«Sólo nosotras dos. ¡Charla de mujeres! Por favor, llámame cuando puedas», concluía la nota. Jolene había subrayado tres veces las palabras finales, sugiriendo que debía darse prisa.
Los Whitfield vivían en East Acton, una zona residencial del noroeste, en las afueras de Boston, lo cual significaba un viaje aún más largo que a la propia ciudad, pensó Hannah. El viejo Nova nunca había recorrido tantos kilómetros como en esos últimos meses. El mecánico de su gasolinera habitual le venía diciendo que ya era hora de revisarlo, así que si continuaban estos viajes, era probable que tuviera que hacer un gran gasto. Entonces Hannah recordó lo que la señora Greene le había dicho: cuánto deseaban los Whitfield «compartir» su embarazo. Lo que había hasta ese momento, las náuseas ocasionales, no se podían compartir, pero si querían que les hablase del asunto, no tenía inconveniente. Y a lo mejor también podían compartir el gasto extra.
Las indicaciones que le hizo Jolene eran claras y East Acton no era tan difícil de encontrar como temía. Tampoco había allí mucho que ver: una sola calle principal, de tres manzanas, con unos cuantos comercios caros, típicos de los barrios prósperos que rodeaban Boston. Una simpática estación de ferrocarril victoriana, en pleno centro, sugería que algunos de sus habitantes iban a la ciudad en tren habitualmente.
Hannah mantuvo los ojos abiertos en busca de la iglesia católica de ladrillos rojos.
«No te la pases de largo», le había dicho Jolene. «Es la más moderna. Todas las demás tienen torres blancas y lo menos doscientos años».
Diminuyó la velocidad y se preparó para doblar a la derecha en Alcott Drive.
«Unas cuatro manzanas más allá, por Alcott, el número 214, a mano izquierda. Guíate por el buzón rojo».
Alcott Drive, en consonancia con lo que prometía la calle principal, era, claramente, una zona de gente bien. Las casas, cuando eran visibles, aparecían con sus estructuras de varios pisos. Todas databan de comienzos de siglo. Algunas tenían un porche y en otras se veían pequeñas torres. Incluso había hamacas, aquí y allá, aunque su función era ahora más decorativa que práctica.
El buzón rojo se destacaba vivamente contra un seto de tres metros de altura. Hannah condujo por un sendero de grava, flanqueado por rododendros en flor. Lo primero que vio fue un granero tan rojo como el buzón. Una de las dos puertas estaba abierta, y había una camioneta beis aparcada en su interior. Una pérgola, cubierta con glicinias, iba desde un lado del granero hasta la parte trasera de la casa.
Al ver la mansión, Hannah se quedó sin aliento. Podría haber pertenecido a un granjero hacía cien años, pero en las décadas posteriores había crecido hacia fuera y hacia arriba, así que ahora fácilmente podía pasar por la residencia de un potentado. Construida en piedra gris, estaba orientada para recibir el sol de la tarde, el cual se reflejaba en los grandes ventanales de los dos primeros pisos. Una serie de ventanas más pequeñas se asomaban debajo de los aleros. Dos enormes chimeneas, una de la cuales emitía un perezoso hilo de humo, completaban la impresión de majestuosa solidez.
El camino de entrada trazaba un círculo en torno a un reloj de sol fabricado en bronce. Aunque había reducido la velocidad al mínimo, Hannah podía escuchar el paso del coche sobre la grava. Había un silencio extraordinario. De repente se abrió la puerta principal y allí estaba Jolene Whitfield, saludando entusiasmada con una toalla azul brillante en la mano. La agitaba como si dirigiese la maniobra de aterrizaje de una avioneta. Parecía feliz.
—¡Has llegado! —dijo—. Muy oportuna. La sopa está lista.
La sopa era casera, de crema de champiñones. La comieron en el jardín de invierno, repleto de plantas, helechos y muebles de hierro forjado.
—He pensado que aquí sería más agradable —explicó la anfitriona.
Desde la casa la vista abarcaba un gran jardín que terminaba en un bosque de pinos. A medio camino había un bebedero de pájaros. Alguien había trabajado mucho en las parcelitas sembradas de flores reparando los daños causados por el invierno y preparándolas para los calores de la primavera. Hannah se imaginó qué alegre estaría todo una vez que hubiera florecido.
—Toma tu sopa, querida —le aconsejó Jolene entre sorbos. Es la favorita de Marshall. Baja en sodio. Y sin productos químicos por los que preocuparse. Tenemos suerte de contar con un mercado de productos orgánicos aquí en el barrio. Puedes estar tranquila al respecto.
—¿Perdón? No entiendo bien.
—Lo digo por tu dieta. No hay nada que pueda hacerle daño al bebé. Vigilas tu dieta, ¿no?
—He comenzado a tomar vitaminas prenatales. Me temo que todavía bebo una taza de café por las mañanas.
—Mientras sea sólo una. En fin, no me hagas caso. Ya estoy dando consejos —se rió Jolene—. Seguro que has hablado de todo esto con el doctor Johanson, así que no le prestes atención a mis pesadas sugerencias. Soy así. «Doña Preocupona» me llama Marshall.
