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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (50 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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La desaparición de las lunas agravaba la sensación de desamparo y amenaza que reinaba entre los Invictos y sus familias. Donde debían encontrarse Rimom, Shirta y Taniar, que ni siquiera había llegado a salir a su hora, había unas zonas negras que devoraban toda luz como pozos de tinieblas.

Subidos al terrado del torreón, Kratos y algunos de sus hombres escrutaban el cielo.

—Si las lunas hubiesen desaparecido sin más, tendrían que verse estrellas en el lugar que ocupaban —explicó Ahri.

—No te entiendo,
Búho
—dijo Abatón, ileso tras la lucha contra el gigante. Oxay, que había perecido pisoteado, no había tenido tanta suerte como su colega en el generalato. O sí: cuando recogieron su cadáver, Kratos comprobó que había sufrido quemaduras espantosas en el cuello, la cara y el resto de la cabeza. Probablemente no habría sobrevivido a ellas, y su muerte habría sido incluso más lenta y dolorosa.

Con cuidado de no tocar al iracundo Abatón, Ahri le puso la mano delante de su único ojo.

—¿Ves las estrellas?

—¿Cómo voy a verlas, ojos de sapo?

—Trata con el debido respeto a mi ayudante, Abatón —dijo Kratos en voz baja, como el ronroneo de un león que sestea pero puede atacar en cualquier momento.

Ahri, que no solía ofenderse por nada, apartó la mano.

—¿Y ahora las ves, general?

—Claro. Me habías puesto la mano delante, y ahora la has quitado.

—Lo mismo sucede con las lunas. —Ahri señaló hacia el lugar donde debería orbitar Shirta—. Allí deberían verse las dos estrellas de la cola de la Serpiente, y no están.

—Cierto —reconoció Kratos. No conocía todas las constelaciones, pero la de la Serpiente era muy llamativa, y una de las estrellas que ahora no se veía estaba entre las más brillantes del firmamento.

—Eso quiere decir que algo la tapa. Shirta sigue estando allí, pero se ha vuelto negra.

—Que las lunas hayan desaparecido o que sean invisibles, ¿qué más da? —dijo Gavilán—. El caso es que la noche es oscura como la espalda de una cucaracha.

Sin saber muy bien por qué, Kratos pensó que ese detalle debía tener más importancia de la que le atribuía Gavilán. Las lunas siempre habían estado allí arriba, midiendo con sus movimientos el calendario de las semanas y los meses. Aunque las llamaban con nombres de dioses, al menos él no las había considerado seres animados, sino una especie de accidentes geográficos del cielo, como montañas luminosas y flotantes.

Ahora no lo veía de la misma forma. Una luna que tenía rostro era una presencia muy viva.

—¿Por qué está ocurriendo esto? —preguntó—. ¿Por qué una estatua despierta la misma noche que las tres lunas se apagan como antorchas sin combustible?

—¿Por qué? ¿Cómo vamos a saberlo,
tah
Kratos? —dijo Abatón.

—Los designios de los dioses son inescrutables —comentó Partágiro, el joven jefe de la guardia de Kratos.

—Una frase muy bonita para decir que los dioses siempre hacen lo que les sale de sus divinos genitales —dijo Gavilán. Por una vez, nadie criticó su blasfemia. Comentarios peores se estaban oyendo junto a las piras funerarias.

—Tiene que haber una razón —insistió Kratos—. Todo el mundo tiene siempre una razón para lo que hace. Incluso los dioses.

—¿Por qué es tan importante saberlo?

—Porque si averiguamos lo que quieren, si descubrimos sus planes, podremos frustrarlos en lugar de esperar a que nos vuelvan a golpear.

—¿De veras pretendes luchar contra los dioses,
tah
Kratos? —preguntó Abatón señalando al cielo—. ¿Qué vamos a hacer contra quienes pueden apagar las lunas? ¿Subir a ellas? ¿Construimos una torre tan alta que llegue hasta Taniar, como en esa canción de niñas?

Tal vez eso ya se hizo
, se dijo Kratos, pensando en Etemenanki.

—Debemos saber más —se empeñó.

Recordó los consejos de Vurtán, que fue su general en el batallón Narval y ejerció como jefe de la Horda apenas unas horas. Vurtán estaba escribiendo un tratado de táctica militar, pero no había llegado a terminarlo. Partágiro, que había sido ayudante personal de Vurtán y tal vez su amante, le había entregado sus notas a Kratos.

Los consejos del fallecido general habían demostrado ser muy útiles.
«No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte.»
Aplicando aquel precepto, Kratos había decidido lanzarse contra el centro del campamento Aifolu. Bien era cierto que sólo la llegada de Derguín y las Atagairas los había salvado, pero de nada habrían servido los refuerzos si en aquel momento los Invictos no se hubiesen encontrado a tan poca distancia de la tienda de Ulisha.

Ahora, ¿cuál era el corazón de los dioses? ¿Dónde atacarlos? Vurtán también había escrito:
«Conoce siempre cómo piensa tu enemigo»
. ¿Cómo conocer el pensamiento de los dioses? ¿Preguntándoles a ellos?

