El sudario (34 page)

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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El sudario
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Al rozar con el borde helado, el chasis del coche perseguidor hizo un ruido metálico, no muy distinto a un grito, mientras el vehículo y sus ocupantes se inclinaban lentamente hacia delante y luego caían en el agua. En cuestión de segundos, la parte trasera de la camioneta se elevó en el aire y el vehículo se hundió en la oscuridad, hacia las profundidades del lago, hasta posarse silenciosamente en el fondo, donde los lucios se agrupaban en apretados bancos en verano para escapar del calor.

El padre Jimmy calculó que el embarcadero estaría a unos treinta metros. Si tenían suerte, lo alcanzarían. El coche sufrió una violenta sacudida cuando finalmente hizo contacto con la superficie de hormigón. Las ruedas funcionaron de maravilla al no tener que luchar ya contra el hielo.

En la otra orilla del lago había un coche seriamente abollado. Teri estaba de pie junto a la barrera, mirando incrédula cómo se iba a pique el vehículo.

También vio que el vehículo de sus amigos alcanzaba la otra orilla.

—Y me había dicho que no tenía un plan —murmuró.

Capítulo XLIX

Durante mucho tiempo, condujeron en silencio.

Finalmente, alargó el brazo y le cogió la mano. Estaba caliente y húmeda. Parecía enferma. Le preguntó si la carretera la estaba mareando y se ofreció a parar si era necesario.

—No, ya se me pasará. Suele suceder. Sigue conduciendo, por favor.

—Está bien, tranquila, ahora nadie puede hacerte daño.

—No pensaba en el presente. ¿Qué voy a hacer cuando te vayas? Estaré sola en mitad de la nada. ¿Qué sucederá si los otros miembros de esa secta me encuentran?

El padre Jimmy pensó en el grupo de fanáticos que frecuentaban la casa de la avenida Waverly. Buscarían nuevos líderes para su causa, su celo se redoblaría seguramente.

—No estarás sola —contestó—. Yo estaré allí.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Cuánto tiempo te gustaría que me quedase?

—Para siempre —la risa tímida era una confesión de lo absurdo de su deseo.

—Pues para siempre, entonces —dijo el padre, con los ojos clavados en la carretera.

Aunque la respuesta la había sorprendido, también le pareció perfectamente natural. Era lo que ella quería que respondiese. No podía decir si amaba al padre Jimmy, pero desde luego amaba su gentileza y se sentía segura en su presencia. Y se preguntó si eso no era, después de todo, una especie de amor.

—¿Estás bromeando? —preguntó.

—No.

—¿Lo dices en serio?

—Muy en serio.

—Pero, padre…

—A partir de ahora llámame Jimmy.

Fue entonces cuando se dio cuenta por primera vez de que ya no usaba el alzacuello. Llevaba una camisa deportiva color caqui y un suéter de lana. Vestido así parecía distinto. Más joven. Más inocente.

—Quieres decir…

—No volveré.

Sólo el rumor del limpiaparabrisas perturbó el silencio que se hizo a continuación. Finalmente, habló ella:

—¿Puedo preguntarte una cosa, Jimmy?

—Por supuesto.

—¿A quién crees que pertenece verdaderamente este bebé?

—Creo que es tuyo.

—Yo también. No podría soportar que me lo arrebataran.

—No dejaré que eso suceda.

Aunque el Ford marchaba apenas a cuarenta kilómetros por hora, Jimmy redujo la velocidad. Se preguntó cuánto camino les quedaba. No habían visto otro coche en ninguna dirección desde hacía un buen rato. Se diría que habían llegado al fin del mundo.

—Jimmy, ¿crees que este bebé es realmente… ya sabes, quien los Whitfield decían?

—Es imposible saberlo.

—¿Pero tú que piensas?

—Yo pienso… —¿Qué pensaba, en realidad? Si la sangre del Sudarium era la de Cristo, tal vez el niño fuera divino. Pero el lienzo podía haber estado en la cabeza de un mendigo, o haber sido usado para restañar la herida de un centurión. ¿Qué sucedía si la sangre era la de un leproso que había acudido a Jesús pidiendo un milagro, o la de un charlatán que vendía baratijas en el Gólgota el día de la crucifixión? ¿O si procedía de otra época y de un lugar completamente distinto? No había manera de saberlo. Todo era posible. La fe era su única guía—. Yo pienso —dijo finalmente— que este niño será quien tenga que ser y que hará lo que deba hacer. Como cada niño que nace, tendrá la oportunidad de salvar el mundo o de destruirlo.

Hannah sintió la primera contracción, como si hubiera recibido un súbito puñetazo en el abdomen. Dejó escapar un grito. Pero el dolor desapareció y durante un instante dudó que lo hubiera notado realmente.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Cuánto falta para llegar?