La comida era excelente y sabrosa, y Hannah comió con apetito.
—¿Te apetece postre? He preparado un pastel de zanahorias cubierto de vainilla, especialmente pensado para la ocasión. No te preocupes, está hecho con ingredientes naturales.
Después de que Hannah tomara obedientemente el postre y lo calificara, no sin algo de diplomacia, de «muy interesante», la anfitriona le enseñó la casa. Los Whitfield se habían mudado hacía menos de un año, pero las habitaciones daban testimonio de todos sus viajes por el mundo, e incluso de la exuberante personalidad de Jolene. Como en el vestir, en la decoración interior su gusto se inclinaba por lo llamativo y espectacular. Ciertamente, no estaba del todo de acuerdo con la arquitectura conservadora de la casa, pero era un estilo «único». Eso fue lo que pensó Hannah nada más verlo. Se preguntó si el colorido sofá era tan incómodo como parecía.
En el segundo piso, Jolene hizo una pausa en el salón, delante de una puerta cerrada.
—No puedo esperar más para enseñártelo —abrió la puerta y dio un paso atrás, mientras hacía un gesto con la mano, invitando a la joven a contemplar el espectáculo. El cuarto estaba pintado de color celeste, mientras que los muebles, una cómoda, una cuna y una mecedora, eran blancos. El suelo estaba cubierto por una delicada alfombra tejida a mano, y en una canasta de mimbre, también blanca, una colección de animales de peluche, un burro, una oveja y, por supuesto, el típico oso, esperaba a su futuro dueño—. La terminarnos la semana pasada.
—Es preciosa —dijo Hannah, mientras pensaba que Jolene estaba empezando a moverse a toda velocidad.
—Sabía que te gustaría. Y mira un juego de estrellas colgando de hilos de plata pendía sobre la cuna. Jolene pulsó un interruptor y las estrellas comenzaron a girar lentamente al compás de la famosa canción
Brilla, brilla, pequeña estrella
. Jolene la tarareó y luego comentó, orgullosa:
—El techo está pintado con estrellas. Muchas, muchísimas. Oh, no puedes verlas ahora. Son fosforescentes y se iluminan por la noche. Fue idea mía. Es como mirar el cielo.
La habitación infantil estaba comunicada directamente con el dormitorio principal, por el que Jolene pasó rápidamente, apenas deteniéndose para señalar los abundantes roperos o la sauna instalada junto al baño. Al llegar al tercer piso su entusiasmo volvió a crecer.
—Y ahora, el plato fuerte —anunció. Parte del tercer piso hacía funciones de almacén y cuarto trastero, pero las que antes fueron las habitaciones de dos sirvientas se habían transformado en un espacioso dormitorio. Curiosamente, el gusto exuberante de jolene se detenía en la puerta, dando paso a una decoración más tradicional y austera: una cama con baldaquín, cortinas blancas, una mesa de alerce y un sillón tapizado en tela—. ¿Qué te parece? —preguntó—. Es para invitados.
—Es preciosa.
—¿No lo dices por simple educación?
—En absoluto.
—Porque si no te gusta, no debes tener problema en decírmelo.
—No, en serio, es muy agradable.
Jolene lanzó un suspiro de alivio.
—Bueno, ciertamente me alegra. La de veces que le dije a Marshall: «¿Y si no le gusta?». Me dijo que estaba diciendo bobadas. «¿Qué hay que no pueda gustarle?», comentó. Pero yo sé lo quisquillosa que es la gente con lo que la rodea. Personalmente, siempre me he sentido como prisionera en una cama con baldaquín. Pero es cosa mía. Y, de todos modos, dijo que si no te gustan los muebles, los cambiamos.
—No entiendo.
—Es tuya —Jolene se llevó las manos a la boca, nerviosa, esperando la reacción de Hannah.
—¿Mía?
—No digo que te mudes ahora mismo. Pero cuando quieras, es tuya. Esta es nuestra suite de invitados, y, francamente, Marshall y yo no podemos pensar en una invitada mejor. Nos sentiríamos tan… bueno, tan privilegiados si vivieras con nosotros.
—Es una propuesta muy amable, Jolene, pero…
—Shh —chistó la mujer—. No tienes que decidir nada ahora. Sólo queríamos que supieras que cuentas con ella, eso es todo. No vuelvas a pensar en esto. Ya llegará el momento. No hay más que hablar —con un gesto exagerado, fingió echar el cerrojo a sus labios y empezó a bajar las escaleras.
Hannah se quitó el delantal de cuadros marrones y blancos y se miró en el espejo del lavabo de señoras. Se puso de perfil. Durante el reconocimiento del primer mes, el doctor Johanson le había dicho que lo normal era engordar medio kilo por semana. Ahora las cuentas salían: ocho semanas, cuatro kilos. Pero el aumento de peso no se veía en el espejo. Si algo había cambiado era el rostro, que estaba más demacrado. Era por la fatiga.
