El sueño del celta (4 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Charlie fue el primero de los criados en volver, chorreando agua. «Anda a llamar al doctor Salabert», le ordenó Roger, no en francés sino enlingala. El doctor Salabert era uno de los dos médicos de Boma, antiguo puerto negrero —se llamaba entonces Mboma— donde, en el siglo xvi, venían los traficantes portugueses de la isla de San to Tomé a comprar esclavos a los jefezuelos tribales del desaparecido reino del Kongo y convertido ahora por los belgas en la capital del Estado Independiente del Congo. A diferencia de Matadi, en Boma no había un hospital, sólo un dispensario para casos de urgencia atendido por dos monjas flamencas. El facultativo llegó media hora después, arrastrando los pies y ayudándose con un bastón. Era menos viejo de lo que parecía, pero el rudo clima y, sobre todo, el alcohol lo habían avejentado. Parecía un anciano. Vestía como un vagabundo. Sus botines carecían de cordones y llevaba el chaleco desabrochado. Pese a estar empezando el día, tenía los ojos incendiados.

—Sí, mi amigo, malaria, qué va a ser. Vaya fiebrón. Ya sabe el remedio: quinina, abundante líquido, dieta de caldo, panatelas y mucho abrigo para sudar las infecciones. Ni sueñe en levantarse antes de dos semanas. Y menos en salir de viaje, ni a la esquina. Las tercianas demuelen el organismo, lo sabe de sobra.

No fueron dos sino tres semanas las que estuvo derribado por las fiebres y la tembladera. Perdió ocho kilos y el primer día que pudo ponerse de pie a los pocos pasos se desplomó al suelo, exhausto, en un estado de debilidad que no recordaba haber sentido antes. El doctor Salabert, mirándolo fijamente a los ojos y con voz cavernosa y ácido humor, le advirtió:

—En su estado, sería un suicidio emprender esa expedición. Su cuerpo está en ruinas y no resistiría ni si quiera el cruce de los Montes de Cristal. Mucho menos varias semanas de vida a la intemperie. No llegaría ni a Mbanza-Ngungu. Hay maneras más rápidas de matarse, señor cónsul: un balazo en la boca o una inyección de estricnina. Si los necesita, cuente conmigo. He ayudado a varios a emprender el gran viaje.

Roger Casement telegrafió al Foreign Office que su estado de salud lo obligaba a postergar la expedición.

Y como luego las lluvias tornaron intransitables los bosques y el río, la expedición al interior del Estado Independiente debió esperar algunos meses más, que se convertirían en un año. Un año más, recobrándose lentísimamente de las fiebres y tratando de recuperar el peso perdido, volviendo a empuñar la raqueta de tenis, a nadar, a jugar al bridge o al ajedrez para sortear las largas noches de Boma, mientras reanudaba las aburridas labores consulares: tomar nota de los barcos que llegaban y partían, de las existencias que descargaban los mercantes de Amberes —fusiles, municiones, chicotes, vino, estampitas, crucifijos, cuentecillas de vidrios de colores— y las que se llevaban a Europa, las in mensas rumas de caucho, piezas de marfil y pieles de animales. ¡Este era el intercambio que, en su imaginación juvenil, iba a salvar a los congoleses del canibalismo, de los mercaderes árabes de Zanzíbar que controlaban la trata de esclavos y abrirles las puertas de la civilización!

Tres semanas estuvo tumbado por las fiebres palúdicas, delirando a ratos y tomando gotas de quinina disueltas en las infusiones de hierbas que le preparaban Charlie y Mawuku tres veces al día —su estómago sólo resistía cal dos y trozos de pescado hervido o de pollo—, y jugando con
John
, su perro bulldog y su más fiel compañero. Ni siquiera tenía ánimos para concentrarse en la lectura.

En aquella forzosa inacción muchas veces recordó Roger la expedición de 1884 bajo el mando de su héroe Henry Morton Stanley. Había vivido en los bosques, visitado innumerables aldeas indígenas, acampado en claros cercados por empalizadas de árboles donde chillaban los monos y rugían las fieras. Estuvo tenso y feliz pese a las laceraciones de los mosquitos y otros bichos contra los que eran inútiles las frotaciones de alcohol alcanforado. Practicaba la natación en lagunas y ríos de belleza deslumbran te, sin temor a los cocodrilos, convencido todavía de que haciendo lo que hacían, él, los cuatrocientos cargadores, guías y ayudantes Africanos, la veintena de blancos —ingleses, alemanes, flamencos, valones y franceses— que componía la expedición, y, por supuesto, el propio Stanley, eran la punta de lanza del progreso en este mundo donde apenas asomaba la Edad de Piedra que Europa había dejado atrás hacía muchos siglos.

Años después, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que había sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la razón de ser de aquella expedición encabezada por Stanley y finan ciada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba —como Europa, como Occidente, como el mundo— el gran monarca humanitario, empeñado en acabar con esas lacras que eran la esclavitud y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las mantenían en estado feral.

