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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (53 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Nada más llegar Dimas a la playa del Somorrostro, las caras sucias de los niños se volvieron hacia él. Aquel barrio de barracas levantado entre la Barceloneta y la fábrica de gas Lebón estaba invadido de chiquillos, gitanos descalzos sin nada más que hacer que buscar monedas bajo las piedras o improvisar juegos con el mar que les alcanzaba los tobillos. Los mayores no aparecían por allí, o Dimas no supo verlos. Se aproximó a uno de los chavales que medio tiritaba de frío. No debía de tener más de siete años y desprendía un olor acre disimulado con el salitre que se esparcía por doquier. Su piel y sus ropas blancas estaban tiznadas de suciedad y barro. Un sombrero de paja le cubría la cabeza. El niño miró desconfiado el traje de Dimas mientras con una mano se protegía los ojos de la luz del sol. No había caído en tirar de un vestuario algo más rutinario para una búsqueda como aquélla. Pensó que las familias estarían ahora en duelo; sacó un céntimo de su bolsillo y se lo puso al niño en la mano mientras le preguntaba:

—¿Sabes si se está preparando algún funeral por aquí?

El niño cogió rápido la moneda y la estrujó en su pequeña mano. Bajo esa piel manchada, la profundidad de sus ojos marrones parecía inmensa, mucho más que la del mar que rugía a su espalda. No dijo nada, sólo señaló con la otra mano una zona de barracas donde las casas se confundían con las barcas sobre la arena de la playa. Tan endebles como ellas, daba la sensación de que en cualquier momento esos hogares podrían ser arrastrados por el oleaje. Quizá lo habían sido ya, a tenor de la cantidad de piedras, maderas y trapos que se veían por todas partes. En la dirección que señalaba el chico, un grupo de hombres, mujeres y niños vestidos de oscuro entraban y salían de uno de los porches. Dimas se acercó al lugar con lentitud e intentó abrirse paso discretamente.

Se percibía el dolor. La mayoría de los presentes le clavaban sus ojos tristes preguntándose qué hacía allí; otros ni se inmutaban y continuaban con sus propios parlamentos. Escuchó en repetidas ocasiones el nombre de Quiles y se quedó un buen rato detrás de un individuo maduro que relataba muy serio cómo una mañana había pillado al tal Quiles robando una pieza de fruta en el mercado. Le había dado una buena bofetada para que no se repitiera y el chaval había respondido con una risotada mientras se alejaba corriendo. Los que atendían a aquel hombre llevaban como él una cinta negra en la camisa. Susurraron con arrepentimiento y tristeza:

—Si le hubiera hecho caso, tío, ahora no estaríamos aquí.

Ya dentro, en el centro de la barraca reposaba el ataúd de pino sobre el que los visitantes habían depositado todo tipo de objetos: monedas, cigarrillos, flores, comida y ropa. El espacio allí era pequeño, y entre el brasero, la respiración de los presentes y el sol que empujaba por la ventana, el oxígeno se hacía escaso. Dimas se separó el cuello de la camisa con el dedo y se detuvo a observar a una mujer joven que se cubría el cabello oscuro con un pañuelo: lloraba desconsolada sentada en una silla, rodeada de las pocas personas que allí cabían, que la abrazaban entre palabras alentadoras. La solemnidad se respiraba en aquella pequeña estancia entre los que profesaban sus respetos al joven ladrón muerto.

Dimas se aproximó a la chica y, quitándose el sombrero, le ofreció su pésame. Ella lo miró con el ceño fruncido, como buscando en su memoria.

—¿Era usted amigo de mi Quiles? —le preguntó al final, sorbiendo la nariz. A pesar de que su cuerpo era escuálido, su voz era potente.

—Sí, señora —mintió sin alzar la voz.

—Pues no me suena usted. Lo siento. —Seguía analizándolo con ojos vidriosos. Mantenía entre los dedos un pañuelo húmedo y estrujado.

