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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (9 page)

BOOK: El sueño del celta
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Konrad había hecho un viaje de ida y vuelta en el vaporcito de la compañía que debía comandar,
Le Roi des Belges
, desde Leopoldville-Kinshasa hasta las cataratas de Stanley. Todo le había salido mal en aquella travesía hacia Kisangani. Estuvo a punto de ahogarse porque se volcó la canoa en que los inexpertos remeros quedaron atrapados en un remolino, cerca de Kinshasa. La malaria lo tuvo tumba do en su pequeño camarote con ataques de fiebre, sin fuer zas para levantarse. Allí supo que el anterior capitán de
Le Roi des Belges
había sido asesinado a flechazos en una disputa con los nativos de una aldea. Otro funcionario de la Sociedad Anónima Belga para el Comercio con el Alto Congo, a quien Konrad había ido a recoger en un caserío apartado donde estaba recolectando marfil y caucho, murió de una enfermedad desconocida en el curso del viaje. Pero no eran las desgracias físicas que se encarnizaron con él lo que tenía al polaco fuera de sí.

—Es la corrupción moral, la corrupción del alma que lo invade todo en este país —repitió con voz hueca, tenebrosa, como sobrecogido por una visión apocalíptica.

—Yo traté de prepararlo, cuando nos conocimos —le recordó Casement—. Siento no haber sido más explícito sobre lo que usted se iba a encontrar allá en el Alto Congo.

¿Qué lo había afectado tanto? ¿Descubrir que prácticas muy primitivas como la antropofagia tenían aún vigencia en algunas comunidades? ¿Qué en las tribus y en los puestos comerciales todavía circulaban esclavos que cambiaban de amo por unos cuantos francos? ¿Qué los su puestos libertadores sometían a los congoleses a formas todavía más crueles de opresión y servidumbre? ¿Lo había abrumado el espectáculo de las espaldas de los nativos rajadas por los chicotazos? ¿Qué, por primera vez en su vida, vio a un blanco azotar a un negro hasta dejarle el cuerpo con vertido en un crucigrama de heridas? No le pidió precisiones, pero, sin duda, el capitán de
Le Roi des Belges
había sido testigo de cosas terribles, cuando acababa de renunciar a los tres años de contrato que tenía a fin de regresar cuanto antes a Inglaterra. Además, le contó a Roger que en Leopoldville-Kinshasa, a su vuelta de Stanley Falls, tuvo una vio lenta disputa con el director de la Sociedad Anónima Bel ga para el Comercio con el Alto Congo, Camille Delcommune a quien llamó «bárbaro con chaleco y sombrero». Ahora quería volver a la civilización, lo que para él quería decir Inglaterra.

—¿Has leído
El corazón de las tinieblas
? —preguntó Roger a Alice—. ¿Crees que es justa esa visión del ser humano?

—Supongo que no lo es —repuso la historiadora—. Lo discutimos mucho un martes, cuando apareció. Esa novela es una parábola según la cual África vuelve bárbaros a los civilizados europeos que van allá. Tu
Informe sobre el Congo
mostró lo contrario, más bien. Que fuimos los europeos los que llevamos allá las peores barbaries. Además, tú estuviste veinte años en el África sin volverte un salvaje. Incluso, volviste más civilizado de lo que eras cuando saliste de aquí creyendo en las virtudes del colonialismo y del Imperio.

—Conrad decía que, en el Congo, la corrupción moral del ser humano salía a la superficie. La de blancos y negros. A mí,
El corazón de las tinieblas
me desveló muchas veces. Yo creo que no describe el Congo, ni la realidad, ni la historia, sino el infierno. El Congo es un pretexto para expresar esa visión atroz que tienen ciertos católicos del mal absoluto.

—Siento interrumpirlos —dijo el guardia, volviéndose hacia ellos—. Han pasado quince minutos y el permiso para las visitas era de diez. Tienen que despedirse.

