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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (3 page)

BOOK: El sueño de los justos
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En su Plaza de Armas, cuadrado perfecto, espejo del orden y la no contradicción, cuatro grandes edificios encarnaban los cuatro poderes que regían la pequeña ciudad-estado: el Comercio, el Cabildo, el palacio de Gobierno y la Catedral, el más ostentoso e imponente de los cuatro.

Los tres primeros eran de una sola planta, de fachadas casi iguales, con blancos y monótonos arcos que le daban al recinto la apariencia de un claustro descomunal. Y en el centro geométrico de la plaza se alzaba una fuente de piedra dedicada en su día al rey de España y usada ahora como elemento decorativo o acaso como memoria de un tiempo que los cuatro poderes se resistían a borrar.

En su frialdad y su simpleza, el conjunto era el vivo reflejo de una sociedad cerrada y obtusa y de unas élites inspiradas en un mercantilismo temeroso y mezquino, un despotismo trasnochado y una tradición religiosa que rondaba el fanatismo.

Su reclusión, así y todo, no se debían al acaso. La ciudad se hallaba a la defensiva desde los días del desmembramiento de la América Central, unos treinta años antes, cuando los enconos entre las provincias derivaron en la prolongada guerra que balcanizó la región. Ceñida por un cinturón de espeluznantes barrancos que hacían las veces de foso, su único acceso franco estaba situado al sur. Un campamento militar y un baluarte artillado, construido sobre una colina, montaban guardia permanente allí. Prisión de muchos y desasosiego de todos, la fortaleza protegía la ciudad, además de un fuerte, llamado de Matamoros, cinco guardas periféricas que, a modo de atalayas, vigilaban los precipicios y cerraban el ingreso o la salida a la hora del ocaso. De esas guardas, a su vez, partían sendas trochas que, luego de serpear hasta la sima de los abismos, volvían a ascender del otro lado para enlazar allí con los caminos que conducían al Atlántico, las Verapaces, El Salvador, México o el Llano de la Virgen, la planicie que a modo de vestíbulo arbolado se tendía más al sur.

Por su condición levítica y su personalidad mojigata, la ciudad apenas permitía fiestas que no fuesen religiosas, pero, algunos días del año, el Cabildo soltaba, con la debida licencia eclesiástica, un becerrillo con pañuelos atados al cuello para que la gente joven se divirtiera, quitándoselos uno a uno. El torito era inofensivo y sólo ocasionaba uno que otro revolcón a los audaces. Pero el animal que escapó aquel día de marzo de 1869 de los corrales de la plaza no era ni de lejos «el toro de los muchachos», como le decían a la res, sino un bicho aterrador de cinco años y unas mil libras de peso.

Quién sabe qué cóleras íntimas guardaba o qué mosca le picó ese día, pero lo cierto fue que, pese a haberlo traído de la Costa Sur mancornado en un jaulón, con uno de los pitones sujeto a una pata delantera, el toro se zafó de la atadura, atropelló a uno de los caporales que cuidaba la descarga y corrió como perro sin dueño hacia la confiada e inadvertida ciudad.

«—Le conocí en los oscuros días de la teocracia conservadora, cuando la vida no le había aún endurecido, si bien decir que le conocí a fondo tal vez sea una exageración. Nunca llegas a conocer del todo a nadie. Mi tía Emilia solía decir que si quieres entender a una persona debes antes descubrir cuál es su animal interior: una perica, un alacrán, un cordero o un toro bravo. Yo nunca supe cuál era el de Néstor. Siempre fue muy reservado y celoso de su intimidad.

»—¿Se llama así?