—Lo conocía de las calles —respondió quitándole importancia—. Sólo quería mostrarle mis respetos y preguntarle dónde puedo encontrar a la familia de su compañero, que por desgracia falleció también.

—¿De Murillo? Ése era el que se merecía morir y no mi Quiles. Él fue quien lo metió en todo este lío y por su culpa está ahora muerto. —La joven esposa se llevó el pañuelo a los ojos.

—Lo siento, señora, no sé qué pasó… —se excusó. Intentaba aprovechar la posibilidad de que aquella mujer quisiera descargar todo lo que guardaba dentro.

Ella hizo un aspaviento con las manos para echar a los que le tomaban el hombro a su espalda, como si se sintiera agobiada y la molestaran.

—Pues no vaya a mostrarle sus respetos a ese malnacido —insistió enfurruñada con voz vehemente—. No lo merece. Si no hubiera sido por él, mi Quiles jamás habría hecho una cosa así, jamás habría conocido a ese hombre que los contrató. Se lo dije desde el principio: que le iba grande, que no se fiara de ese Murillo… —Alzando los brazos, la mujer mostró un vientre abultado. Hasta ese momento Dimas no se había dado cuenta de que estaba embarazada—. Quería… que nuestro hijo comiera bien.

Las lágrimas atragantaron el relato de la mujer y Dimas pensó que ya sabía suficiente. Encorvado sobre ella, la cogió de la mano cálidamente y le confirmó:

—No se preocupe, no lloraré la muerte de Murillo.

La joven esposa se esforzó por sonreír y mostró una hilera de dientes irregulares. Dimas se alejó de ella con toda esa información en la cabeza. Mientras se limpiaba con un pañuelo las gotas de sudor de su frente pensó en que no se equivocaba y que las sospechas que se habían despertado al ver los cuerpos asesinados iban bien encaminadas: Quiles y Murillo trabajaban para alguien, y él quería descubrir de quién se trataba.

Salió trastornado de la barraca. Se detuvo otra vez en la playa a observar a los chiquillos, varios de los cuales gesticulaban de modo violento. Enseguida supuso lo que estaba pasando. Corrió hasta ellos llenando de arena sus zapatos.

—¡Eh! ¿Qué ocurre?

La trifulca se detuvo en seco, pero ninguno mostró miedo. Dimas ayudó a levantarse al chaval que le había señalado las barracas. Tenía un poco de sangre en los labios y le entregó su pañuelo para que se la limpiara.

—Yo le he dado esa moneda, ¿por qué no le dejáis tranquilo?

Los muchachos lo miraron con indiferencia. Eran algo mayores que el agredido y se mantenían en silencio. Dimas pensó que, en realidad, estaban esperando que se fuese para seguir con la tunda. No tenían nada mejor que hacer. En realidad, no tenían nada que hacer.

Introdujo entonces la mano en el bolsillo del pantalón y sacó varias monedas de céntimo. Contó algunas y devolvió el resto al bolsillo.

—Vamos a hacer una cosa. Sois siete. Aquí tenéis cinco céntimos. Con la moneda de vuestro amigo suman seis. Si no los compartís, uno de vosotros se queda sin nada. Si, en cambio, vais juntos a por regaliz podéis perfectamente comprar siete trozos bien gordos, el vendedor sabrá cómo hacerlo. ¿Qué os parece?

No tuvo que decir nada más. Como movidos por el mismo resorte, los chicos cogieron el dinero y salieron disparados hacia la Barceloneta. El pequeño se quedó un instante junto a él y lo miró con el ceño fruncido. Luego se alejó tras los anteriores, seguramente a la misma tienda. Estaban condenados a entenderse.

