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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (51 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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La celda que le habían adjudicado era la más espaciosa de los calabozos y Kratos había hecho que le instalaran dos alfombras, una cama, una mesa y varias sillas. No se trataba de un alojamiento palaciego, pero él había estado prisionero en condiciones peores. Y precisamente por culpa de Samikir.

La acompañaban el eunuco Barsilo y dos criadas. Cuando los visitantes entraron, ambas mujeres se apresuraron a ponerse delante de la reina tendiendo entre ambas una cortina a modo de biombo. Pero como detrás había una lámpara de luznago, la silueta de Samikir, que se había levantado de la silla, se perfilaba con toda nitidez en la tela.

—¿Desde cuándo las Atagairas tienen el pelo negro? —preguntó sin preámbulos.

—No hemos venido aquí a contestar las preguntas de la divina Samikir —dijo Kratos.

—Nuestra pregunta es muy sencilla. Sería descortés por vuestra parte no responder.

—No es ningún misterio, majestad —dijo Baoyim. Luego debió recordar el protocolo relativo a la reina, a quien había que hablar en tercera persona, y añadió—: La respuesta a la pregunta de su divina majestad es muy sencilla. A veces nacemos Atagairas morenas, del mismo modo que entre otros pueblos nacen mujeres albinas.

Samikir, que había dejado de interesarse a mitad de la respuesta, se dirigió a Kratos de nuevo.

—¿Y a qué debemos el honor de tu visita,
tah
Kratos? ¿Has decidido dejar de someternos de una vez a este trato ultrajante y enviarnos de vuelta a Malib con una escolta adecuada a nuestra categoría?

—Jamás he pretendido ofender a su divina majestad.

—¿Encerrarnos en una hedionda mazmorra no te parece un ultraje?

—Antes de alojar aquí a su majestad, limpiamos y perfumamos a conciencia estos sótanos. Por desgracia, la ciudad está en ruinas, como bien debe saber su majestad, ya que es soberana de esta región. Tengo a una cuadrilla de hombres trabajando para acondicionar una mansión digna de la divina Samikir —añadió, mintiendo sobre la marcha—. Por el momento, esta alcoba era lo mejor que podíamos ofrecer a la reina en aras de su seguridad.

—No nos interesa esa mansión de la que nos hablas,
tah
Kratos. Poseemos residencias y palacios de sobra en Malib y los alrededores. Y por más que llames alcoba a una mazmorra, seguirá siendo una mazmorra.

Kratos hizo un gesto a Barsilo para que le acercara una silla. El eunuco puso un mal gesto, pero le obedeció. Algo que satisfizo sobremanera a Kratos, que había soportado más de una vejación del visir durante su cautiverio en la pirámide.

—¿Vas a sentarte en nuestra presencia? ¿Ésos son los modales del jefe de la Horda Roja?

—Su majestad ha de saber que ha sido una noche larga y agotadora. Por eso espero que disculpe a su humilde servidor si aprovecha esta conversación para descansar. Su majestad también puede sentarse. Si tal es su deseo, por supuesto.

La reina no se dignó contestar. Kratos se acomodó en la silla. De esa manera, la presión que sentía en cierta parte de su cuerpo le resultaba menos molesta y tenía la impresión de controlar mejor la situación. Kybes, Baoyim y Ahri, que se había unido a la pequeña comitiva, permanecieron un paso detrás de él.

—Hasta aquí han llegado algunos ruidos extraños —dijo Barsilo con su voz atiplada. Debía haber perdido casi diez kilos en los últimos días, pero seguían sobrándole por lo menos veinte—. ¿Qué ha ocurrido esta noche,
tah
Kratos?

—Una refriega sin importancia.

—Estamos dos pisos bajo tierra. No puede haber sido algo tan insignificante cuando incluso aquí nos hemos sobresaltado.