Todavía faltaba un año para que las grandes potencias occidentales regalaran a Leopoldo II, en la Conferencia de Berlín de 1885, ese Estado Independiente del Congo de más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados —ochenta y cinco veces el tamaño de Bélgica—, pero ya el rey de los belgas se había puesto a administrar el territorio que iban a obsequiarle para que ejercitara con los veinte millones de congoleses que se creía lo habitaban, sus principios redentores. El monarca de las barbas rastrilladas había contratado para eso al gran Stanley, adivinan do, con su prodigiosa aptitud para detectar las debilidades humanas, que el explorador era capaz por igual de gran des hazañas y formidables villanías si el premio estaba a la altura de sus apetitos.

La razón aparente de la expedición de 1884 en que Roger hizo sus primeras armas de explorador era preparar a las comunidades desperdigadas a orillas del Alto, Medio y Bajo Congo, a lo largo de miles de kilómetros de selvas espesas, quebradas, cascadas y montes tupidos de vegetación, para la llegada de los comerciantes y administradores europeos que la Asociación Internacional del Congo (AIC), presidida por Leopoldo II, traería una vez que las potencias occidentales le dieran la concesión. Stanley y sus acompañantes debían explicar a esos caciques semidesnudos, tatuados y emplumados, a veces con espinas en caras y brazos, a veces con embudos de carrizo en sus falos, las intenciones benévolas de los europeos: vendrían a ayudar los a mejorar sus condiciones de vida, librarlos de plagas como la mortífera enfermedad del sueño, educarlos y abrir les los ojos sobre las verdades de este mundo y el otro, gracias a lo cual sus hijos y nietos alcanzarían una vida decente, justa y libre.

«No me daba cuenta porque no quería darme cuenta», pensó. Charlie lo había arropado con todas las mantas de la casa. Pese a ello y al sol candente de afuera, el cónsul, encogido y helado, temblaba bajo el mosquitero como una hoja de papel. Pero, peor que ser un ciego voluntario, era encontrar explicaciones para lo que cualquier observador imparcial hubiera llamado un embauco. Porque, en todas las aldeas donde llegaba la expedición de 1884, después de repartir abalorios y baratijas y luego de las explicaciones consabidas mediante intérpretes (muchos de los cuales no llegaban a hacerse entender por los nativos), Stanley hacía firmar a caciques y brujos unos contratos, escritos en francés, comprometiéndose a prestar mano de obra, alojamiento, guía y sustento a los funcionarios, personeros y emplea dos de la AIC en los trabajos que emprendieran para la realización de los fines que la inspiraban. Ellos firmaban con equis, palotes, manchas, dibujitos, sin chistar y sin saber qué firmaban ni qué era firmar, divertidos con los collares, pulseras y adornos de vidrio pintado que recibían y los traguitos de aguardiente con que Stanley los invitaba a brindar por el acuerdo.

«No saben lo que hacen, pero nosotros sabemos que es por su bien y eso justifica el engaño», pensaba el joven Roger Casement. ¿Qué otra manera había de hacer lo? ¿Cómo dar legitimidad a la futura colonización con gente que no podía entender una palabra de esos «tratados» en los que quedaba comprometido su futuro y el de sus descendientes? Era preciso dar alguna forma legal a la empresa que el monarca de los belgas quería que se realizara mediante la persuasión y el diálogo, a diferencia de otras hechas a sangre y fuego, con invasiones, asesinatos y saqueos. ¿No era ésta pacífica y civil?

Con los años —dieciocho habían pasado desde la expedición que hizo a sus órdenes en 1884—, Roger Casement llegó a la conclusión de que el héroe de su infancia y juventud era uno de los picaros más inescrupulosos que había excretado el Occidente sobre el continente Africano. Pese a ello, como todos los que habían trabajado a sus órdenes, no podía dejar de reconocer su carisma, su simpatía, su magia, esa mezcla de temeridad y cálculo frío con que el aventurero amasaba sus proezas. Iba y venía por el África sembrando por un lado la desolación y la muerte —que mando y saqueando aldeas, fusilando nativos, desollándoles las espaldas a sus cargadores con esos chicotes de jirones de piel de hipopótamo que habían dejado miles de cicatrices en los cuerpos de ébano de toda la geografía Áfricana— y, de otro, abriendo rutas al comercio y a la evangelización en inmensos territorios llenos de fieras, alimañas y epidemias que a él parecían respetarlo como a uno de esos titanes de las leyendas homéricas y las historias bíblicas.

—¿No le da a usted, aveces, remordimientos, mala conciencia, por lo que hacemos?

La pregunta brotó de los labios del joven de manera impremeditada. Ya no podía retirarla. Las llamas de la fogata, en el centro del campamento, crujían con las ramitas y los insectos imprudentes que se abrasaban en ella.

—¿Remordimientos? ¿Mala conciencia? —frunció la nariz y avinagró la cara pecosa y requemada por el sol el jefe de la expedición, como si nunca hubiera oído esas palabras y estuviera adivinando qué querían decir—. ¿De qué cosa?