Aunque la joven trataba de fingir que no pasaba nada, el sacerdote notó cierto tono de queja en su voz.

—No estoy seguro. Tal vez debamos detenernos en un motel. El temporal no hace más que empeorar.

Hannah se sintió aliviada por la sugerencia.

—¿No te importa parar?

Diez minutos más tarde se detuvieron ante un local presidido por un letrero que rezaba: «Motel Seis». Para el padre Jimmy fue un alivio descansar después de conducir tanto en condiciones tan desagradables. Se frotó los ojos, muy cansados. Hannah se inclinó hacia delante e intentó estirarse.

El encargado del motel estaba viendo una pequeña televisión detrás del mostrador de recepción. Algo irritado, tuvo que apartar la vista de un reportaje sobre los implantes de silicona en personas famosas.

—Necesito dos habitaciones para esta noche.

—¿Dos habitaciones? Amigo, ya sería afortunado si consiguiera una. Estamos llenos.

—¿Con este tiempo?

—Comenzaron a llegar esta mañana, antes de que empezara la nevada. Pero en cuanto se anunció la borrasca nuestro teléfono no dejó de sonar. Mañana la zona va a estar en condiciones ideales para esquiar.

—¿Dónde está el hotel más cercano?

—Hay uno siguiendo la carretera, pero le puedo garantizar que está repleto. Nos ha enviado gente.

—Creo que no tenemos más alternativa que seguir conduciendo —dijo Jimmy a la chica.

—Entonces iré mejor en el asiento trasero, si es posible.

Notaba que algo había cambiado en su cuerpo. El bebé estaba colocado más abajo en su abdomen. Tiempo atrás, habría hablado de estas cuestiones con el doctor Johanson, pero una vez que la relación comenzó a deteriorarse, dejó de hacerle preguntas, y después… sucedió lo que sucedió.

Recordaba que en un momento dado el feto tenía que bajar, y que cuando lo hiciera, estaría en las últimas semanas o días de embarazo. No quería alarmar a Jimmy. Pensaba que todavía no había llegado el momento, pues le quedaba una semana para llegar a término. El miércoles siguiente, según sus cálculos. ¿O era el martes? Y hoy era… ¿qué día era?… Los últimos días habían dejado en su mente un vacío, o como mucho un rastro de miedo y fatiga. En definitiva, había perdido la noción del tiempo.

Jimmy improvisó una almohada con su abrigo y ayudó a Hannah a recostarse en el asiento trasero. Luego reanudaron la marcha. No había prácticamente nadie en la carretera. Los faros apenas conseguían iluminar, pálidamente, unos metros por delante del vehículo. Ajustó el espejo retrovisor para poder ver a Hannah, que respiraba más agitadamente y cambiaba con frecuencia de postura, incapaz de encontrar una medianamente cómoda. De vez en cuando, un tímido quejido escapaba de sus labios.

El conductor nunca se había sentido tan inútil, tan impotente, tan solo en el universo. Comenzó a rezar.

A través de la oscura noche y la blanca nieve, entrevió el brillo rojizo de un cartel de neón. Cuando el Ford casi estaba a su lado pudo leer lo que decía:

«Habitaciones Montaña Colby».

—Por favor, dígame que tienen camas libres —dijo antes de que la puerta de la oficina se cerrara tras de sí.

Una mujer de unos sesenta años alzó la vista por encima del libro que estaba leyendo.

—Lo siento, querido, no hay nada.

Las esperanzas le abandonaron. No tenían adónde ir.

—Nos conformamos con cualquier cosa, no importa lo que sea.

—Es el comienzo de la estación invernal. La primera gran nevada atrae a la gente en masa. Debería haber reservado habitación.

—¿Qué voy a hacer? —se lamentó Jimmy, hablando para sí más que para la recepcionista. Vio un triste árbol navideño sobre el mostrador. Las pequeñas luces de colores se reflejaban en las gafas de la empleada—. Creo que mi…, mi… esposa… está a punto de dar a luz —balbuceó.

—¿Dónde está?

—En el coche.

—Santo cielo —el libro cayó del regazo de la mujer—. Tráigala inmediatamente.

En el breve rato que había pasado en la recepción, el coche había quedado cubierto por una capa de nieve. No pudo ver a Hannah hasta que abrió la puerta trasera. Sus ojos estaban muy abiertos y su respiración era muy agitada.

—Creo que se me rompió la fuente.

La mujer miró asombrada por encima del hombro de Jimmy.

—Tenemos que llevarte adentro. Trata de ponerte de pie, querida. Son sólo unos pasos.

—No puedo moverme —se quejó Hannah—. Ya viene. Ahora.

—El garaje está ahí atrás —dijo la mujer a Jimmy—. Pon allí el coche. Hay sitio al lado del mío.