Permaneció un rato observando la estela que los pies descalzos de los muchachos dejaban en la arena. Se descubrió preguntándose por qué era tan difícil acostumbrar la cabeza a ser la misma antes y después de tener algún dinero en el bolsillo. ¿Cómo podían dos instantes tan próximos cambiar el devenir de los hechos en función de un pedazo de metal? No tenía respuesta para esa pregunta y se limitó a apartarla de su mente consciente de haber vivido idénticas situaciones, sólo que ahora se sentía capaz de tratarlas de modo más mesurado.

Dio la espalda al mar y se dirigió a la ciudad. Caminó en dirección al paseo de Colón sin apenas alzar los ojos del suelo; tenía mucho en que pensar. Sabía que se estaba acercando a algo importante y estaba ansioso por profundizar más en aquel asunto.

El sol había comenzado a descender tiñendo de naranja y rosa las pocas nubes que ensuciaban el cielo. Sabía que le sería inútil marcharse a casa con las sospechas alborotando su mente y sin haber comido en todo el día. A pesar de todo, su cabeza se balanceaba sosegada, ingrávida, como en un mar de aceite. Las palabras de la viuda clamando por la condena de alguien invisible le habían tranquilizado en cierto modo. No eran figuraciones suyas: detrás del robo había alguien capaz de organizar el golpe.

Cuando llegó a la Rambla de Santa Mónica ascendió en dirección al London Bar; allí, en compañía de Manel, conseguiría serenarse y dejar a un lado toda esa actividad frenética que le sacudía por dentro. Pensó en lo poco que hacía desde la última vez que estuvieron juntos, bebiendo divertidos en compañía del difunto Àngel Vila. El vello se le erizó en un escalofrío.

Giró en la calle Arco del Teatro con la intención de salir de ese paseo tan transitado. La luz de la Rambla se vio interrumpida de súbito por una oscuridad creciente sólo rota por los parpadeos de una farola acabada de encender. El chiringuito que a la izquierda serviría manzanilla y cazalla hasta altas horas de la noche estaba ahora poco concurrido. Dimas continuó con paso distraído. Ya en Lancaster, a punto de acceder a Conde del Asalto, un golpe seco en la nuca le hizo caer de bruces al suelo. Aturdido, se llevó la mano a la cabeza y palpó una brecha húmeda. Contra la luz quejosa de la farola acertó a distinguir tres figuras negras que le rodeaban. Apenas tuvo tiempo de reconocer a uno de ellos: era Daniel Montero, su antiguo contramaestre. De inmediato los tres individuos se abalanzaron sobre él con barras de metal y cadenas. Mareado por el golpe, intentó levantarse de un impulso, pero la patada aún más rápida de uno de ellos le cortó la respiración y lo devolvió al suelo empedrado. Oyó que le decían:

—Quieto ahí, listillo.

—Sí, esto te pasa por ser tan curioso —añadió otro con voz más aguda.

—Y tan hijoputa —oyó que murmuraba su viejo conocido.

Sin darle opción a responder comenzaron a darle patadas en el estómago y en la espalda. Si había un cabecilla en el grupo debía de ser Montero, pero en ese momento todos actuaban sin orden ni concierto. El más alto agarró fuerte su cadena y le atizó un latigazo metálico en el brazo. Dimas se retorció de dolor con la cara apretada contra las piedras bajo la suela del zapato de Montero. Buscaba el aire del que se habían vaciado sus pulmones. La lluvia de golpes parecía no tener final hasta que, de repente, el sonido de unos pasos a lo lejos distrajo a los hombres, que detuvieron su ataque.

—¡Eh! ¿Qué pasa aquí? —gritó Manel corriendo hacia ellos con una barra en la mano. Detrás de él venían varios personajes del bar embutidos en sus mallas de trapecistas.

—Espero que hayas aprendido la lección y dejes de preguntar por ahí o volverás a vernos —le escupió al oído Daniel Montero antes de salir corriendo tras los otros dos para perderse entre la oscuridad de la noche.

En cuanto Manel estuvo cerca reconoció al caído.

—¡Dimas! —exclamó.

Oía la voz de Manel como si hablara desde muy lejos. Le estaba ayudando a levantarse con cuidado.

