—Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
—Querido mío, ya es mayorcito, va siendo hora de que se deje de pataletas de párvulo. Sólo los niños pequeños, cuando cometen una travesura, se empeñan en negar su culpa, confían en que los mayores no se han enterado de nada. Yo no pretendo sonsacarle, ni, como dicen los delincuentes, «darle tres de mosqueo».
—Que me maten si entiendo de qué me habla.
—¡Vaya, no es mala idea! —sonrió Arsén—. Esto resolvería un montón de problemas de una vez. A lo mejor matarle es el único medio para obligarle a abandonar sus estúpidas improvisaciones. Es más, se obstina en mentirme. ¿Por qué me ha ocultado el caso de Nikiforchuk? ¿No se fía de mí? Estupendo, por mí, que se las componga como pueda, que le echen una mano Chernomor y su cuadrilla de degenerados. No pienso tolerarle que me fastidie.
—No entiendo nada —balbuceó Grádov perplejo—. Le juro que… No he hecho nada que pudiera perjudicarle…
—Serguey Alexándrovich, aquí acaba la discusión. Ahora nos diremos adiós y nos separaremos, espero que para siempre. Usted no me dejaba trabajar desde el principio, me ocultaba informaciones vitales, por lo que en más de una ocasión, yo y mi gente tuvimos que rehacer todos los planes sobre la marcha. Me enchufó a sus musculosos cretinos tras asegurarme que tenían experiencia y capacidad, pero resultaron unos pasmarotes descerebrados que echaron a perder todo cuanto se había hecho. Y todo esto sólo porque le dolía apoquinar la pasta. Sospecho que tampoco ahora me lo cuenta todo, y esto me pone en peligro porque por culpa de su, usted perdone, roñosería, puedo encontrarme en una situación delicada. Usted no se fía de mí, yo no me fío de usted; lo mejor será que nos despidamos y que lo hagamos ahora mismo. Considere nuestro acuerdo revocado.
—Pero cómo… ¿Qué será de mi caso?
—Ha dejado de interesarme.
—¡Pero si yo le he pagado! Arsén, ¡no puede abandonarme a mi suerte! —imploró Grádov—. Usted mismo decía que sólo teníamos que aguantar unos cuantos días, hasta el 3 de enero. ¿Por qué me deja? Si me he equivocado en algo, pues perdóneme; si hay algo que he hecho mal, no ha sido con mala intención. Arsén, se lo suplico, usted no puede…
—¿Yo? —se extrañó Arsén con frialdad—. Yo lo puedo todo. Puedo hacer esto y lo otro, y lo que me dé la gana. Usted no me interesa, no le necesito, compréndalo, haga el favor. Tengo mi trabajo, tengo una causa personal, a la que sirvo con gusto y espero que no demasiado mal. Pero aparece usted e intenta forzarme a que deje de trabajar de la forma en que acostumbro a trabajar y con la gente que suelo utilizar. En estas condiciones, el trabajo se me da mal, usted me estorba. ¿Por qué voy a pegarme palizas, por qué voy a dejarme las uñas complaciéndole? ¿Por su linda cara? Usted, señor Grádov, tendrá mucho peso en la Duma pero para mí es un don nadie y don nada, un fulano. ¿Por los honorarios? Usted, con sus ansias usureras, sólo ha conseguido una cosa: estoy dispuesto a devolverle su dinero porque mi seguridad personal vale más. ¿Cree que la disolución de nuestro contrato va a dañar mi reputación en el mundillo que recurre a mis servicios? Le aseguro que esta historia sólo me aportará beneficios. Mañana mismo todos los interesados sabrán que, primero, pongo los intereses de la seguridad por encima de los monetarios, y segundo, que deben obedecerme y que no pueden estorbarme. Si no, abandonaré a mi cliente a su suerte sin el menor escrúpulo. Recuérdelo bien, Serguey Alexándrovich, no ha nacido todavía un cliente por el que esté dispuesto a hacer concesiones. ¿Tiene algo que decirme?
—Quiero… ¿Qué tengo que hacer para que continúe trabajando? Dígame sus condiciones, las acepto todas.