Desde luego, la estatua parlante de Anfiún no había quedado en condiciones de ofrecer mucha conversación. De haber hablado con ellos, su charla probablemente se habría reducido a insultos y amenazas. Pero había alguien en Nikastu que alardeaba de ser una divinidad inmortal.

Samikir, reina de Malib. Caprichosa, un poco demente y traidora como una serpiente. Pero la tenía a mano, y no en el Bardaliut o las inalcanzables lunas. Para empezar, al menos era algo.

El eunuco Barsilo, visir de la corte de Malib, aseguraba que Samikir poseía siete décimas partes de sangre divina y tres de mortal. ¿Cómo se medía eso? El caso era que para preservar la perenne juventud de su cuerpo no comía alimentos sólidos, se bañaba en leche de vicuña y jamás vestía ropa alguna.

En el calabozo del torreón donde la tenían encerrada no le habían podido ofrecer su baño lácteo; entre otras razones, porque no disponían de vicuñas. Pero la reina seguía alimentándose con zumos y batidos, y conservaba su costumbre de permanecer desnuda.

Algo que puso nervioso a Kratos sólo con pensarlo. Sin duda, el cuerpo de la reina tenía algo de divino. Pero las reacciones físicas que provocaba no se debían sólo a la estrechez de su talle, la longitud de sus piernas y la finura de sus tobillos, el perfil respingón de sus nalgas o la forma en que sus pechos se mantenían erguidos pese a unas proporciones que podrían calificarse de generosas. No: además de tales dones, la piel impoluta de Samikir emitía algún tipo de efluvio irresistible que ponía en evidencia a cualquier varón que se le acercara.

Kratos decidió que lo mejor era no acercarse demasiado a la reina, pero por si acaso se puso bajo los pantalones una sólida coquilla de cuero. También pensó en hacerse acompañar por personas a las que los encantos de la reina afectaran lo menos posible: seguramente escucharían sus palabras de forma más fría y objetiva. Por tal motivo, ordenó a Partágiro que buscara a Kybes y a Baoyim y los trajera a su presencia.

Los recibió al aire libre, al pie del torreón. El mestizo de Aifolu traía el brazo derecho en cabestrillo. Considerando que la espada que lo había golpeado y le había destrozado el escudo medía tres metros, Kybes había salido bien librado. A muchos otros los había partido por la mitad de arriba abajo o de lado a lado.

—Quiero que me acompañes a ver a la reina Samikir. —Kybes enarcó una ceja.

—¿Por alguna razón en particular,
tah
Kratos?

—Eh... Bueno, es una mujer muy especial, que causa estragos en los hombres, y había pensado que tú... Dicen que... —Kratos se maldijo a sí mismo por su balbuceo. ¿Por qué tenía que ser tan timorato en esos asuntos?

—Si te refieres a ese general tuerto que cuando ando cerca comenta como quien no quiere la cosa lo de «bujarrón de ojos amarillos», pues la verdad es que tiene razón. Como puedes ver, mis ojos son amarillos.

—No pretendía ofenderte.

—No me ofendes,
tah
Kratos. Me gustan más los hombres que las mujeres. No soy el único aquí, ciertamente —añadió, mirando de forma significativa a Partágiro, que permanecía apartado unos pasos para no escuchar la conversación—. De todos modos, he de confesarte que en una ocasión estuve en presencia de la reina Samikir y a mí también me provocó esos estragos a los que te refieres.

—Debe ser todo un personaje —intervino Baoyim—. Me gustaría conocerla.

—Tendrás ocasión —dijo Kratos—. También había pensado en pedírtelo.

La Atagaira, que tenía muy marcadas las ojeras, contuvo un bostezo. Si todos estaban agotados, Baoyim tenía más razones. Después de combatir con los demás contra el gigante de metal, llevaba horas curando quemaduras, entablillando brazos y piernas rotos y cosiendo heridas.

Ahora se acercó a Kratos.

—Ese ojo... ¿Es sólo un derrame o te ha entrado algo en él?

—Me saltó algo durante el combate. No tiene importancia.

—Sólo tenemos dos ojos,
tah
Kratos. Siempre hay que darle importancia a lo que les ocurre. Me gustaría examinarlo en un lugar donde haya algo más de luz.

—Primero quiero que veamos a Samikir.


Tah
Kratos, en mi patria se me considera experta en las artes curativas. Yo no discutiría jamás tu dominio del arte de la espada.

—Harás bien en escucharla —la apoyó Kybes.

Kratos cedió, y llevó a Baoyim y Kybes a sus aposentos, en lo alto de la torre. Lo cierto era que el ojo le molestaba mucho y le costaba reprimir las ganas de frotárselo con el puño.

Kratos se sentó en el borde de la cama, una simple yacija que parecía más lujosa gracias a que la habían puesto encima de un gran lecho de piedra, reliquia de los antiguos moradores. El resto de la estancia empezaba a parecer un dormitorio de verdad gracias a los tapices que Aidé había colgado en las paredes, a un par de biombos decorados con dibujos de tigres de Pashkri, un velador de mármol y dos arcones de cedro. Salvo uno de los arcones, todo lo demás por cortesía de Ulisha, Puño del Destructor.

