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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (55 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Dimas le había confesado sus recelos acerca del robo y ella había optado por no escucharlo; había intentado protegerla sin pedirle nada a cambio y ella lo había tomado como un falso intento de redención cubierto con nuevas mentiras. Había sido incapaz de perdonarle, resentida; en lugar de eso, había elegido dejarse llevar por derrotas del pasado. Pero no, Dimas no era Carlo, quien ni tan siquiera salió tras ella en la biblioteca el día que descubrió su farsa. Ante la primera dificultad en la relación, Laura se había visto vencida, convirtiendo a Dimas en una segunda versión de su fracasado amor italiano y culpándole de todas sus heridas. Tampoco ella había sido sincera. ¿Era acaso mejor que él?

Se sintió terriblemente sola. A su mente acudió también Jordi Antich, que había vuelto a acercarse a ella tras el robo. Pero éste no había sido nunca una opción. Notó como si su padre estuviera allí, a su lado; él la había enseñado a «permitirse sentir»… Cerró los ojos y por unos instantes se concentró en la imagen que se le ofrecía si optaba por Jordi: un cuadro de costumbres y tradiciones, un fresco de colores apagados que con los años envejecería sin más. Y de repente, en ese preciso instante, decidió romperlo. Definitivamente. Lo hizo añicos sin miramientos.

Se dio cuenta entonces de cuánto necesitaba hablar y compartir con Dimas lo que sabía. Él era la persona que deseaba tener a su lado en ese momento. Sólo esperaba que todavía estuviera a tiempo de enmendar su error y que él quisiera escucharla porque, cuando se vieron el día anterior, ella se había comportado como una imbécil.

Detuvo el motor, salió del automóvil y se alisó el vestido negro que se ceñía a su cuerpo. Infló el pecho con todo el aire que cabía en sus pulmones y comenzó a caminar decidida hacia el portal del viejo edificio. El sereno alabó su coche admirándose de que una mujer lo condujera. Le preguntó datos técnicos que ella desconocía mientras se tomaba su tiempo para encontrar la llave adecuada. Al fin, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Laura se preguntó por qué en aquellos angustiosos momentos el resto del mundo insistía en ser tan parsimonioso; percibía el frenético ritmo de su corazón palpitando en los oídos y, cuando el sereno desapareció, corrió escaleras arriba. Se sujetó a la barandilla de hierro para darse más impulso todavía y sus pasos resonaron sobre el suelo resquebrajado.

Cuando alcanzó el piso de Dimas casi no le quedaba resuello. Trató de recuperarlo antes de llamar a la puerta. Golpeó con los nudillos y rezó para que él estuviera en casa. Esperó un momento que le pareció eterno. Como no recibía respuesta, se preguntó cuánto tiempo sería el adecuado dejar pasar antes de volver a llamar sin parecer ansiosa o desesperada. Sus hombros esbeltos se encogieron igual que su cabeza bajo el peso de la decepción. Alzó la mano de nuevo: ése sería su último intento antes de abandonar, pero cuando fue a acercarla a la puerta escuchó un crujido al otro lado y lentamente una rendija se abrió. Dimas apareció tras ella con el rostro magullado. Tenía un aspecto terrible. Aun así, cuando la vio, sus ojos parecieron iluminarse como dos faros. Al abrir la puerta por completo, ella le preguntó agitada:

—¿Qué te ha ocurrido?

—Estoy bien. Un… pequeño susto. ¿Y tú, estás bien? —quiso saber ansioso.

Laura negó con la cabeza, agachándola para evitar que Dimas viera las lágrimas que habían comenzado a surcarle la cara, todas las lágrimas que llevaba ya rato esforzándose en contener y que ahora brotaban en torrente.

—Pasa —le indicó él. La rodeó con sus brazos al instante. Estaba helada; hasta ese momento Laura no se había dado cuenta de que su cuerpo se sacudía entre temblores.

Dimas se separó para coger una manta del interior de un arcón y la colocó sobre su cuerpo estremecido. Ella se limpió las lágrimas con el dorso de las manos. Él llevaba el pijama puesto; no parecía haber salido del dormitorio en todo el día.

—¿No me vas a contar qué te ha pasado? —insistió.

—Sí, pero primero cuéntame tú por qué has venido.

Laura le miró directamente a los ojos en silencio, abrazada a la manta de lana, agradeciendo su calor. No sabía qué decir para demostrar a Dimas que confiaba en él más que en nadie, que se había equivocado actuando como lo había hecho, que no había dejado de amarlo en ningún momento. Dimas le cogió la mano y se la besó.

Ella le condujo al dormitorio sin necesidad de que ninguno de los dos mentara palabra alguna. Descorrió las cortinas para que entrara algo de luz por la ventana y lo sentó en la cama deshecha, justo a su lado. Se quedaron así en silencio, juntos de nuevo, encontrando la certeza del compasivo cuerpo del otro. Se necesitaban, sin duda, y lo comprendieron con una evidencia dolorosa.

