Egipto, siglo
IV
. Los cristianos comienzan a dominar el panorama religioso, cultural y político, ensombreciendo a los sabios y flósofos que hicieron de Alejandría una tierra de sabiduría y tolerancia. Figura fundamental de esa lucha será Hipatia, matemática y astrónoma pagana y acérrima defensora de la cultura clásica. La vinculación de Hipatia al pensamiento neoplatónico, sus descubrimientos científcos y su abierto enfrentamiento a los máximos representantes del poder y de la religión cristiana harán de ella una víctima que la Historia no quiso olvidar. Por ello, cuando la Iglesia, en pleno siglo
XX
, se entera de la existencia de unos códices que documentan el pasado de los primeros cristianos, hará lo que sea por recuperarlos y tratar de relegar a Hipatia, de nuevo, al olvido. Pero un investigador británico no se lo va a poner nada fácil…
José Calvo Poyato
El sueño de Hipatia
ePUB v1.0
Crubiera29.03.13
José Calvo Poyato, 2009.
Diseño portada: Random House Mondadori.
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
A los que buscaron la verdad
y lucharon para que nos alumbrase
Las primeras páginas de
El sueño de Hipatia
cobraron vida en marzo de 2007, pero no fue hasta febrero de 2009, tras una conversación con David Trías en Almuñécar mientras hablábamos de las relaciones entre la historia y la novela histórica, cuando recibieron el impulso definitivo. Había decidido que la novela que quería escribir sobre Hipatia de Alejandría no fuese una novela histórica, sino un
thriller
donde hubiese una parte cuyo eje fuera la figura de la insigne matemática, en el marco de una Alejandría donde se disolvía ese mundo que conocemos como grecolatino —que en este caso concreto tenía un componente egipcio de suma importancia— y emergía el cristianismo como poder político. Era la forma de darle cuerpo a una mujer de la que apenas tenemos certezas sobre su figura y su vida, aunque su actitud vital, más que su legado intelectual, es todo un ejemplo.
La ayuda de Cristina, mi mujer, resultó impagable. No solo por la luz que arrojaron sus puntos de vista, en muchos aspectos completamente diferentes de los míos y sobre los que hemos hablado tantas veces que he perdido la cuenta, sino por su paciencia para soportar al escritor absorto y obsesionado con su tarea.
Gracias a Javier Sánchez por la lectura del original, que hubo de realizar con no pocas dificultades, y por sus siempre certeras observaciones.
Gracias a Gloria Abad por sus comentarios y por terminar de leer el original en Estambul, en la plaza Tazkim donde tan buenos ratos pasamos, y gracias también al comandante Sol quien, además de revisar el texto, me proporcionó datos sobre vuelos, aeropuertos, compañías aéreas y aviones.
Al sur del lago Mareotis, finales del año 370
La víspera había partido de su casa de campo, donde llevaba retirado varias semanas trabajando en el
Almagesto
de Ptolomeo. Lo acompañaban tres de sus criados y con ellos pasaría la noche cerca de los pantanos que se extendían al sur del lago Mareotis. Había reservado unas jornadas, antes de regresar a Alejandría, para dedicarse a uno de sus placeres favoritos: cazar en la zona donde se extendían los pantanos. Allí crecía una exuberante vegetación en la que anidaban ánades, gansos, grullas, cigüeñas y era imposible el cultivo. Un puñado de privilegiados, con licencia del prefecto imperial, encontraba allí un paraíso para dar rienda suelta a sus aficiones cinegéticas.
Teón y sus criados habían pasado la noche en un incómodo albergue, soportando las chinches de los mugrientos jergones proporcionados por los labriegos a precios abusivos. Antes de que el sol apuntase, el astrólogo ya estaba levantado y sus criados lo tenían todo dispuesto para que disfrutase la primera de sus jornadas de caza.
Era cerca del mediodía y los dioses no se habían mostrado propicios. Teón tenía en su zurrón una pieza menor, pero no habían avistado una sola manada de ánades o de gansos, que era donde se centraban sus preferencias.