»—Ese es su nombre, Néstor Espinosa. Su carácter cambió con el tiempo, pero, por aquellas fechas, era de ese tipo de hombres que, sólo verlos, te alegran la vida. Tenía un aire de desamparo que me parecía conmovedor y, a diferencia de otros jóvenes de buena presencia, no iba tras las niñas de familias bien con el propósito de medrar. El estaba hecho de otro barro. No respiraba a gusto en la puritana atmósfera de aquellos días, muy a pesar de su madre, una señora de expresión avinagrada y más beata que una monja de clausura. La buena señora había prometido a la Virgen del Rosario que, si tenía dos hijos varones, uno sería franciscano y el otro, jesuíta. A Néstor le tocó ser el franciscano y quiso ponerle Buenaventura. El padre, que no era muy religioso, se opuso. Discutieron, se enojaron y, al cabo de mucho tú por tú, acordaron ponerle Néstor de nombre. Ella, en memoria de un obispo martirizado por Nerón. El, en homenaje al valeroso y sabio personaje de la
Ilíada
. Ya sabes, esas cosas de los nombres con dos significados.

»Néstor trabajaba de meritorio en el bufete de don Ernesto Solís, nuestro abogado, quien administraba las rentas de la finca y las dos casas que mis padres me habían heredado. Se esmeraba muchísimo por que nuestras visitas fueran agradables, pero su relación con la tía y conmigo era lejana y cortés. Buenos días, buenas tardes, qué gusto verlas de nuevo, ahora mismo las atiende el licenciado. Y desde que le conocí en el bufete, ejerció sobre mí cierta atracción... No, no es verdad. Estaba enamorada de él, perdidamente enamorada. Néstor seducía por lo apacible de su carácter y el encanto de sus maneras. Usaba los silencios con elegancia y no ofendía con ellos. Pero su rasgo más acusado era una fresca sensación de libertad que, sin el quererlo, reñía a menudo con su estirada compostura de abogado.

»Cuando la intimidad me permitió conocerle mejor, comprendí que era como el pájaro que quiere abandonar el nido y prueba una y otra vez la fuerza de sus alas. Le gustaba experimentar, elegir: esa fruta, aquel camino. No le encontraba sentido a la repetición. Se había dejado de confesar por eso, porque decía siempre los mismos pecados y le asignaban siempre la misma penitencia. Otro tanto le ocurrió con la misa y el rosario. No podía soportar el rito ni la monótona repetición de lo inmutable. Fiel a su libertad interior, era incapaz de respirar sin ella. La necesitaba para ser quien quería ser y no para lo que los demás querían que fuese. No podía sufrir que le dijeran cómo debía ordenar su vida y todo hombre con un genio así suele ser imprevisible. Recién venido de Londres, se hizo miembro de un furtivo club de debates, sólo porque estaba prohibido. Y le fascinaba montar a caballo y perderse en los barrancos sin otro propósito que explorar espacios nunca hollados y senderos que sólo conocían unos pocos.

»La vaguedad de sus respuestas, a veces, y la opacidad de su carácter, otras, me hizo creer por un tiempo que era una persona distraída. Estaba equivocada. Néstor era un hombre que desconocía aún su propio misterio. De ahí su prudencia en todo lo que decía y hacía.

»Nunca osaba pasarse de la raya. No en el mundo real. Por eso le gustaba el teatro, un arte tras el cual podía esconder sus escrúpulos y sus dudas. El justificaba esa afición diciendo que un buen abogado necesitaba ser un buen actor y que el teatro es el lugar idóneo para aprender a utilizar la voz, ya fuera para irritar, conmover o persuadir. Ahora pienso que también lo hacía para liberar sus emociones. A Néstor no le hacía falta impostar una voz tan hermosa como la suya, de timbre robusto y entonación reposada: actuaba en el teatro para huir de su encierro interior. Y todo era salir a escena para que se sintiera totalmente libre, por más que esa libertad la viviese en el ficticio mundo de un escenario.