Laura comenzó a hablarle del broche en la pechera de la señora Bragado y de cómo había intentado acudir a Ferran para compartir con él sus sospechas, pero no había podido: lo había encontrado conversando precisamente con el jefe de policía. A medida que hablaba, comenzó a ponerse cada vez más nerviosa. Necesitaba saber si no se estaba volviendo loca al dudar del policía, necesitaba saber cuál era la verdad de todo aquello y quién era el responsable de la enorme desgracia que asolaba a su familia.

Dimas la rodeó de nuevo entre sus brazos y trató de calmarla; ella sentía una mezcla de pena y rabia que la empujaba al llanto. Él le acarició el cabello paciente, esperando que eso la reconfortara. El llanto de Laura mojó su ropa entre espasmos y él lo recibió conmovido, sintiendo el calor de ella en su propio pecho. No podía creer que volviera a tenerla tan cerca, envolviéndolo con su dulce aroma. Dimas se sintió egoísta; de alguna manera agradecía que los últimos acontecimientos hubieran conducido a Laura a su lado otra vez.

La consoló entre susurros al oído y le aseguró que no estaba loca: sus sospechas no eran en absoluto infundadas y aquello que acababa de contarle podía explicar muchas cosas. Laura, con los ojos enrojecidos, se separó de él levemente para escucharlo con atención, como para asegurarse de que aquellas palabras habían salido de su boca. Y mientras él abarcaba las manos de ella con las suyas tratando de transmitir algo de calor, le habló de la paliza que le habían dado la noche anterior para advertirle de que dejara de hacer preguntas inconvenientes. Mencionó la presencia de un viejo conocido, convertido, seguro, en matón a sueldo, y le confesó estar convencido de que en aquel robo estaba metida más gente de la que afirmaba la policía, gente importante, y que ése era el motivo por el cual estaban tratando de pararle los pies. La información que Laura tenía sobre Bragado añadía una pieza más a aquel rompecabezas y eliminaba un vacío: el jefe de policía tenía, sin duda, una posición muy alta —y cómoda— para poder liderar una operación de aquel estilo. De un modo u otro debía de estar mezclado en todo el asunto. ¿Cómo si no iba a llegar una de las piezas desaparecidas a las manos de su esposa? También le habló de la inocencia de Àngel Vila, y de lo que había descubierto de los dos ladrones de poca monta que habían aparecido muertos junto a él en la Barceloneta.

Laura escuchó con ojos vidriosos y sin interrupciones y, cuando Dimas finalizó su relato, respiró fuerte buscando en su interior la paciencia y la templanza, las últimas fuerzas necesarias para no salir a la calle y gritar que todo estaba podrido. Cuando las encontró, Laura alzó una mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja a Dimas.

—Perdóname —le dijo—. Debí haberte escuchado.

—Estabas en tu derecho. Te mentí una vez y tenías motivos para no confiar en mí. Lo de Pau fue una experiencia horrible, Laura. Me sentí tan mal que en aquel momento sólo se me ocurrió darle todo el dinero que llevaba encima para que, por lo menos, comprase las medicinas que su nieto necesitaba. Confié en que mi gesto sirviera de algo, pero eso no calmó mis remordimientos por haberlo despedido tan injustamente.

Laura negó con la cabeza.

—Lo despidió Ferran, no tú; de eso no deberías culparte. Tu gesto te honra y a mí me tranquiliza.

Ambos se quedaron en silencio sin dejar de mirarse.

—Tal vez, podríamos… darnos una nueva oportunidad… —musitó ella.

Dimas fue a sonreír pero la herida del pómulo le frenó. Laura le dio un dulce beso en ella.

—Para calmar el dolor.

A continuación le besó suavemente en cada una de las contusiones y cardenales de la cara. Posó sus labios de terciopelo, delicados, en la del ojo, como si de frágil cristal se tratara, y después en la del labio superior, inflamado y enrojecido. Lo acarició con la punta de la lengua y Dimas abrió levemente la boca para buscarla con la suya. Cuando ambas se entrelazaron, se olvidó del dolor que recorría todo su cuerpo. Ella se desprendió de la manta y le desabrochó la camisola del pijama. Se la retiró de los brazos y empujó con las manos suavemente su pecho para recostar su espalda sobre la almohada. Siguió pasando su mano sobre el hematoma de las costillas en el costado izquierdo como si esparciera un ungüento curativo con una gasa invisible y luego lo besó también. Laura cubrió el tórax de Dimas con su cariño y lo abrazó tierna inspirando todo su aroma, sumergiéndose en él. Descendió clavando la punta de los dedos en su piel tersa desde el cuello, provocándole escalofríos, hasta la cadera, y le quitó los pantalones del pijama para dejarlo completamente desnudo sobre las sábanas. Comenzó después a acariciar y a besar también su miembro, rodeándolo con la lengua y con las manos ya calientes.