—De los contratos que les hacemos firmar —dijo el joven Casement, venciendo su turbación—. Ponen sus vidas, sus pueblos, todo lo que tienen, en manos de la Asociación Internacional del Congo. Y ni uno solo sabe qué firma, porque ninguno habla francés.

—Si supieran francés, tampoco entenderían esos contratos —se rió el explorador con su risa franca, abierta, uno de sus atributos más simpáticos—. Ni yo entiendo lo que quieren decir.

Era un hombre fuerte y muy bajito, casi enano, de aspecto deportivo, todavía joven, ojos grises chispeantes, bigote espeso y personalidad arrobadora. Siempre llevaba botas altas, pistola al cinto y una casaca clara con muchos bolsillos. Se volvió a reír y los capataces de la expedición que con Stanley y Roger tomaban café y fumaban alrededor de la fogata, se rieron también, adulando a su jefe. Pero el joven Casement no se rió.

—Yo sí, aunque, es verdad, el galimatías en que están escritos parece a propósito para que no se entiendan —dijo, de manera respetuosa—. Se reduce a algo muy simple. Entregan sus tierras a la AIC a cambio de promesas de ayuda social. Se comprometen a apoyar las obras: caminos, puentes, embarcaderos, factorías. A poner los brazos que hagan falta para el campo y el orden público. A alimentar a funcionarios y peones, mientras duren los trabajos. La Asociación no ofrece nada a cambio. Ni salarios ni compensaciones. Siempre creí que estamos aquí por el bien de los Africanos, señor Stanley. Me gustaría que usted, a quien admiro desde que tengo uso de razón, me diera razones para seguir creyendo que es así. Que esos contratos son, de veras, por su bien.

Hubo un largo silencio, quebrado por el crepitar de la fogata y esporádicos gruñidos de los animales nocturnos que salían a buscarse el sustento. Había dejado de llover hacía rato pero la atmósfera seguía húmeda y pesada y pare cía que en el entorno todo germinaba, crecía y se espesaba. Dieciocho años después, Roger, entre las imágenes desordenadas que la fiebre hacía revolotear en su cabeza, recordaba la mirada inquisidora, sorprendida, por momentos burlona, con que Henry Morton Stanley lo inspeccionó.

—El África no se ha hecho para los débiles —dijo por fin, como si hablara consigo mismo—. Las cosas que lo preocupan son un signo de debilidad. En el mundo en que estamos, quiero decir. No es Estados Unidos ni In glaterra, se habrá dado cuenta. En el África los débiles no duran. Acaban con ellos las picaduras, las fiebres, las flechas envenenadas o la mosca tse-tse.

Era galés, pero debía haber vivido mucho tiempo en los Estados Unidos porque su inglés tenía la música y expresiones y giros norteamericanos.

—Todo esto es por su bien, claro que sí —añadió Stanley, con un movimiento de cabeza hacia la ronda de cabañas cónicas del caserío a cuyas orillas se levantaba el campamento—. Vendrán misioneros que los sacarán del paganismo y les enseñarán que un cristiano no debe comer se al prójimo. Médicos que los vacunarán contra las epidemias y los curarán mejor que sus hechiceros. Compañías que les darán trabajo. Escuelas donde aprenderán los idiomas civilizados. Donde les enseñarán a vestirse, a rezar al verdadero Dios, a hablar en cristiano y no en esos dialectos de monos que hablan. Poco a poco reemplazarán sus costumbres bárbaras por las de seres modernos e instruidos. Si supieran lo que hacemos por ellos, nos besarían los pies. Pero su estado mental está más cerca del cocodrilo y el hipopótamo que de usted o de mí. Por eso, nosotros decidimos por ellos lo que les conviene y les hacemos firmar esos contratos. Sus hijos y nietos nos darán las gracias. Y no sería raro que, de aquí a un tiempo, empiecen a adorar a Leopoldo II como adoran ahora a sus fetiches y espantajos.

¿En qué lugar del gran río estaba aquel campamento? Vagamente le parecía que entre Bolobo y Chumbiri y que la tribu pertenecía a los bateke. Pero no estaba seguro. Esos datos figuraban en sus diarios, si podía llamarse así el amasijo de notas desperdigadas en cuadernos y papeles sueltos a lo largo de tantos años. En todo caso, recordaba con nitidez aquella conversación. Y el malestar con que fue a tumbarse en su camastro luego del intercambio con Henry Morton Stanley. ¿Fue aquella noche cuando comenzó a hacerse trizas su santísima trinidad personal de las tres «C»? Hasta entonces creía que el colonialismo se justificaba con ellas: cristianismo, civilización y comercio. Desde que era un modesto ayudante de contador en la Eider Dempster Line, en Liverpool, suponía que había un precio que pagar. Era inevitable que se cometieran abusos. Entre los colonizadores no sólo vendría gente altruista como el doctor Livingstone sino pillos abusivos, pero, hechas las sumas y las restas, los beneficios superarían largamente a los perjuicios. La vida Áfricana le fue mostrando que las cosas no eran tan claras como la teoría.

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