»Eso era Néstor en aquellos días. Me llevaba cinco años y era espontáneo y natural, no obstante el aire de mayordomo de cámara que adoptaba en el bufete. Tenía la nariz pequeña y unos labios gruesos y encendidos que, cuando los tenía cerca, ejercían sobre mí una atracción perturbadora. Yo hacía cuanto estaba a mi alcance por que entrara en confianza conmigo, pero él no lo permitía ni mostraba mayores deseos de estrechar nuestra relación, si es que se podía llamar así aquella cosa. Se limitaba a mirarme a hurtadillas mientras yo esperaba a que la tía despachara con don Ernesto y, si en algún caso, nuestras miradas llegaban a cruzarse, todo cuanto se le ocurría hacer era animar brevemente la expresión de su rostro».

Cuatro caporales se fueron tras el toro bravo, tratando de llamar su atención con silbidos y gritos. Pero el cornúpeta,
Langosto
de nombre, testuz rizada, cuerpo lustroso y pitones como dagas, uno de ellos astillado a causa de las embestidas al jaulón, desoyó la alharaca de los mozos y emprendió una desenfrenada carrera hacia la iglesia del Calvario. Allí intentó cornear a uno de los bueyes que rumiaba tendido en el pasto, cerca del medio centenar de carretas toldadas venidas dos días antes del Puerto de San José. El buey se levantó de un salto y esquivó la embestir-a con inusitada destreza, al tiempo que sus compañeros mostraban con mugidos su repulsa hacia aquel congénere incivilizado y cimarrón que correteaba entre la recua de rastrados con una soga colgando de un cuerno y dos hilos de saliva fluyéndole de las bruces.

Cerca de la iglesia que se erguía en lo alto de una colina. a la cual debía el templo su nombre,
Langosto
divisó la pileta de la que partía la Calle Real. Y atraído por el plácido rumor de sus cuatro chorros de agua, se detuvo a refrescarse.

Los vaqueros le dieron alcance allí y, a prudente distancia, intentaron razonar con él a voces. Pero, seguramente intuyendo que aquellas reflexiones no eran para nada bueno,
Langosto
hizo caso omiso de la invitación y enfiló a todo trapo la calle más importante de la ciudad.

«Con los días rompimos a hablar, si bien poco y sin sustancia. Pero me hacía reír. De la manera más discreta, claro. El protocolo en los bufetes suele ser más tieso que un candelabro, pero siempre que se presentaba la ocasión, Néstor se lo saltaba. Un rápido alzado de cejas a espaldas de don Ernesto, un guiño en medio de un párrafo solemne, una palabra chocante y sin venir a cuento, como proficuo o tentón, hacían añicos la gravedad y el recato.

»Creo que ese afán de transgredir era también el motivo de que, en el patio de su casa, tuviese un loro al que había enseñado a cantar
la donna é mobile.

»—¿Nunca trató de seducirte? ¿Ni una invitación, ni una palabra bonita?

»—No al principio. Era agradable y servicial, pero hermético. Tenía una sonrisa cautivadora que te hacía sentir como una princesa, pero jamás iba más allá de lo que le permitía la etiqueta del cuello duro, el terno inglés, el lazo negro y la reverencia.

»—Pero era divertido.

»—Soy fácil para la risa, tú sabes... o me consuela creer que una vez lo fui. El tedio engendra tristeza y, en un país como el nuestro, el humor es imprescindible para sobrevivir. Era una expresión de él.

»—Algo cursi, ¿no? Como de viejo.

»—¿No te digo que era un gran comediante y que siembre adoptaba en el bufete una pose de cartón?

»Pero aquel trato tan almidonado habría de cambiar por completo una mañana de marzo de 1869. El verano venía raro. Las Jacarandas derramaban ya su llanto color violeta, pero los días amanecían tapados por una densa neblina que descendía cada mañana al valle desde Puerta Parada y San Lucas. Algunos días chispeaba incluso y, al llegar la noche, la humedad de los barrancos te enfriaba la nariz.