Parecía que la suerte iba a tornarse al descubrir uno de sus criados una bandada de ánades que se solazaba entre los juncales, ajena al peligro que les acechaba. Se acercaron con sigilo. Teón la tenía ya al alcance de su arco y seleccionaba la mejor pieza cuando el ruido de dos individuos, que se aproximaban con poco cuidado, alertó a las aves de una extraña presencia. Levantaron el vuelo y frustraron las expectativas del cazador.
Al volverse, con la cólera reflejada en sus ojos y el arco tensado, Teón comprendió que algo importante había sucedido. Quienes se acercaban, como si fuesen elefantes, eran esclavos de su casa; uno de ellos era Cayo, su ayudante en el observatorio.
—¡Menos mal que te hemos encontrado, mi señor! —exclamó sin apenas resuello.
Teón destensó el arco.
—¿Qué ocurre? —preguntó inquieto.
—¡El ama Pulqueria ha dado a luz!
La noticia lo sorprendió. Tenía bien echadas las cuentas y aún faltaban ocho semanas para que se cumpliese el tiempo del embarazo.
—¡No es posible! ¡Estaba de siete meses!
—Poco después de que partieras, el ama Pulqueria se sintió descompuesta —explicó Cayo—. En la casa se formó mucho revuelo y el mayordomo ordenó avisar a la partera, quien, tras examinarla, diagnosticó que estaba de parto.
—¿Qué ha ocurrido? —Teón tenía fruncido el ceño.
—Todo ha ido bien. Simplemente, tu hija ha decidido adelantarse.
—¿Cómo has dicho?
—Eres padre. Has tenido una hija.
—¿Has dicho hija? —Lo miró incrédulo.
—Sí, mi amo, eres padre de una niña.
Fue como si lo hubieran golpeado con una maza. El más famoso astrólogo de Alejandría no se molestó en disimular su desilusión. ¡Una hija! No podía explicárselo. Todo estaba planificado para que los astros se mostrasen favorables. Cuando llegaban determinados días, Pulqueria y él tomaban ciertas precauciones y copulaban cuando la posición de los planetas era la más adecuada. Teón sabía que el momento clave era la concepción y no el nacimiento. Ése era el instante decisivo para confeccionar un horóscopo que ofreciese garantías.
Teón, cuyos conocimientos sobre la influencia de los astros y su posición en el firmamento para saber qué deparaba el futuro a las personas a lo largo de su vida lo habían convertido en uno de los astrólogos más reputados de la ciudad, estaba desconcertado. Ignoraba qué podía haber ocurrido y le preocupaba el uso que sus enemigos pudiesen hacer de aquel fracaso. La mayoría de la gente utilizaba el momento del nacimiento para trazar el horóscopo, él lo hacía para sus clientes, pero los iniciados sabían que el instante de la concepción era el más importante, aunque casi nadie lo conocía con exactitud.
Había cumplido treinta y cinco años y no tenía descendencia. Su primera esposa nunca se quedó embarazada y Pulqueria, su segunda mujer, había tardado siete años en hacerlo. Cuando lo supo, celebró una gran fiesta. Se engalanaron los jardines de la casa, hubo alumbrado extraordinario, se sacaron de la bodega los mejores vinos, los que se reservaban para las grandes ocasiones, se habían preparado los manjares más exquisitos y todos sus amigos acudieron a su llamada. Durante varios días los festejos se sucedieron en su mansión. Teón era el hombre más feliz de Alejandría. Iba a ser padre de un niño; sin embargo, siete meses después los dioses se habían mostrado poco misericordiosos. Su mayor deseo era tener un heredero, un hijo a quien confiar su fortuna familiar y con el que compartir sus anhelos. Un hijo que amase la ciencia como él la amaba, pero los dioses no estaban dispuestos a otorgarle el mayor de sus deseos.