Kratos suspiró. Comprendió que si quería información, también tendría que facilitarla. Además, ¿qué sentido había en ocultar a la reina Samikir lo ocurrido? Las palabras de Anfiún no declaraban la guerra a la Horda Roja, sino a todos los humanos. De modo que le contó a Samikir todos los acontecimientos desde el primer prodigio, cuando la faz de un dios se dibujó en la luna azul.

El relato debió interesar tanto a la reina que se olvidó de su negativa a sentarse y ordenó a Barsilo que le trajera otra silla. Las criadas tuvieron que inclinarse para que la cortina quedara a tal altura que dejara ver tan sólo el rostro de Samikir. Tarea en la que no siempre acertaron, porque la reina a ratos inclinaba la espalda para apoyar la barbilla en la mano y a ratos volvía a enderezarse, momentos en que ofrecía a Kratos una breve visión de sus divinos pechos; y sin duda a Baoyim, Kybes y Ahri también, ya que disfrutaban de un ángulo de visión más elevado.

—¿Y dices que esa lluvia de estrellas se dirigió al norte?

Kratos asintió. La reina tabaleó con las uñas en su mejilla. En esta ocasión eran las suyas, tan perfectas como el resto de su cuerpo. En Malib llevaba unos postizos de oro rematados con largas agujas de cristal. Kratos, que había visto cómo las clavaba en las carótidas del duque Forcas y con qué efectos, había ordenado que se las confiscaran.

Aunque el gesto la humanizaba un poco, Samikir seguía teniendo algo distinto y extraño que hacía pensar que tal vez sí perteneciera a una raza divina. Su rostro era de una belleza sobrenatural, tan liso e inmaculado como la más perfecta pieza de cerámica y, aunque ahora no se distinguiera bien al contraluz, sus ojos verdes tenían las pupilas extrañamente alargadas, sin llegar a partirse en dos como las de Togul Barok o las estatuas de los dioses.

—Hemos escuchado tu relato,
tah
Kratos. Uno solo de esos portentos sería preocupante. Todos juntos significan que las cosas ya no serán las mismas y que Tramórea va a conocer otro cambio de era.

—Querría que su majestad nos hable de los dioses.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? Hay sacerdotes a los que podrías interrogar sobre esas cuestiones.

—Los sacerdotes sólo cuentan faramallas y saben menos que cualquier filósofo —intervino Ahri.

—¿Dejas que tus súbditos hablen sin que les otorgues la venia,
tah
Kratos?

—Debo decir a su majestad que no tengo súbditos a mi lado. Sólo hombres —Kratos vaciló un instante y miró de soslayo a Baoyim— y mujeres libres.

—Espero que su majestad me perdone si mi intervención le ha parecido demasiado osada —se disculpó Ahri—. Nunca he simpatizado con los sacerdotes.

—Vemos que llevas tatuada una estrella de siete puntas en la frente. Eres un filósofo Numerista y te sientes orgulloso de ello.

La abultada nuez de Ahri subió y bajó un par de veces, como si se hubiera tragado un huevo de codorniz y dudara entre expulsarlo o no. Kratos sospechó lo que le había impelido a hablar. El hechizo de Samikir hacía que todos los hombres quisieran impresionarla. Por si acaso, había aconsejado a Kybes y Ahri que se pusieran también coquillas o ciñeran sus entrepiernas con trapos muy ajustados.

—Su majestad debe saber que no me siento particularmente orgulloso de ello ni de nada —dijo Ahri—, puesto que el orgullo es una cualidad vana. Hace tiempo que abandoné la orden de los Numeristas.

—Pero tu tatuaje te traiciona, igual que el suyo delata a tu compañero de los ojos amarillos, el que estuvo en la cúspide de la pirámide el día en que esos bárbaros interrumpieron nuestra hierogamia.

Kybes carraspeó.

—Me asombra la memoria de su divina majestad. No habría esperado que ella reparara en la presencia de alguien tan humilde como yo.