»El invierno parecía adelantarse sin querer dar al verano la oportunidad de mostrar sus calores, pero no fue ese el ,único motivo por el que muchos recuerdan tan bien aquella fecha. Hubo incidentes más graves que el azar dispuso reunir a lo largo de la jornada, como si se hubiera propuesto darnos un doloroso anticipo del tiempo que se nos venía encima. Tal fue el caso de la fuga de uno de los toros que iban a ser lidiados esa tarde en la plaza.

»Escapó de los corrales poco antes de las nueve, cuando la gente salía de misa y los atrios de los templos se empezaban a animar con los mercadillos que se organizan allí cada mañana. Aunque, si guardo un vivido recuerdo de aquel día, no se debe tanto a éste y otros sucesos anómalos que se dieron cita en fecha tan aciaga, sino a que aquélla fue la primera vez en que, sin habérmelo propuesto (lo juro), caí en brazos de Néstor, y perdona, Elena, por usar una expresión tan cursi».

Poseído tal vez por la certeza de haber escapado a una muerte segura y movido por la intuición de que, si seguía corriendo, podría volver a encontrar los verdes y jugosos pastos de los que había sido apartado por los mayorales,
Langosto
continuó trotando, Calle Real adelante, al encuentro de su fatal destino.

Flanqueada por casas encaladas, todas de la misma altura, la Calle Real era un desfiladero empedrado de unas mil varas de largo, partido en dos por el desagüe que corría en su mitad. Ninguna otra construcción alteraba la monotonía de la calle, salvo las dos torres del convento de San Francisco y la cúpula de su gran templo.

Cerca de la Plaza de la Victoria,
Langosto
vio salir de una esquina a un tipo descalzo y de andar inseguro que llevaba la camisa fuera y el pantalón amarrado con una pita. Y hacia él se fue el cornúpeta, con los pitones en ristre.

El hombre no se inmutó cuando vio venir a
Langosto
. Por el contrario, se quitó con torpes movimientos la camisa y, haciendo gala de un raro conocimiento del oficio, extendió los brazos cuan largos eran con el fin de dar al toro lo que parecía querer ser una verónica. El capotazo iba bien dirigido. Incluso con algún arte. Pero
Langosto
era un toro resabiado que conocía la suerte de la capa, así que, cuando salía del pase, lanzó un mortífero derrote al improvisado torero. Para fortuna del incauto, el cuerno le pasó justo por debajo del cordel que le sujetaba los pantalones y, colgado de un pitón, se lo llevó
Langosto
en vilo como media cuadra.

Unos pasos adelante, el cordel se aflojó y el borracho cayó de golpe al suelo mientras
Langosto
, perdido el interés en la carga que le impedía correr a la velocidad que probablemente deseaba, resolvió meterse en el frondoso Parque de la Victoria hacia el cual miraba el convento de los franciscanos.

«—El bufete de don Ernesto estaba situado sobre la Calle Real, en la acera opuesta a la iglesia-convento de San Francisco, un lugar perfecto para la conversa y ver pasar a la gente. La construcción había costado, según lenguas, un millón de duros a los frailes, pero tenerlo enfrente de una era todo un espectáculo. Así que, mientras el licenciado Solís despachaba con la tía, yo me quedaba en la antesala mirando a la calle o platicando con Néstor nuestras habituales sinsustancias.

»Recuerdo aquellos días como un tiempo de vagas ansiedades. Yo era poco más que una adolescente sin mucha vida interior. Te lo dije alguna vez en mis cartas: sólo deseaba casarme y tener mi vida propia, lejos de la tutela de mi tía. Pero como en este país, para casarte, hace falta que estén de acuerdo más de dos, ella evadía el asunto diciendo que esas cosas había que hacerlas con inteligencia. Ni uncida a un jovencito de esos que te llenan de hijos y luego se acuestan con otras, decía, ni con un viejo de los que sólo te tienen para sobarte en la cama y exhibirse contigo en la calle y en las fiestas.

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