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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (60 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—No lo hay. Y lo sabes.


Tah
Kratos, hay algo que dijo el Gran Barantán cuando utilizó a tu hijo de médium. No he dejado de darle vueltas desde esta mañana.

—¿A qué te refieres?

Como siempre, Ahri citó de memoria.

—«Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú, probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones.»

—Sí, recuerdo que dijo eso. Yo le pregunté si había más aceleraciones y él me respondió con evasivas.

—¿Crees que puede haber más Tahitéis?

—No lo sé. Siempre he creído que se limitaban a tres. De hecho, a la mayoría de los Tahedoranes se les enseñan sólo dos. O así debería ser.

—¿Y si hubiera más?

—¿Qué más da? Aunque existieran, ¿quién me enseñaría la fórmula? El único que tal vez podría conocerla es el Gran Maestre de Uhdanfiún. Pero está muy lejos, y aunque le mandáramos un cayán me temo que se negaría a revelarme el secreto.

—Tengo entendido que pronunciáis mentalmente una serie de números —dijo Ahri, bajando la voz y acercando su montura a la de Kratos tanto que las pantorrillas de ambos se rozaron.

—Así es.

—¿Son fórmulas al azar?

—¿Y yo qué sé? Son series de nueve números...

—¿Las tres que conoces tienen nueve números?

—Sí.

—¿Puedes decirme cuáles son? —preguntó Ahri, abriendo exageradamente sus ojos de búho y bajando aún más la voz.

—¿Estás loco? Es un secreto reservado a los Tahedoranes. Revelar esa información se castiga con la muerte.

—Sinceramente,
tah
Kratos, ¿crees que a estas alturas importa? ¿Quién va a ejecutar la sentencia contra ti? Además, te juro por el teorema del triángulo rectángulo que esos números no saldrán de mi boca a no ser que tú me autorices.

—Tu boca no es precisamente una tumba, amigo mío.

—Para cuestiones matemáticas sí,
tah
Kratos.

—¿Por qué ese empeño? ¿Para qué quieres saberlo?

—Porque si encuentro alguna relación entre esas tres series de números, tal vez pueda deducir una cuarta... y una quinta... Y quién sabe si más.

Kratos se quedó pensativo, imaginando las posibilidades de una cuarta aceleración. ¿En qué grado acrecentaría su velocidad y su fuerza? ¿Su cuerpo sería capaz de resistirlo?

Merecía la pena intentarlo.

—Te diré los números una sola vez, Ahri. Y si se te escapa uno solo...

—Descuida,
tah
Kratos. Dímelos.

Kratos tragó saliva y susurró:

—Protahitéi: 4, 1, 9, 6, 8, 7, 3, 4, 4. Mirtahitéi: 7, 5, 1, 6, 3, 7, 2, 4, 5. Urtahitéi: 8, 0, 2, 9, 2, 2, 0, 8, 1.

Ahri cerró los ojos y asintió varias veces con la barbilla. Después volvió a abrirlos con una sonrisa.

—Ya está.

—¿Ya has descubierto otra serie?

—¡No! Ya los he memorizado. Ahora tengo que pensar en ellos. Aparentemente, no existe relación lógica entre esos números. Pero los secretos de las matemáticas son más gozosos cuanto más recónditos.

Kratos lo dejó con sus cálculos y cabalgó hasta el centro de la columna. Todo parecía dispuesto. A ambos lados de los expedicionarios había miles de camaradas de la Horda que se quedaban, mujeres y niños que los miraban con una mezcla de temor y esperanza. Pensó en pronunciar un discurso, pero no le quedaban fuerzas ni inspiración en aquel momento. Tan sólo levantó la mano, señaló hacia las montañas de Atagaira y dijo:

—¡En marcha, Invictos! ¡Cuanto antes partamos, antes regresaremos a casa!

Después taloneó ligeramente los flancos de su caballo y cabalgó hacia la vanguardia de la columna. Partágiro levantó en alto el estandarte de la Horda Roja, y una ráfaga de viento frío hizo ondear el narval. A la señal, toda la expedición se puso en marcha.

En otras circunstancias, los Invictos habrían hecho sacrificios para propiciarse el favor de los dioses. Ahora, cabalgaron en un ominoso silencio. Si querían aguantar las terribles jornadas que tenían por delante, les convenía ahorrar fuerzas.

Mar de Ritión

N
o muy lejos de aquel lugar, o al menos eso suponía, Ariel había visto cómo unos intrépidos balleneros se enfrentaban a un gigantesco karchar. De aquello hacía más de tres meses; un tiempo que, considerando todo lo que había ocurrido, los lugares que había visitado, la gente a la que había conocido y el sufrimiento y la destrucción que había presenciado, eran mucho más que una eternidad.

En aquel entonces, navegaba del continente a Narak en el
Bizarro
, el barco más grande que surcaba los mares de Tramórea. Ahora, en cambio, se acurrucaba en la proa de un atunero que no debía pasar de los diez metros de eslora. ¡Y era la nave mayor que habían encontrado en Arubak!