Alumbrada por un luznago cuya lámpara sacudía Kybes para azuzar al animal de modo que diera más resplandor, Baoyim le examinó el ojo. La Atagaira se acercó tanto que casi lo rozó. Después de la batalla y de trabajar toda la noche, la mujer olía a sudor, pero era un olor menos agrio que el que despedían todos ellos y no resultaba desagradable.

—Mira para ese lado,
tah
Kratos —le ordenó la guerrera.

Al hacerlo, Kratos vio de reojo a Aidé, que estaba apoyada en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Seguramente habría preferido que lo atendiera un médico menos atractivo que la Atagaira.

—Ahora no te muevas. Será un segundo... Ya está. Mira.

Baoyim le enseñó algo que había pillado en la punta de la pinza. La esquirla de piedra, según ella, tenía forma de clavo; pero Kratos tenía que apartarse para verla mejor y al hacerlo apenas la distinguía.

—No te toques. Para cuidarte el ojo, pon agua a hervir echándole sal, sin pasarte, y cuando se enfríe lávate con ella. Ahora, si no te importa, me gustaría ver también tu hombro.

—Te agradezco tu interés, pero tenemos otras cosas que hacer, Baoyim.

—Pueden esperar. Todos dependemos de tu brazo y sus nueve marcas de maestría,
tah
Kratos —dijo muy seria, pero después sonrió. Tenía los dientes muy blancos y perfectamente alineados—. ¿Te importaría quitarte la casaca?

—Eso, quítate la casaca —dijo Aidé con un tono sarcástico que la Atagaira no pareció captar.

Justo lo que quería evitar
, pensó Kratos. Lo cierto era que el hombro le dolía mucho. Aunque no fuera el mismo tipo de molestia que le había impedido manejar la espada durante tanto tiempo, necesitó ayuda para desnudarse. Cuando Baoyim hizo ademán de tirarle de la manga, Aidé se acercó.

—Permite que lo haga yo, querida.

Cuando Baoyim le tocó el hombro, el contacto distó mucho de ser placentero. Tras clavarle los dedos sin contemplaciones en varios puntos, dictaminó que era una luxación y que, puesto que el hombro había vuelto a colocarse por sí solo, lo único que tenía Kratos ahora era una inflamación.

—¿Te importa aplicarle tú misma este ungüento? —le pidió a Aidé, tendiéndole un frasco lleno con una pasta amarillenta—. Ya que vamos a ver a una reina, me gustaría al menos lavarme la cara y peinarme.

Muy sonriente y melosa, Aidé le indicó dónde podía hacerlo. Mientras la Atagaira se aseaba al otro lado de una cortina, la joven untó el hombro de Kratos con el ungüento.

—Mmmm... Qué gusto. ¿Cuántas veces al día ha dicho que tienes que echármelo?

—No me lo ha dicho todavía. Es una mujer muy guapa, ¿no te parece?

—¿Bromeas? Es tan machorra como todas las Atagairas —respondió Kratos, bajando la voz. En realidad, la mezcla de músculos y curvas de Baoyim (combinación que podía apreciarse a simple vista, pues la Atagaira enseñaba brazos y piernas sin ningún pudor) resultaba muy atractiva. Cosa que no confesaría ni aunque le arrancaran las uñas de cuajo—. Además, sabes que a mí sólo me gustan las rubias.

—¿Seguro? Recuerdo que Shayre tenía el pelo tan negro como Baoyim.

Kratos levantó la mirada. Aidé sonreía. Pero él sabía de sobra que hablaba en broma hasta cierto punto.

—Y ahora te vas a ver a otra mujer... Espero que te portes bien,
tah
Kratos. Ya sabemos cómo es la divina Samikir —dijo Aidé, mientras le ayudaba a ponerse la casaca.

En realidad, la joven no lo sabía del todo. Kratos no le había confesado que, durante sus días de cautiverio en la pirámide de Malib, se había acostado dos veces con la divina Samikir. Para ser precisos, había sido más bien al contrario. Kratos estaba encadenado con grilletes, de modo que su papel había sido bastante pasivo. Aunque él no había podido hacer nada por evitarlo, a veces le asaltaba el recuerdo de aquel placer, exquisito y degradante a la vez, y se sentía culpable. Por eso no había hablado de ello con Aidé ni con nadie más.

Ya empezaba a alborear cuando bajaron a los subterráneos del torreón. Había dos niveles. El primero era una bodega que, después de limpiarla lo mejor posible, habían convertido también en armería. En el suelo se abría un hueco que daba acceso a una angosta escalera por la que se bajaba al segundo sótano, un pasillo rodeado de celdas. Habían encerrado a Samikir en la que se encontraba más cerca de la escalera. Cinco puertas más allá, al final de la galería, estaba Urusamsha. Kratos pensó que también sería interesante hablar con él, pero por el momento le pareció mejor concentrarse en su entrevista con la reina de Malib.

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