Arsén estudió el rostro hermoso y distinguido de Grádov con interés. Ni siquiera el desconcierto y el miedo le habían hecho perder su atractivo sino que le imprimían cierto gesto trágico. ¿Entretenerse un ratito regateando con él? Desde luego que no iba a continuar trabajando para él, ni hablar, con los tipos como éste se debía cortar por lo sano, pero sería curioso averiguar hasta dónde era capaz de llegar en su deseo de salvar el pellejo. Si retiraba a su gente del caso de Yeriómina, la policía tardaría en resolverlo un día, dos como mucho. ¿Entendería eso Grádov o no?
El silencio se prolongaba y Grádov no aguantó más. Se había dejado llevar por los nervios y había perdido todo dominio de sí mismo.
—¿Por qué no me contesta? ¿Disfruta con verme humillado? ¿Disfruta con observar mi miedo? ¡Me odia, nos odia a todos nosotros porque hemos derribado su viejo sistema que le aseguraba su trozo de pan con mantequilla y caviar negro, antes tenía poder y ahora no le hace falta a nadie, ya nadie le tiene miedo, y por eso odia a todo el mundo y se venga en los que son como yo! Se cree muy poderoso, ¿verdad? Pero si no es más que una pequeña rata rabiosa; sí, sí, exactamente, una pequeña rata, rabiosa y apestosa, que se nutre de desechos del vertedero de la sociedad y es la primera en abandonar el barco en cuanto huele el peligro. ¡Rata! ¡Rata! Ay, Dios mío…
Grádov ocultó la cara entre las manos. Arsén se levantó en silencio, se acercó al barman, pagó el café y la copa. Luego reflexionó y sacó de la cartera unos billetes más.
—Aquel caballero ha tenido un gran disgusto —dijo señalando con la cabeza a Grádov, que estaba sentado en el rincón—. Desgraciadamente, me ha tocado darle una noticia muy desagradable y está muy angustiado. Si dentro de unos cinco minutos sigue todavía ahí, llévele un coñac doble. Pero que sea del bueno.
—Así se hará —asintió el barman—. ¿Y si resulta que el coñac no hace falta?
—Entonces, quédese con el dinero.
Arsén salió a la calle sin prisas y comprobó, sorprendido, que la conversación con Grádov le había dejado un mal sabor de boca. Durante su larga vida, Arsén había mantenido muchas conversaciones desapacibles y había aprendido a superarlas sin emocionarse apenas. Pero algo de lo que Grádov le había dicho le había herido; tal vez eran sus sospechas de que odiaba a todo bicho viviente; tal vez, que le hubiera llamado rata apestosa… En cambio, ahora Arsén no tenía la menor duda de que había hecho bien al interrumpir su trabajo para Grádov. Alguien capaz de perder los estribos, de descomponerse con esta facilidad era peligroso. Se debía evitar tener tratos con la gente así. En cuanto a la pequeña rata rabiosa y apestosa, bueno, ya le haría acordarse de la ratita.
En el despacho del juez de instrucción Olshanski, el coronel Gordéyev colgó el teléfono con cuidado y se secó la resplandeciente calvicie con un enorme pañuelo azul celeste.
—¿Qué me dices? —preguntó poniéndose en pie y emprendiendo la excursión por el perímetro del despacho lúgubre y destartalado.
—En mi vida le he oído largar tantas trolas de una sola vez —observó Konstantín Mijáilovich—. Hasta las he contado con los dedos, para no equivocarme.
—¿Y cuántas le han salido?
—Que yo le haya chillado, una. Que me haya puesto de vuelta y media, dos. Si la memoria no me falla, hace más de diez años que nos conocemos y nos hemos aguantado todo este tiempo sin conflictos notables. En cualquier caso, no nos hemos levantado la voz el uno al otro en la vida. ¿O me equivoco?
—No, no se equivoca.
—Bueno, prosigamos. Goncharov no ha ido a verle, ni usted, a su vez, tampoco ha ido a ver al general, éstas hacen la tres y la cuatro. El que el último documento del expediente penal del asesinato de Yeriómina esté fechado en el 6 de diciembre, cinco. ¿Suficiente?