Con agilidad insospechada en alguien de su edad y tamaño, la mujer desapareció por una puerta lateral de la oficina y abrió la del garaje, que estaba repleto de muebles de jardín y herramientas de horticultura. Una lamparita desnuda iluminaba el lugar.

La recepcionista abrió la puerta trasera del coche y miró.

—¿Puedes salir ahora, preciosa?

Hannah negó con un movimiento de cabeza. Las contracciones llegaban en crecientes oleadas de dolor, que la atravesaban y dejaban exhausta una vez que pasaban. Estaba casi fuera de control. Su cuerpo parecía actuar independientemente de su voluntad. Tenía una urgente necesidad de empujar.

—Enseguida vuelvo —dijo la mujer, y salió corriendo del garaje.

—¿Jimmy?

—Aquí estoy, Hannah —se sentó en el asiento trasero y recostó la cabeza y los hombros de la joven en su regazo. Cuando llegó la siguiente contracción, ella se aferró a su mano con fuerza.

—Calma —le dijo, acariciándole la frente con la mano que quedaba libre—. Todo va a salir bien.

Momentos después, la recepcionista estaba de regreso, acompañada de una mujer más joven, de poco más de treinta años, con el pelo ensortijado.

—Es médico —explicó—. Casi siempre hay alguno alojado aquí. Llamé a todas las puertas hasta que di con ella. —Estaba orgullosa de su capacidad para afrontar una crisis.

—¿Tienes contracciones? —preguntó la doctora.

—Sí.

—Déjame ver.

Los muslos y los pantalones de Hannah estaban empapados y la doctora no pudo quitárselos. Vio un montón de cojines apilados en un rincón y ordenó a la mujer que los pusiera en el suelo del garaje.

Mientras Jimmy sostenía el torso de Hannah, la doctora la agarró por las piernas. La dejaron sobre el improvisado lecho y la médica rasgó los pantalones rápidamente. Una vez más, Jimmy acunó la cabeza de la joven en su regazo. De rodillas, la doctora le abrió las piernas y vio que la cabeza del bebé comenzaba a salir. Estaban en pleno alumbramiento.

—Éste no va a esperar a nadie —dijo—. Está saliendo.

Una irresistible necesidad de empujar se apoderó de Hannah y empezó ha hacerlo de manera rítmica. El sudor le empapaba el rostro.

—¡Vamos! Puedes hacerlo. Respira hondo. Vas muy bien.

Tras un empujón final, Hannah dejó escapar un grito y el bebé cayó en las manos de la doctora. Un chorro de sangre empapó los cojines.

Hubo un instante de silencio en el garaje, el viento había disminuido momentáneamente y los altos pinos estaban inmóviles, majestuosos. La doctora alzó al bebé y le frotó la espalda. El pequeño inhaló la primera bocanada de aire y se arrancó en un llanto saludable.

La médica lo puso sobre el regazo de Hannah y ató el cordón umbilical.

—Enhorabuena —dijo—. Tienen ustedes un hermoso niño —lo envolvió en una toalla con el logotipo del motel bordado en un extremo y lo depositó otra vez dulcemente en los brazos de la madre.

Lo primero que vio Hannah fue una mata de pelo negro; enseguida, los ojos azules y la manita cerrada en un puño… y después dejó de fijarse en los detalles y se dedicó, más que a ver, a sentir la totalidad del pequeño ser que estaba acurrucado contra su pecho.

—No importa el número de veces que haya sido testigo de algo así, siempre me parece un milagro —se maravilló la doctora.

—Es igualito a su padre, ¿no cree? —dijo la recepcionista.

Entonces Jimmy notó que había más gente en el garaje. Por las habitaciones se había corrido la noticia de que estaba naciendo un niño en ese momento, y la curiosidad llevó a muchos a presenciar el siempre asombroso hecho. En la puerta que comunicaba el garaje con la oficina había una pareja con un niño de nueve o diez años. Un grupo de jóvenes universitarios observaba desde la entrada. Nadie dijo una palabra. Todos parecían satisfechos de ver a la rubia madre, al apuesto padre de cabellos oscuros y a su encantador hijo.

Un jovencito que se había acercado para ver mejor se aproximó aún más, tímidamente.

—Esto es para el bebé —dijo, y mostró una pelota azul adornada con estrellas plateadas—. Tengo otra igual —puso la pelota a un lado de Hannah, retrocedió y preguntó—: ¿Cómo se llama?

Hannah miró al bebé y los ojos brillantes del recién nacido parecieron devolverle la mirada. Después inclinó la cabeza para poder ver a Jimmy.

—¿Cómo vamos a llamarlo?

En las habitaciones del Montaña Colby, en algún lugar de New Hampshire, mientras la nieve caía silenciosamente, todos esperaron la respuesta.

FIN

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