Su congoja y contrariedad eran tan patentes que a su alrededor todos habían enmudecido, ni siquiera lo felicitaron. Una bandada de patos pasó por encima de sus cabezas, pero nadie les prestó la menor atención.
Teón se sentó y pidió agua, se refrescó la cara y después bebió con moderación. Permaneció largo rato en silencio y con el rostro sombrío, mientras los demás aguardaban pendientes de él.
—¿Cuándo nació? —preguntó por fin.
—Ayer, justo en el instante que Venus surgió en el firmamento —respondió Cayo.
—¿Estás seguro?
—Completamente, mi amo. Me encontraba en la terraza, junto a la alcoba donde la comadrona atendía al ama, por si necesitaban de mis servicios. Caía la tarde y distraía mis pensamientos escrutando el firmamento cuando escuché un llanto infantil. En aquel momento el brillo de Venus surgió sobre el fondo azulado de la bóveda celeste.
Teón acarició su rasurado mentón.
—Te diré que fue un momento mágico —añadió Cayo.
Se levantó y, sin decir palabra, echó a andar. Sus criados lo miraban, sin saber qué hacer.
—¡Vamos! —les ordenó con voz desabrida.
Una hora más tarde, seis jinetes abandonaban las pantanosas tierras del delta del Nilo ante la entristecida mirada de los campesinos. Éstos veían esfumarse los denarios que les hubiese proporcionado una estancia más prolongada.
El astrólogo desfogaba la frustración espoleando su caballo. Apretaba en los ijares y el noble animal respondía esforzándose al límite. Cuando llegó a los arenales que bordeaban el lago Mareotis hacía mucho rato que el último de sus criados había quedado atrás. Era imposible seguir al extraordinario ejemplar que montaba el amo: un purasangre, veloz como el viento, traído de los desiertos del norte de Arabia.
Ante sus enfebrecidos ojos aparecieron las primeras villas que bordeaban la ribera del lago que cerraba el flanco sur de Alejandría. Allí, en los meses del estío, la aristocracia de la ciudad se recreaba lejos del sofocante calor que se soportaba en la ciudad. Eran lujosas residencias rodeadas de jardines y enclavadas en medio de los campos cultivados en los que se daban la mano el trigo y la vid. Poco después cruzó el canal de la Esquedia y rodeó la muralla para entrar por la Puerta del Sol; allí se alzaban algunos de los templos donde los alejandrinos rendían culto a los dioses de sus mayores y tenían lugar importantes celebraciones religiosas.
Teón dio un respiro a su caballo, que echaba espuma por los belfos. La tarde empezaba a declinar cuando avistó la puerta oriental de la muralla por la que se accedía a la gran Vía Canópica, diseñada por el arquitecto Dinócrates de Rodas cuando Alejandro el Grande le encargó levantar una ciudad sobre un pequeño poblado de pescadores conocido como Rakotis. Recorría la ciudad de este a oeste y era tan espaciosa que permitía la circulación fluida de dos carros en cada dirección.
Cruzó la adintelada puerta flanqueada por dos enormes esfinges de granito rojo y se abrió paso, con alguna dificultad, entre la muchedumbre de campesinos; regresaban de las huertas que se extendían junto al canal que conectaba las aguas del Nilo con las del lago y proporcionaba el agua necesaria para el riego. Los soldados encargados de la vigilancia de la puerta estaban ajenos a su cometido, enviciados en los dados.
La mayor arteria de Alejandría rebosaba de vida. Los soportales abiertos en sus amplias aceras daban cobijo a las mercancías de los establecimientos que jalonaban buena parte de sus más de dieciséis estadios
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de longitud. Los comerciantes, gentes de muy variadas procedencias según se deducía de sus vestimentas, ofrecían productos de los más apartados rincones del mundo. En cada uno de los tramos delimitados por las calles que, a derecha e izquierda, desembocaban en ella se agrupaban los mercaderes dedicados a la venta de determinada clase de productos, según las normas establecidas por las autoridades; los compradores sabían dónde buscar y podían comparar precios y calidades.