Neerya se acercó y se sentó a su lado. Aunque se había recogido el cabello con horquillas, el viento soplaba con fuerza y agitaba mechones sueltos delante de su cara.

—¿Qué tal vas, Ariel? ¿No te mareas?

—No. No sé muy bien lo que es eso.

—Mejor que no lo sepas. Yo he vuelto a vomitar. ¡Creo que no voy a comer nada el resto de mi vida!

Las Atagairas viajaban sentadas en diversos lugares de la cubierta, donde menos pudieran estorbar a los tripulantes del barco. Los rostros de algunas, ya de por sí blancos, se veían aún más pálidos por culpa del mareo. La que peor parecía pasarlo era Antea, pero a Ariel no le daba ninguna pena.

Cuando huyeron de aquella caverna, la jefa de las Teburashi le había quitado la Espada de Fuego.

—¡Yo confiaba en ti! —gritó Ariel, pataleando en el aire mientras otra Atagaira la sujetaba en vilo por la cintura—. ¡Me diste tu palabra!

—Te di mi palabra de que no recibirías ningún daño, y no lo recibirás a no ser que yo lo sufra antes —respondió Antea—. Pero por ahora no puedo permitir que lleves a
Zemal
. Es demasiado peligrosa para ti y para todas.

—¡Lo que quieres es que no me escape!

—Son órdenes de la reina, Ariel. No espero que me entiendas, pero debo obedecer.

Con mucho cuidado de no rozar la empuñadura, Antea había envuelto la Espada de Fuego en un lienzo. Ahora la llevaba encima a todas horas, y si se quedaba dormida una guerrera velaba siempre a su lado. Era imposible quitársela.

O tal vez no. Ahora, al verla acurrucada junto a la amura de babor, más verde que blanca, Ariel pensó:
Tarde o temprano se descuidará y recuperaré a
Zemal.

Y cuando lo consiguiera, nadie podría impedirle que huyera y buscara a su padre, aunque para ello tuviese que viajar hasta el fin del mundo. Ya no la volverían a engañar.

Acodadas en la amura de estribor viajaban Tríane y Ziyam. La madre de Ariel observaba con desagrado cómo Neerya hablaba con su hija.

—Si fuera por ti la matarías, ¿verdad? —preguntó la reina de las Atagairas.

—Y acabaré matándola en cuanto tenga ocasión. De momento, dependemos de ella.

Tras el fiasco del despertar de Tubilok, habían decidido viajar a Tártara. Según Tríane, sólo en aquella misteriosa ciudad encontrarían el modo de sobrevivir a los tiempos oscuros que se avecinaban o, tal vez, de negociar con el dios loco y conseguir la recompensa que les había negado. Pero para llegar hasta Tártara por los caminos subterráneos que ella conocía necesitarían meses.

Neerya, en cambio, les había asegurado que sabía de un atajo que les ahorraría miles de kilómetros. Cuando manifestaron su escepticismo y le exigieron que les explicase en qué consistía dicho atajo, la cortesana sonrió enigmáticamente y respondió:

—Pertenezco al clan Bazu. Del mismo modo que tu reino son las aguas, Tríane, y el tuyo las montañas de Atagaira, Ziyam, el mío son los caminos. Tendréis que confiar en mí.

Por el momento, se había limitado a explicarles que tenían que viajar hasta la Ruta de la Seda y más tarde abandonarla para internarse en el desierto de Guinos. Un lugar del que Ziyam no había oído hablar jamás, pero que por alguna razón le sonaba de mal agüero.

Aunque sabía que no debía hacerlo, volvió a tocarse las mejillas. Sus dedos se mancharon de sangre. Las heridas que le habían infligido los dedos de Tubilok, cinco en cada mejilla, no terminaban de cerrarse. El terrible dolor que Ziyam sintió cuando el dios le clavó las garras había remitido un poco, pero era imposible olvidar que las heridas estaban allí, pues palpitaban como diez diminutos corazones, y con los rociones de agua y sal le escocían más.

En esta ocasión, la máscara no le había servido para curarse. Cuando apoyó el rostro en ella, las minúsculas agujas de su interior se le habían clavado en la frente y los pómulos, agravando su dolor.

¡No te atrevas a asomarte más a mi mente, mujer!
, gritó la voz en sus oídos.

No obstante, Ziyam no se había desprendido de la máscara. Era el único contacto que tenían por ahora con el dios que le había marcado la cara y que, en su enrevesado lenguaje, les había dicho que pronto los humanos no podrían vivir en Tramórea. Por ahora, la mayor preocupación de la reina de Atagaira era curarse las heridas y recuperar su belleza. Pero debía reconocer que la posibilidad de que el mundo se acabase, como parecían sugerir los portentos celestiales, también la inquietaba.

—Qué extraño encontrar a unas Atagairas tan lejos de su país y tan fuera de su elemento. ¿Adónde os dirigís?