—¿Puedes caminar? —le preguntó—. ¡Joder, menuda paliza, chico! ¿Tienes algo roto? Ven conmigo, vamos a ver si podemos limpiar un poco esas heridas…

Dimas boqueaba con desespero. Apenas veía nada, la sangre brotaba de sus cejas y de sus pómulos tiñéndole el rostro de escarlata. Bajo su efecto, mirara hacia donde mirase, la ciudad entera parecía manchada de sangre. El dolor por las contusiones recibidas le obligaba a encogerse en forma de ovillo y llevarse las manos al vientre. Cada uno de aquellos golpes le había dolido hasta lo indecible, pero también había generado el efecto contrario al que pretendían, despertando en su instinto más ansias de saber, de llegar a la verdad que se escondía entre toda aquella sangre vertida. Nunca le había gustado dejar las cosas a medias y ésa no iba a ser la primera vez. Antes de perder la conciencia pensó en que las respuestas tenían que estar ya muy cerca.

Capítulo 48

Durante aquella noche Laura soñó con intensidad. En esos sueños aparecía, aunque a veces fuera de una manera muy indirecta, la imagen de Dimas. Se despertó de mal humor, tal y como se había acostado el día anterior. Lo achacó a aquella extraña forma que él había tenido de llamar su atención en unos días tan difíciles para su familia y para ella.

El jueves por la mañana se levantó más tarde de lo habitual y fue Núria, que según el acuerdo familiar mantenía cerrada la tienda en señal de duelo, quien le informó de que esa tarde tenían un compromiso social relacionado con todo lo acontecido.

—A mí tampoco me hace ninguna gracia —le confesó su hermana—, pero vienen a visitarnos un grupo de amistades, sobre todo de mamá, para poder acompañarnos en estos días tan duros. Negarse sería hacerles un feo. Y sin duda todas ellas, o al menos la mayoría, están también afectadas por la noticia. Nuestro padre era un hombre respetado y muy querido.

Laura, cansada y triste, cedió sin mayor resistencia.

Las trágicas circunstancias de la muerte del padre hacían más doloroso el duelo y profundizaban en esa sensación de injusticia que da la fatalidad. Laura no halló fuerzas para negarse a asistir y colaborar con lo que días antes hubiera considerado un fastidio. Debía entregarse a su madre y ayudarla en lo que estuviera en su mano. Se había quedado sola y por ella debía hacer los esfuerzos que fueran necesarios.

A mediodía las tres mujeres comieron frugalmente. Tenían todavía el estómago cerrado, como si el cuerpo estuviera funcionando bajo la consigna de recibir lo imprescindible negándose a todo aquello que fuera superfluo. Laura notaba que esos días casi no percibía los sabores ni los olores. Es más, hasta le parecía extraño disfrutar de cualquier cosa; le hacía sentir una sensación difusa en su interior, como un rumor sordo en forma de culpa. Por lo único que se dejaba llevar era por el trabajo en la Sagrada Familia, donde todo gesto destinado a embellecer algo cobraba sentido. Pensaba en su padre y se decía «esto es para ti», y se imaginaba que, desde donde fuera, la estaría viendo y sonreiría orgulloso ante su labor. Recordar eso mientras comía le hizo abandonar el panecillo sobre la mesa; apenas lo había mordisqueado, como el resto de la comida.

Pilar, vestida rigurosamente de negro, se mantenía digna, serena, aunque su mirada y el rictus de su boca expresaban todo el dolor que la torturaba por dentro. Durante la comida dio instrucciones precisas a la servidumbre sobre lo que debían servir a las invitadas —una merienda ligera, sin grandes alardes, si bien las bandejas nunca deberían estar vacías—. También pidió a sus hijas con voz suave que estuvieran presentes y que hicieran gala de suma discreción en el vestir. Laura tradujo mentalmente que debían ir de negro o de color muy oscuro.

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