Antes, el turno de comida en Blue Dawn Diner apenas la cansaba. Pero ahora, después de poco más de una hora de faena, el dolor de espalda se hacía sentir. Luego se cargaban los pies y su único deseo era dejarse caer en la mesa del fondo y poner los pies en alto. Las vitaminas no parecían ayudarla tanto como esperaba.
Mientras ella perdía energías, el negocio del restaurante se incrementaba. A lo largo de los meses invernales, la clientela había disminuido hasta quedarse en unos pocos parroquianos fieles. Pero ahora que los árboles volvían a tener hojas, la gente salía de nuevo a la calle y había una renovada demanda de la carne asada y demás especialidades de Bobby. Aumentaron las propinas, pese a lo cual Hannah, muy cansada, ya no recibía con agrado la noticia de que le tocaba turno de noche, aquel en el que los clientes solían mostrarse más generosos.
—Diga lo que diga la gente, la vida de una camarera no es fácil —proclamó Teri—. Pareces agotada.
—Lo estoy. Creo que me voy a ir a casa a dormir una siesta antes del turno de noche. ¿Te molesta?
—Por favor, no. Yo me hago cargo de los preparativos.
—Tómate quince minutos extra —Teri vio cómo la joven arrastraba su cuerpo hasta el coche. Alguien, pensó, debería decirle que no se pueden hacer demasiadas cosas a la vez.
Mientras se encaminaba a su casa, Hannah sólo podía pensar en lo agradable que sería meterse bajo las sábanas y viajar al país de los sueños durante noventa preciosos e ininterrumpidos minutos. Escuchó el sonido de la televisión en la sala, y después la voz de Ruth, que la llamaba.
—¿Eres tú, Hannah? ¿Qué haces en casa tan temprano?
—Hola, tía Ruth. Me voy a mi habitación —sin querer entablar conversación, comenzó a subir las escaleras.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo?
—Voy a echarme un rato antes de volver al restaurante.
—Últimamente estás muy cansada, Hannah. No irás a enfermar, ¿verdad?
—No, tía Ruth. Hemos estado muy ocupados en el restaurante, eso es todo.
La tía apagó la televisión.
—No es normal que las muchachas de diecinueve años estén cansadas todo el tiempo —dijo la voz desde la sala.
—No me pasa sólo a mí. Teri y Bobby también están agotados. El señor Hatcher piensa contratar a otra camarera.
—Bueno, eso lo explica todo. Supongo que entonces no tengo motivos para preocuparme.
Hannah reconoció el tono de voz, levemente acusador y quejoso. Ruth se había levantado con mal pie, lo que era un motivo más para subir rápidamente y cerrar bajo siete llaves la puerta de su cuarto. Pero cometió el error de quedarse unos segundos más y preguntar.
—¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
—Oh, estoy muy bien. Al menos tan bien como podría esperarse, dadas las circunstancias.
Hannah vio, desolada, que se esfumaba su siesta. Le gustara o no, iba a verse sometida a la última serie de quejas de Ruth. Con un suspiro de resignación, dio media vuelta y bajó las escaleras.
—¿Qué sucede, tía Ruth?
Su tía estaba sentada en el sofá. Miraba hacia delante, muy tiesa. Su boca cerrada era apenas una delgada línea.
—Tal vez tú puedas decírmelo, jovencita —recibió a su sobrina con una mirada helada, y luego sus ojos se detuvieron en la mesa de café, frente al sofá.
Allí, sobre la madera pulida, estaba el folleto
Ejercicios para futuras mamás
que Letitia Greene le había enviado hacía dos meses. Hannah tardó sólo un momento en comprender lo que había sucedido. ¡Con el cuidado que había procurado tener durante todo aquel tiempo! Recibía las llamadas de Aliados de la Familia en el restaurante, y el correo en el apartado 127. Todo el material relativo a su secreto, que era muy poco, lo mantenía bien oculto en el fondo de su armario.
—Sigo esperando una explicación, jovencita.
—Es información que pedí —murmuró Hannah, después de un largo silencio.
—Ya, ¿y qué hay de esto? —dijo, mostrando un bote de plástico con pastillas y depositándolo con un golpe sobre la mesa—. ¿También las pediste? ¡Medicación para embarazadas! ¿De qué se trata? ¿A qué se debe todo esto?
—¿Qué has estado haciendo, tía Ruth? ¿Registrando mis cosas? —cuanto más indefensa estaba, más aumentaba su furia. Su reacción era como la rabieta de una niña sorprendida mintiendo.
—No importa lo que he estado haciendo. Esta es mi casa. Puedo hacer lo que quiera. ¿Qué has estado haciendo tú? Eso es lo que hay que saber —la mujer sacudió el folleto frente a la cara de la joven—. ¡Toda esa cháchara sobrela sobrecarga de trabajo! ¡Trabajo extra, y un cuerno! Por eso estás cansada todo el tiempo, ¿no es así? Bueno, ¿no es así? Adelante, ¡admítelo!
—No se te ha perdido nada en mi habitación —fue todo lo que Hannah pudo balbucear en su defensa.
—Y yo, tonta de mí, venga a pensar: «Pobrecita, metida en el restaurante día y noche, sin novio, sin diversiones». Qué bien me has engañado, ¿verdad?