Ziyam se volvió a la derecha. Absorta en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que Tríane se había marchado, y su lugar en la borda lo había ocupado un hombre. Por la calidad de sus ropas, era evidente que no pertenecía a la tripulación. ¿Por qué no se había fijado en él hasta entonces? El atunero no era un lugar tan grande como para que sus pasajeros pudieran esquivarse.

—Nuestro destino no es asunto tuyo, amigo —respondió Ziyam.

El desconocido era joven, moreno y, pese al parche que le tapaba el ojo derecho, muy guapo. Aparte de la finura de sus rasgos, desprendía un encanto irresistible; o tal vez Ziyam, con la cara surcada de heridas que no dejaban de supurar sangre y pus, necesitaba sentirse deseada.

—Tal vez sí sea asunto mío,
majestad
—dijo él, bajando la voz. Su tono susurrante se agarró al ombligo de Ziyam y reptó vientre abajo cosquilleándole en la piel.

—¿Sabes quién soy?

—Sé muchas cosas, Ziyam de Atagaira. Incluso entiendo de artes curativas. Si me permites que te acompañe en tu viaje, tal vez consiga que esas heridas dejen de empañar tu exquisita belleza.

El joven le rozó las mejillas con los dedos. A su contacto, Ziyam sintió un alivio instantáneo, y también otras reacciones físicas que la preocuparon. ¿Qué tenía aquel hombre? ¿Por qué le estaban entrando tales deseos de bajar a la bodega y revolcarse con él entre malolientes pescados?

—Ya que sabes quién soy, dime cómo te llamas tú —respondió Ziyam, apartando a su pesar la mano que le rozaba el rostro—. No me gusta estar en desventaja.

—Tengo varios nombres, majestad. —El desconocido miró de reojo a la proa, donde Ariel seguía hablando con la cortesana—. Algunos prefiero no pronunciarlos todavía. Pero tú puedes llamarme Tíndalos.

—¿Quieres que confíe en ti?

—Desde luego, majestad.

—Pues entonces revélame ese nombre que prefieres no pronunciar. Yo no se lo diré a nadie, y te llamaré Tíndalos delante de las demás.

—¿Aceptas, pues, que os acompañe en vuestro viaje?

—Acepto.

El joven sonrió. Tenía la tez tan morena que sus dientes parecían aún más blancos. Se acercó a Ziyam, le apartó ligeramente la capucha con los dedos y le susurró al oído con voz acariciante:

—Ulma Tor, majestad. Mi nombre es Ulma Tor.

Plasencia, septiembre de 2010

GLOSARIO

Aceleración (Tahitéi)
: Práctica ancestral de los maestros del Tahedo, que aumenta durante un lapso de tiempo la velocidad y agilidad de sus movimientos, y en cierta medida también su fuerza. Consiste en una fórmula secreta, compuesta por una serie de letras y números, que al ser subvocalizada provoca una reacción corporal instantánea. La contrapartida es que las aceleraciones consumen rápidamente las energías del cuerpo, de modo que tras ellas hay que reponer fuerzas ingiriendo comida y bebida en gran cantidad y con un descanso adecuado.

Existen tres aceleraciones: Protahitéi, que pueden aprender los Ibtahanes. Mirtahitéi, reservada a los Tahedoranes. Y Urtahitéi, la aceleración secreta que sólo deberían conocer maestros del noveno grado, pero que últimamente goza de excesiva popularidad.

Acruria
: Capital del reino de Atagaira, excavado en la montaña del Kishel.

Aifolu
o
Australes
: Pueblo que vive en la parte meridional de Tramórea. Siglos atrás la invadieron, procedentes del desconocido continente que se extiende al sur de Pashkri, al otro lado del mar.

Aifu
: País del que provienen los Aifolu, en el continente sur, y del que tuvieron que partir hace 600 años por la invasión de los hielos.

Áinar
: País situado al noroeste de Tramórea. En tiempos pasados fue un imperio que dominó casi todas las regiones civilizadas del continente.

Arubshar
: Academia militar fundada por Derguín en la ciudad de Narak. Sus cadetes eran conocidos como Ubsharim. Destruida por la traición de Agmadán.

Atagaira
: Reino montañoso habitado por una raza de mujeres guerreras.

Âttim
: Capital del reino de Pashkri. Ciudad afamada por sus riquezas.

Australes
: Ver
Aifolu
.

Bardaliut
: Ciudad donde moran los dioses.

Bazu
: Clan de Pashkri que se encarga de la administración y explotación de las principales rutas comerciales.

Bildanil
: Penúltimo mes del año. Coincide más o menos con octubre.

Brauna:
Espada forjada por Amintas en el año 735. Propiedad de la familia Barok, y más tarde de Derguín Gorión.

Buitrera
: El distrito más alto de la ciudad de Narak, donde vive Derguín.

Cinturón de Zenort
: Banda luminosa que aparece en el cielo nocturno siguiendo la misma trayectoria que recorre el Sol durante el día. Está formada sobre todo por polvo blanquecino, aunque también hay luces de mayor tamaño que en las noches muy claras se distinguen como rocas gigantescas de formas irregulares.

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