Dimas quería que aquel momento durara para siempre, deleitarse sin prisa en el éxtasis que ella le provocaba. La atrajo hacia él y le desabrochó el vestido para besarle los pechos que, rosados, cabían perfectamente en sus manos. Dibujó un cerco con la lengua alrededor de los pezones y la hizo gemir. Le alzó la falda del vestido a la altura de la cadera y, con los dedos de la mano derecha, jugó sin prisas entre el vello y sus labios, que se humedecían cada vez más con la esencia de su sexo, exprimida a cada gemido. Laura quedó también completamente desnuda y volvió a sentarse sobre él. Esta vez guió la turgencia de Dimas con las manos hasta sentirlo dentro. Suspiró excitada y comenzó a ascender y a descender de rodillas sobre Dimas, lentamente al principio pero tomando fuerza y velocidad después. Él sujetó la espalda de Laura y se maravilló observando su rostro resplandeciente, bellísima, sensual y excitante, con el cabello despeinado cayéndole sobre las mejillas encendidas y los ojos cerrados, sin dejar de gemir cada vez más intensamente. Cuando Dimas sintió que las caderas de Laura se contraían y su rostro se dirigía al techo en mitad de un aullido contenido, se dejó llevar también él a la culminación de esa entrega y ambos explotaron en gritos afónicos bañados en sudor y espasmos.

Laura cayó entonces extasiada y apoyó su rostro en un hueco del pecho que parecía no tener golpes; él se agitaba acelerado, recuperando poco a poco el resuello. A través de la ventana abierta, el fulgor nocturno de la ciudad hacía las veces de horizonte recortado por casas, tiñendo de reflejos anaranjados el cielo de Barcelona. Dimas besó a Laura con ternura y le sostuvo el rostro con la mano; sentía unas ganas imparables de volver a abrazarla, de estrecharla entre sus brazos con todas sus fuerzas para que fuera imposible que se separasen jamás. Quería demostrarle que había cambiado, que nunca volvería a mentirle ni a decepcionarla, que para él ella era lo primero, lo más importante, y haría lo que fuera por hacerla feliz. Pero todo ese torrente de promesas no pronunciadas se condensó en un susurro tierno, simple, conciso:

—Te amo.

Y, esta vez, ella preguntó.

—¿Para siempre?

Dimas cerró los ojos mientras Laura trazaba con sus dedos círculos en su vientre que parecían prefigurar una especie de eterno retorno, de bucle en el tiempo que podía repetirse una y otra vez, quizá cada mañana del resto de sus vidas.

Capítulo 50

La voz de Laura despertó a Dimas de la duermevela en que se encontraba:

—Debemos hacer algo. —Él abrió los ojos y miró interrogativo su rostro—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados.

Dimas se quedó un instante inmóvil entendiendo a qué se refería. Después sacudió la cabeza y habló resuelto:

—Tienes razón. Tenemos que ver a tu hermano, explicárselo. Debe saber que Bragado no es trigo limpio. Tomaremos la decisión que sea junto a él. —Se incorporó sobre la cama y rebuscó entre sus ropas—. Es un poco tarde, pero mejor no esperar más.

Laura aprobó satisfecha la decisión. Con Dimas a su lado se sentía más segura y el camino a seguir parecía más nítido.

Sin poder evitar cruzar algún que otro beso, se vistieron con rapidez y salieron a la calle aún con la tibieza del cuerpo del otro pegada a la piel. El frío parecía haberse convertido en una fina película que buscaba colarse por entre sus ropas. Dimas pasó el brazo por los hombros de Laura y la apretó contra sí. Caminaron con paso vivo hacia el coche, pero no pudieron llegar a montarse en él: una figura masculina se interpuso en su camino. Les encañonaba con un revólver de gran tamaño. A pesar de no haber visto nunca ningún silenciador, Dimas supuso enseguida su función.

—Creo que debemos dar un paseo, parejita.

La voz de Bragado sonó pétrea, indiscutible. Su mano enguantada sostenía el arma sin el más mínimo temblor. Dimas miró de reojo a un lado y a otro. «¿Dónde está el sereno cuando se le necesita?», pensó.

—Le he dado una propina para que se tome algo caliente. Mi placa ha acabado de persuadirle —explicó Bragado leyéndole la mente. Y en un gesto inusualmente rápido para su corpulencia, aferró a Laura de un brazo; atrayéndola contra su cuerpo le puso la pistola contra las costillas.

—Estoy convencido, Navarro, de que no intentarás ninguna otra cosa más que obedecerme, a no ser que quieras que se dispare por accidente. Vamos al coche, la señorita Jufresa conducirá.

Dimas, con los dientes apretados, estuvo a punto de rebatirle, de preguntarle cómo justificaría el pegarle un tiro a la hija de una familia conocida, de advertirle que se estaba metiendo en líos… Pero la palidez de Laura y la fría determinación que parecía dominar al jefe de policía pudieron más. No era momento de arriesgarse.

Después de que Dimas arrancara el Peugeot, Bragado se sentó en la parte de atrás y obligó a Laura a conducir. El jefe de policía situó la pistola entre ambos. La apoyó ahora en el costado izquierdo de Dimas. Laura, poseída por un ligero temblor que se delataba en sus manos, preguntó adónde debían ir. Bragado, con voz serena, respondió:

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