Roger le extendió la mano a Alice, pero, ante su sorpresa, ella le abrió los brazos. Lo estrechó con fuerza. «Seguiremos haciendo todo, todo, para salvarte la vida, Roger», murmuró en su oído. El pensó: «Para que Alice se permita estas efusiones, debe estar convencida de que el pedido será rechazado».

Mientras regresaba a su celda, sintió tristeza. ¿Vería alguna vez más a Alice Stopford Green? ¡Cuántas cosas representaba para él! Nadie encarnaba tanto como la historiadora su pasión por Irlanda, la última de sus pasiones, la más intensa, la más recalcitrante, una pasión que lo había consumido y probablemente lo mandaría a la muer te. «No lo lamento», se repitió. Los muchos siglos de opresión habían causado tanto dolor en Irlanda, tanta injusticia, que valía la pena haberse sacrificado por esta noble causa. Había fracasado, sin duda. El plan tan cuidadosa mente estructurado para acelerar la emancipación de Eire asociando su lucha a Alemania y haciendo coincidir una acción ofensiva del Ejército y la Marina del Káiser contra Inglaterra y el levantamiento nacionalista no salió como él lo previo. Tampoco fue capaz de parar aquella rebelión. Y, ahora, Sean McDermott, Patrick Pearse, Eamonn Ceannt, Tom Clarke, Joseph Plunkett y cuántos otros habían sido fusilados. Centenas de compañeros se pudrirían en la prisión sabía Dios por cuántos años. Al menos, que daba su ejemplo, como decía con fiera determinación el desbaratado Joseph Plunkett, en Berlín. De entrega, de amor, de sacrificio, por una causa semejante a la que lo hizo luchar contra Leopoldo II en el Congo, contra Julio C. Arana y los caucheros del Putumayo en la Amazonia. La de la justicia, la del desvalido contra los atropellos de los poderosos y de los déspotas. ¿Conseguiría la campaña que lo llamaba degenerado y traidor borrar todo lo demás? Después de todo, qué importaba. Lo importante se decidía allá arriba, la última palabra la tenía ese Dios que, por fin, desde hacía algún tiempo empezaba a compadecerse de él.

Tumbado en su camastro, de espaldas, con los ojos cerrados, volvió a su memoria Joseph Conrad. ¿Se hubiera sentido mejor si el ex marino firmaba la petición? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué le había querido decir, aquella noche, en su casita de Kent, cuando afirmó: «Antes de ir al Congo, yo no era más que un pobre animal»? La frase lo había impresionado, aunque sin entenderla del todo. ¿Qué significaba? Quizás que, lo que hizo, dejó de hacer, vio y oyó en esos seis meses en el Medio y Alto Congo le despertaron inquietudes más profundas y transcendentes sobre la condición humana, sobre el pecado original, sobre el mal, sobre la Historia. Roger podía entender eso muy bien. A él también el Congo lo había humanizado, si ser humano significaba conocer los extremos que podían alcanzar la codicia, la avaricia, los prejuicios, la crueldad. La corrupción moral era eso, sí: algo que no existía entre los animales, una exclusividad de los humanos. El Congo le había revelado que esas cosas formaban parte de la vida. Le había abierto los ojos. «Desvirgado» a él también, como al polaco. Entonces recordó que había llegado al África, con sus veinte años, todavía virgen. ¿No era injusto que la prensa, como le había dicho el
sheriff
de Pentonville Prison, lo acusara sólo a él, dentro de la vasta especie huma na, de ser una escoria?

Para combatir la desmoralización que iba ganándolo, trató de imaginar el placer que sería darse un largo baño de bañera, con mucha agua y jabón, apretando contra el suyo otro cuerpo desnudo.