—Más que suficiente. ¿No le parece extraño que tengamos que hacerlo por el bien de la justicia? Le formularé la pregunta de otro modo: ¿no le parece extraño que el oficio que más mentiras obliga a usar tenga por objeto defender los intereses de la justicia? ¡Bonita paradoja!
—Qué le vamos a hacer, Víctor Alexéyevich, en la guerra como en la guerra. No estamos aquí para jugar e intercambiar juguetes con esa gente.
—¡Pero si no es una guerra, eso es lo malo! —explotó el Buñuelo, aferrándose con los dedos regordetes y fuertes al respaldo de la silla que en ese momento se encontró en su camino. Bajo el peso del coronel, la silla crujió amenazadoramente—. Las guerras tienen sus leyes, que son obligatorias para todas las partes. Todos los bandos están en igualdad de condiciones. Además, incluso canjean a sus prisioneros. ¿Y nosotros? Nos disparan cuándo y cómo les parece, mientras que nosotros tenemos que rendir cuentas de cada disparo, gastamos toneladas de papel en informes. Ellos tienen dinero, gente, armas, coches con motores potentes, cuentan con los últimos avances tecnológicos, mientras nosotros, con lo que trabajamos es con una maleta de análisis forenses fabricada en la posguerra y expertos autodidactos, ni para gasolina tenemos. Pero ¡qué le voy a contar, como si usted mismo no lo supiera! En una guerra siempre hay la esperanza de que las tropas de la ONU acudan a ayudarte si la situación se vuelve insostenible. ¿Y a nosotros quién va a ayudarnos? ¿El batallón de la paz de la flor y nata mafiosa? No, Konstantín Mijáilovich, por desgracia, no estamos en una guerra. Nos defendemos con las fuerzas que nos quedan intentando conservar los restos miserables de lo que antiguamente se llamaba orgullo y pundonor profesional.
Olshanski miró a Gordéyev pensativo. En su fuero interno le daba la razón pero no quería ahondar en la peliaguda materia. Más adelante quizá tendría que hablarle de Lártsev. ¿Conocía el coronel la verdad o no? Sería mejor no correr riesgos.
—¿Cree que su espectáculo dará resultados? —se salió por la tangente.
—Me gustaría creerlo.
Gordéyev se dejó caer sobre la silla pesadamente, hizo chasquear los cierres del maletín, extrajo un frasquito de validol, medicamento que tomaba contra los dolores del corazón, y se colocó una pastilla bajo la lengua.
—Estos días no estoy muy bien de salud —se lamentó cansinamente—. No pasa un día sin que el corazón no me haga alguna trastada. En cuanto a Anastasia, confío en que haya utilizado los dedos para lo mismo que usted mientras hablaba conmigo. No podemos hacer nada más por ella, ni ayudarla, ni aconsejarla. Si sabe interpretar lo que he dicho, bendita sea, y si no, pues nada.
—Supongamos que lo comprende todo. ¿Qué espera que haga entonces?
Desconcertado, el Buñuelo clavó la mirada en el instructor, mientras por inercia se seguía frotando el lado izquierdo del pecho.
—Konstantín Mijáilovich, tal vez no ha entendido cómo es mi Anastasia. Si hay algo en que se diferencia de los demás es justamente en que actúa de forma imprevisible. Esperar de ella algo que no sea el resultado final no sirve de nada. El resultado sí lo producirá siempre que sea mínimamente posible, pero lo que hará para conseguirlo sólo Dios lo sabe. Mi Korotkov suele decir que no hay forma de comprender cómo está organizada su cabeza.
—¡Es usted un verdadero cacique! —rompió a reír Olshanski quitándose las gafas—. Mi Anastasia, mi Korotkov. ¿Y los demás colaboradores también son suyos o tiene suficiente con estos dos?