—Nuestra memoria es a veces una maldición. Tu rostro es uno de tantos recuerdos inútiles que guardamos en nuestra cabeza. ¡Ah, si pudiéramos desprendernos de ellos como de la ropa! Para nos, nuestros recuerdos son como vuestros tatuajes, marcas indelebles del pasado.

—Del pasado querríamos hablar con su majestad —dijo Kratos, que veía que la conversación se perdía por los cerros de las Kremnas, como solían decir en Áinar.

—Os hemos dicho que una nueva era se avecina. ¿Qué sentido tiene hablar del pasado?

—Los acontecimientos pasados suelen dar pistas para anticipar los venideros —volvió a intervenir Ahri. Kratos estaba a punto de contradecir su comentario anterior y ordenarle que cerrara el pico cuando el antiguo Numerista fue por fin al grano—. Si preguntamos a su majestad por los asuntos de los dioses es porque sabemos que en su caso el epíteto «divina» antepuesto a su título no es una cuestión meramente retórica, sino que describe su verdadera condición.

—Lo que nuestro filósofo quiere decir es que hemos recurrido a su majestad porque queremos aprender cuál es la naturaleza del enemigo al que nos enfrentamos —añadió Kratos.

—Los dioses son inmortales, bellos y poderosos. ¿Qué más queréis saber?

—Su majestad comprenderá que eso puede decirlo cualquiera. Y yo quiero respuestas —dijo Kratos, poniéndose en pie. Las criadas se apresuraron a acercar más la cortina a Samikir para interceptar su visual.

—Nos ya te hemos dado una respuesta, concisa y clara.

—Su majestad entenderá... ¡Bah, a la mierda! —exclamó Kratos. Darle vueltas a las frases para expresarlas en tercera persona hacía que olvidara lo que en realidad quería decir, y le estaba levantando dolor de cabeza—. Samikir, me vas a explicar qué relación tienes con los dioses o vas a confesar que el epítome —«Epíteto», susurró Ahri—... que el epíteto de divina que te acompaña es una farsa.

—¿Cómo te atreves a dirigirte así a la reina? —se indignó Barsilo.

Muy despacio, para no hacerse daño en el hombro, Kratos desenvainó la espada y apuntó su
kisha
hacia el visir.

—Sólo mis hombres pueden interrumpirme, eunuco. Tú no eres ni hombre ni libre. Hace tiempo que tengo ganas de saber si por tus venas corre sangre humana o leche de vaca. No me hagas comprobarlo.

Samikir aplaudió silenciosamente.

—Bravo,
tah
Kratos. La peor plaga de nuestra larga existencia es el tedio. Nos gusta que te muestres impetuoso. Aunque no podemos añadir que seas imprevisible. Ahora que has desenvainado tu arma, ¿nos amenazarás con ella?

—La verdad, majestad, es que si no me explicas ya en qué consiste tu divinidad, no me va a quedar otro remedio que ponerla a prueba con un experimento.

Ella sonrió con cierta malicia, el gesto más expresivo que Kratos le había visto hasta ahora. Para su sorpresa, se puso en pie y ordenó a las criadas que la envolvieran en la tela. Ellas se la pasaron bajo las axilas, le dieron un par de vueltas y la engancharon por detrás con un prendedor. Una vez así vestida, Samikir ordenó a las jóvenes y a Barsilo que se fueran. El eunuco, antes de salir, tuvo la prudencia de pedir permiso con un gesto a Kratos. Éste se lo concedió. Había varios soldados esperando en el pasillo, de modo que no temía que el visir intentara escapar. Aunque, en el fondo, le habría dado igual. Barsilo era ahora mismo la más insignificante de sus preocupaciones.

Samikir volvió a sentarse.

—¿Por qué los has echado, Samikir?

—Mis súbditos sólo deben saber de mí lo que yo quiera que sepan.

—Yo no voy a echar a mis hombres.