VI

Partió de Matadi el 5 de junio de 1903, en el ferrocarril construido por Stanley y en el que él mismo había trabajado de joven. Los dos días de viaje que tomó el lento trayecto hasta Leopoldville estuvo pensando, de manera obsesiva, en una proeza deportiva de sus años mozos: haber sido el primer blanco que nadó en el río más grande de la ruta de las caravanas entre Manyanga y Stanley Pool: el Nkissi. Ya lo había hecho, con total inconsciencia, en ríos más pequeños del Bajo y Medio Congo, el Kwilo, el Lukungu, el Mpozo y el Lunzadi, donde había también cocodrilos, y nada le ocurrió. Pero el Nkissi era más gran de y torrentoso, tenía cerca de cien metros de ancho y estaba lleno de remolinos por la cercanía de la gran cata rata. Los indígenas le advirtieron que era imprudente, podía ser arrastrado y estrellado contra las piedras. En efecto, a las pocas brazadas, Roger se sintió tironeado de las piernas y aventado hacia el centro de las aguas por corrientes encontradas de las que, pese a su pataleo y a sus enérgicos manotazos, no conseguía zafarse. Cuando le faltaban ya las fuerzas —había tragado alguna bocanada de agua— consiguió acercarse a la orilla haciéndose revolcar por una ola. Allí se aferró a unas rocas, como pudo. Cuando trepó la pendiente estaba lleno de arañazos. El corazón se le salía por la boca.

El viaje que por fin emprendía duró tres meses y diez días. Roger pensaría después que en ese período cambió su manera de ser y se convirtió en otro hombre, más lúcido y realista de lo que había sido antes, sobre el Congo, el África, los seres humanos, el colonialismo, Irlanda y la vida. Pero aquella experiencia hizo de él, también, un ser más propenso a la infelicidad. En los años que le quedaban por vivir muchas veces se diría, en momentos de desánimo, que hubiera sido preferible no haber hecho ese viaje al Medio y Alto Congo para verificar qué había de cierto sobre las acusaciones de iniquidades contra indígenas en zonas caucheras que lanzaban en Londres ciertas iglesias y ese periodista, Edmund D. Morel, que parecía haber dedicado su vida a criticar a Leopoldo II y al Estado Independiente del Congo.

En el primer tramo del viaje entre Matadi y Leopold ville le sorprendió lo despoblado del paisaje, que aldeas como Tumba, donde pasó la noche, y las que salpicaban los valles de Nsele y Ndolo, que antes bullían de gente, estuvieran semidesiertas, con fantasmales ancianos arrastrando los pies en medio de la polvareda, o acuclillados contra los troncos, los ojos cerrados, como muertos o durmiendo.

En esos tres meses y diez días la impresión de des poblamiento y eclipse de la gente, de desaparición de aldeas y asentamientos donde él había estado, pasado la no che, comerciado, hacía quince o dieciséis años, se repetía una y otra vez, como pesadilla, en todas las regiones, a orillas del río Congo y de sus afluentes, o en el interior, en las entradas que Roger hacía para recoger el testimonio de misioneros, funcionarios, oficiales y soldados de la Forcé Publique, y de los indígenas a los que podía interrogar en lingala, kikongo y swahili, o en sus propios idiomas, sirviéndose de intérpretes. ¿Dónde estaba la gente? La memoria no lo engañaba. Tenía muy presente la efervescencia humana, las bandadas de niños, de mujeres, de hombres tatuados, con los incisivos limados, collares de dientes, a veces con lanzas y máscaras, que antes lo rodeaban, examinaban y tocaban. ¿Cómo era posible que se hubieran esfumado en tan pocos años? Algunas aldeas se habían extinguido, en otras la población se había reducido a la mitad, a la tercera y hasta la décima parte. En algunos lugares, pudo cotejar números precisos. Lukolela, por ejemplo, en 1884, cuando Roger visitó por primera vez esa populosa comunidad, tenía más de 5.000 pobladores. Ahora, apenas 352. Y, la mayoría, en estado ruinoso por la edad o las enfermedades, de modo que, después de la inspección, Casement concluyó que sólo 82 supervivientes estaban todavía en capacidad de trabajar. ¿Cómo se habían hecho humo más de 4.000 habitantes de Lukolela?