—No sé de qué se ríe —objetó Gordéyev muy serio—. Todos son míos, son mis hijos, a los que he tenido que educar y proteger pase lo que pase. Ni a uno solo de ellos, ¿me oye?, ni a uno solo los jefes le han llamado nunca a capítulo porque siempre he sido yo quien da la cara por cualquier falta o error que hayan podido cometer. Yo me persono, armo la escandalera, convenzo, pido. Para mis chicos soy el muro de piedra detrás del cual pueden trabajar tranquilamente sin perder tiempo y nervios en los vapuleos de nuestros mandamases. Les quiero a todos y les creo a todos. Y por eso son míos.
«¿Y Lártsev?», preguntó Konstantín Mijáilovich para sus adentros. Gordéyev, por supuesto, no oyó su pregunta. Pero la leyó en los grandes y hermosos ojos del juez de instrucción, que no estaban tapados ni deformados por las gruesas lentes de las gafas.
«¿Por qué lo preguntas? ¿No lo adivinas? Sí, también Volodya Lártsev es mío. Y en parte tengo la culpa de que haya cometido un error inmenso e irremediable. No he sabido infundirle la confianza de que puede hablarme de estas cosas, y el muchacho ha optado por resolver sus problemas en solitario, por cuenta propia, sin anticipar lo que iba a venir, sin pararse a pensar en las consecuencias. Somos culpables los dos y los dos vamos a pagarlo. Por haber cometido un error no ha dejado de ser uno de mis hijos, y estoy obligado a defenderle a capa y espada», contestó el coronel mentalmente. Mientras, en voz alta, dijo:
—De manera que Anastasia está encerrada en casa y no puede hacer gran cosa. Habrá recibido alguna amenaza, una amenaza seria, y por eso teme cometer una imprudencia. Su teléfono está pinchado, en la escalera hay un tipo vigilando que no salga y que nadie vaya a verla. Tengo entendido que basta que dé un paso en falso para que cumplan esa amenaza. Por eso no podemos lanzar un ataque abiertamente.
—Ha dicho que esta mañana una médica ha ido a verla. ¿Cómo la han dejado pasar?
—Probablemente porque era una de las condiciones: tenía que llamar al médico para que le diera la baja y así obtener una justificación para quedarse en casa y no ir a trabajar.
—¿Pero cómo sabían que el o la que iba a verla era médico y no uno de sus colaboradores? ¿Acaso le han pedido que se identificara?
Gordéyev se quedó de piedra. En efecto, ¿por qué le permitieron a Rachkova entrar a ver a Nastia sin comprobar que realmente era médica? Támara Serguéyevna había dicho que el joven que hacía la guardia subió detrás de ella sin disimulos y miró quién llamaba al apartamento de Kaménskaya. Pero, evidentemente, no era suficiente para asegurarse de que la que estaba delante de la puerta no era una funcionaría de la policía criminal sino una médica de verdad, que venía de la clínica. Tal vez Rachkova no se lo había contado todo. Rayos, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Sería que se estaba haciendo viejo, que estaba perdiendo facultades, que sus reacciones ya no eran lo que habían sido si pasaba por alto esas obviedades…
Víctor Alexéyevich agarró el auricular.
—¿Pasha? ¿Alguna novedad? ¿Morózov? Vale, de acuerdo, que me espere, no tardaré. Pasha, necesito los datos de una tal Támara Serguéyevna Rachkova, es médica de cabecera de nuestra clínica. Con urgencia. Pero que lo bordes, que se oiga menos que una mosca volando. Estaré ahí dentro de media hora.
Había algo que le impedía salir del despacho del juez de instrucción Olshanski en seguida. No sabía si era el dolor que asomaba a los ojos de Konstantín Mijáilovich o si ese dolor anidaba en su propio corazón, pero era consciente de que no podía y no debía marcharse así como así, sin decir ni preguntar nada. Si existiesen ondas que transmitieran información de persona a persona sin recurrir a medios técnicos, el coronel ya hubiese estado corriendo hacia Petrovka, rogando a Dios que no le dejase llegar tarde. Pero aunque tales ondas existieran, Víctor Alexéyevich no era de la clase de gente que sabía captarlas y descifrarlas, por lo que, luchando con la timidez y la cautela habitual, habló, a pesar de todo, de Lártsev.