—No es necesario. ¿Puedes envainar tu espada? Me hace pensar en otras cosas que he visto de ti y me distrae.

Caramba, si ahora tiene sentido del humor
, pensó Kratos. La reina había renunciado con mucha facilidad a usar el «nos» y a vestir de cielo, eufemismo con el que sus cortesanos se referían a su desnudez. De pronto parecía otra mujer. Algo le dijo a Kratos que no había fingimiento ni antes ni ahora, que ambas personas, y probablemente algunas más, convivían en la mente de la reina.

—Pregunta,
tah
Kratos. Si tus cuestiones me parecen interesantes, quizá incluso te las conteste.

Kratos volvió a sentarse. En algún momento, no sabía exactamente cuándo, el efluvio que rodeaba a la reina se había disipado. Seguía siendo tan bella y deseable como antes, pero al menos ahora Kratos podía controlar su reacción física ante ella.

—¿Eres en verdad una diosa?

—Ésa es una pregunta muy directa,
tah
Kratos.

—Según nos explicó tu eunuco, tienes siete partes de divina y tres de mortal. ¿Es eso cierto?

—Es cierto que es lo que dicen mis súbditos. ¿A qué llamáis dios?

Kratos se volvió a Ahri. Para ofrecer definiciones, pensó, estaban los eruditos.

—A un ser sobrenatural, inmortal y muy poderoso.

—¿Cómo medirías su poder, Numerista?

—No lo sé, majestad. Tendría que estar delante de ese dios y verificar qué obras y prodigios es capaz de realizar. Según los mitos, no todos los dioses son igualmente poderosos. Taniar y Anfiún, por ejemplo, serían más poderosos que Vanth, pero menos que Manígulat.

—¿Dirías que su poder es una medida de su divinidad? ¿Que Manígulat es más dios que Vanth, según tus palabras?

—Ignoro qué responder a esa pregunta, majestad.

—Yo soy y no soy una diosa. Soy inmortal, a menos que
tah
Kratos se empeñe en demostrar lo contrario con su espada, pues si me decapitara no me sería fácil conservar mi inmortalidad.

—Entonces no eres realmente... inmortal, majestad.

—Como erudito a quien le gusta tanto precisar los términos, encontrarías que «duradera» es un adjetivo más exacto para mí. No me verás envejecer ni enfermar. Y espero que tampoco me veas morir, mas para eso debo evitar ciertos peligros.

—¿Por qué no puedes envejecer ni enfermar? —dijo Kratos.

—¡De nuevo una pregunta muy directa!

—Prefiero no seguir con tantos rodeos. Si, como tú has dicho, estamos a punto de entrar en una nueva era, no quiero que su llegada nos sorprenda hablando aquí.

—No envejezco porque no está en mi naturaleza,
tah
Kratos. Soy de los llamados Antiguos. Vivimos entre vosotros, a medias entre los dioses y los humanos. Duraderos, pero no tan poderosos como los Yúgaroi. No me verás volar ni incendiar un barco con la mirada, ni soy capaz de levantarte con una mano y destrozar tus huesos entre mis dedos. Un dios sí podría hacer todo eso que acabo de decir.

—¿Quiénes sois los Antiguos..., majestad? —preguntó Baoyim.

—Personas cuya naturaleza fue alterada, como os ocurre a vosotras, las Atagairas. Estuvimos ocultos entre los cien mil sin que los dioses lo supieran. Después volvimos a escondernos durante siglos en bosques y cuevas, lejos de vosotros, pues como seres intermedios no éramos aceptados ni por dioses ni por mortales. En sus guerras, para ellos todo era blanco o era negro, enemigos o aliados.

»Hace algo más de cien años decidí que, puesto que los grandes dioses se habían apartado del mundo y no parecía que fuesen a regresar, ¿por qué no dejar de esconder mi condición y actuar como una divinidad entre los mortales? De ese modo descubrí que la celebridad exagerada podía ser una protección tan eficaz como el anonimato.

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