Las explicaciones de los agentes del Gobierno, de los empleados de las compañías recolectoras de caucho y de los oficiales de la Forcé Publique eran siempre las mis mas: los negros morían como moscas a causa de la enfermedad del sueño, de la viruela, del tifus, de los resfríos, de las pulmonías, de las fiebres palúdicas y otras plagas que, debido a la mala alimentación, diezmaban a esos organismos impreparados para resistir las enfermedades. Era verdad, las epidemias hacían estragos. La enfermedad del sueño, sobre todo, resultante, como se había descubierto hacía pocos años, de la mosca tse-tse, atacaba la sangre y el cerebro, producía en sus víctimas una parálisis de los miembros y una letargia de las que nunca saldrían. Pero, a estas alturas de su viaje, Roger Casement seguía preguntando la razón del despoblamiento del Congo, no en bus ca de respuestas, sino para confirmar que las mentiras que escuchaba eran consignas que todos repetían. El sabía muy bien la respuesta. La plaga que había volatilizado a buena parte de los congoleses del Medio y Alto Congo eran la codicia, la crueldad, el caucho, la inhumanidad de un sis tema, la implacable explotación de los Africanos por los colonos europeos.

En Leopoldville decidió que, para preservar su in dependencia y no verse coaccionado por las autoridades, no utilizaría ningún medio de transporte oficial. Con autorización del Foreign Office, alquiló a la American Baptist Missionary Union el
Henry Reed
con su tripulación. La negociación fue lenta, así como el acopio de madera y pro visiones para el viaje. Su estancia en Leopoldville-Kinshasa debió prolongarse del 6 de junio al 2 de julio, en que zarparon río arriba. Esa espera fue sabia. La libertad que le dio viajar en su propio barco, meterse y atracar donde quisiera, le permitió averiguar cosas que nunca habría des cubierto subordinado a las instituciones coloniales. Y ja más hubiera podido tener tantos diálogos con los propios Africanos, que sólo se atrevían a acercarse a él cuando comprobaban que no iba acompañado por militar ni autoridad civil belga alguna.

Leopoldville había crecido mucho desde la última vez que Roger estuvo aquí, hacía seis o siete años. Se había llenado de casas, depósitos, misiones, oficinas, juzgados, aduanas, inspectores, jueces, contadores, oficiales y soldados, de tiendas y mercados. Había curas y pastores por doquier. Algo en la ciudad naciente le desagradó desde el primer momento. No lo recibieron mal. Desde el gobernador hasta el comisario, pasando por los jueces e inspectores a quienes fue a saludar, hasta los pastores protestantes y los misioneros católicos a los que visitó, lo atendieron con cordialidad. Todos se prestaron a darle las informaciones que pedía, aunque éstas fueran, como lo confirmaría en las semanas siguientes, evasivas o descaradamente falsas. Sentía que algo hostil y opresivo impregnaba el aire y el perfil que iba adquiriendo la ciudad. En cambio, Brazza ville, la vecina capital del Congo francés, que se erguía allí al frente, en la otra orilla del río, adonde cruzó un par de veces, le causó una impresión menos opresora, hasta agradable. Tal vez por sus calles abiertas y bien trazadas y el buen humor de sus gentes. En ella no advirtió esa atmósfera secretamente ominosa de Leopoldville. En las casi cuatro semanas que pasó allá, negociando el alquiler del
Henry Reed
, obtuvo muchas informaciones, pero, siempre, con la sensación de que nadie llegaba al fondo de las cosas, que incluso las gentes mejor intencionadas le ocultaban algo y se lo ocultaban a sí mismos, temerosos de enfrentar una verdad terrible y acusadora.

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