía.

Sólo entonces Víctor comprendió que sus sospechas eran acertadas. El experimento no se les había ido de las manos.
Ése
era el experimento. Encerrarles a todos en el edificio y hacer que el mendigo fuera matándolos uno tras otro. Un perfecto soldado, un fanático sin voluntad.

—Creo que tu Dios sufrirá una decepción.

Víctor apagó de pronto la linterna y cambió su trayectoria. El mendigo se quedó a oscuras y embistió a ciegas hacia delante, como un toro bravo enajenado por el dolor y la excitación. La voz en su cabeza trató de avisarle. El chico estaba en un recodo, esperando a que pasara junto a él. No tuvo tiempo de reaccionar. Recibió un golpe en la espalda que lo desequilibró; luego, sintió cómo lo agarraban por detrás y un filo metálico se clavaba en uno de sus riñones.

Esta vez Víctor no falló. El dolor fue tan intenso que se quedó mudo. Por eso los comandos apuñalan de ese modo en las misiones más sigilosas. Los centinelas mueren sin poder avisar del peligro o dar la voz de alarma.

Ahora el viejo estaba de rodillas en el suelo. Interiormente imploró a Dios que le protegiera. Le había servido bien. Tenía que salvarle de un final como aquél, en el oscuro sótano al que el propio Señor le había conducido y guiado.

La existencia terminó para él cuando Víctor le agarró la cabeza y le rebanó la garganta con su navaja. Su último pensamiento fue para el Todopoderoso. Pero hacía rato que ya no le hablaba. Para qué, si su misión había fracasado.

La luz de la linterna de Víctor regresó. Bárbara lo vio avanzar por el corredor, lleno de sangre y jadeando en el denso y gélido ambiente.

—Está muerto.

Un suspiro de alivio precedió a la exclamación de alegría de la joven.

—¡Gracias a Dios!

—¡Joder! —gritó Víctor, tanto a causa del dolor de su tobillo como de satisfacción.

Germán había recobrado la conciencia y Clara se mantenía en su eterno silencio, aunque con una leve sonrisa en los labios. Todos parecían contentos. Sin embargo, en el silencio denso que siguió a las exclamaciones de alegría, algo reveló que el peligro aún no había terminado.

Mientras se aproximaba hacia Bárbara, la expresión de Víctor cambió radicalmente. Su boca estaba cerrada, con los labios muy apretados. Aferraba la navaja en su mano derecha y la izquierda formaba un puño lleno de tensión. Cada uno de sus pasos era largo y pesado.

—¿Qué te pasa, Víctor? —preguntó la joven, muy asustada.

Estaba abrazada a Clara al pie del pozo de mantenimiento, iluminadas ambas por la tenue luz que venía de la trampilla abierta. La trampilla que significaba la salvación.

Que pudo haber significado la salvación.

—¿Víctor?

El tono de la joven se hizo angustioso. Había visto por fin sus ojos. Estaban vacíos y, a la vez, llenos de crueldad. Su funesta intuición no era equivocada. Ya no era Víctor quien dirigía su voluntad. Ahora escuchaba, como el mendigo, una voz imperativa que dominaba su mente. Bárbara agarró a su hermana y corrió cuanto pudo con ella hacia el pasillo que llevaba a la puerta del sótano. Germán se quedó allí, a merced de Víctor.

—¿Qué… te pasa? —dijo éste en un susurro vehemente, y le miró.

Apenas quedaba vida en aquella mirada. Germán parecía resignado. Víctor le asestó un golpe certero en el pecho, atravesándole el corazón. La herida casi no sangró. Lo único que aún salió de su boca fue una especie de angustioso gorgoteo. Apenas sintió más que una aguda sensación de calor antes de morir.

Fuera del edificio, al abrigo de una pequeña caseta que simulaba pertenecer a las instalaciones del cercano parque, una mujer sonrió de un modo siniestro hacia los monitores. Delante de ella había un técnico que controlaba el registro de todas las imágenes y sonidos que captaban las cámaras y micrófonos del edificio abandonado. Y a su lado, un agente de la inteligencia militar española. Éste, al ver que la mujer se mostraba satisfecha con el desarrollo del experimento, se volvió y dijo:

—Todo está saliendo según nuestros planes, Doctora.

Ella lo miró, con unos ojos azules más fríos aún que la blanca madrugada.

—Mejor incluso de lo que yo esperaba —contestó ella con su acento norteamericano—. Nuestro sujeto se ha enamorado de esa chica, y sin embargo va a matarla. ¿Qué mejor demostración de que el
parásito
funciona?

Luego se sentó frente a una consola y se dispuso a dar al cerebro de Víctor nuevas instrucciones. Su voz, distorsionada y más grave, había sido siempre la imperativa voz de Dios.

Bárbara y Clara llegaron a la puerta del sótano. Con las manos temblorosas, la primera retiró el pedazo de tubería que la aseguraba y lo echó a un lado. Guardó el cuchillo de caza entre sus ropas y asió el mango de la puerta. Tiró con todas sus fuerzas. Pero no se abría. Estaba atrancada. Una sensación de embotamiento le impedía pensar con claridad. No era pánico. Sentía que estaba viviendo una pesadilla irreal. Como si todo aquello no pudiera ser verdad.

Pero lo era. Y tenía que conseguir que la puerta se abriera para escapar de Víctor.

«Dios mío —pensó la joven—, ¿qué le ocurre? ¿Por qué está actuando así?»

Poco importaba. La realidad era que todos sus compañeros estaban muertos, y ahora iba a por ella y a por su hermana. Siguió tirando ayudándose con el peso de su ligero cuerpo, saltando para darse impulso, empujando antes de volver a tirar. Clara no la ayudó. Tampoco gritaba, y había dejado de llorar. Ni siquiera miraba hacia atrás, por donde muy pronto Víctor surgiría para matarlas.

El sonido de sus pasos era cada vez más claro. Estaba cada vez más cerca. Ya casi las había alcanzado.

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