El sueño robado (42 page)

Read El sueño robado Online

Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: El sueño robado
8.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

La conversación se prolongó un cuarto de hora largo pero le aclaró a Gordéyev muchas cosas.

—Si no se equivoca y Lártsev, en efecto, se alegró cuando le restregó por las narices su falsificación de los protocolos, sólo puede significar una cosa: le molesta el papel que los criminales le obligan a interpretar y supone que ahora que sus apaños han sido descubiertos le dejarán en paz, porque continuar utilizándolo sería arriesgado. ¿Ha empezado a tener más dinero?

—¿De dónde?

—De allí. No estará trabajando gratis para esa gente, ¿verdad? Konstantín Mijáilovich, hace tiempo que conoce a Volodya, dígame, ¿ha notado algún cambio en su modo de vida durante los últimos meses? Compras importantes, gastos extraordinarios, yo qué sé…

—Yo tampoco lo sé. Quiero pensar que lo sabría si algo así se hubiera producido. Nada más que ayer se lo habría dicho con toda certeza pero hoy no puedo asegurarle nada —contestó Olshanski con voz empañada.

—Perdóneme, sé que le une a Lártsev una gran amistad —dijo Gordéyev con aire culpable—. No tenía que haber empezado esta conversación, me resulta tan dolorosa como a usted. Pero tenemos que pensar también en Anastasia, expuesta a no se sabe qué amenazas, quiero evitar causarle daño y por eso necesito saber todo lo posible para comprender qué es lo que puedo y qué no puedo hacer. Le pido perdón —repitió levantándose de la mesa con dificultad.

«Cuánto he envejecido —pensó el coronel abrochándose con dedos rígidos el pesado abrigo, todavía húmedo de aguanieve—. Me siento apático, se me entumece una mano, me he puesto en pie y la cabeza me da vueltas. Sólo tengo cincuenta y cuatro años pero en dos meses me he convertido en un cascarrabias achacoso. Ay, Lártsev, Lártsev, ¿por qué demonios lo has hecho? ¿Por qué no has ido a verme en seguida? ¿Por dónde te han agarrado?»

Luchando con el mareo, bajó la escalera aferrándose a la barandilla, atento a los peldaños. Y en ese momento comprendió por dónde habían agarrado a Volodya Lártsev. Y también comprendió que a Nastia la habían agarrado por el mismo sitio. Con toda la rapidez que daba de sí su salud, llegó junto al sargento que montaba la guardia en la entrada de la Fiscalía y, sin pedir permiso, acercó hacia sí el teléfono.

—¿Pasha? ¿Dónde está Lártsev?

—En la cárcel, hoy tiene dos interrogatorios allí.

—Encuéntralo, Pasha, encuéntralo por huevos, ahora mismo.

—¿Y tú dónde andas, por cierto? —preguntó Zherejov con sorna—. Habías prometido estar aquí dentro de media hora. ¿No se te habrá olvidado que Morózov está esperándote?

—Se me ha olvidado. Voy para allá, ya estoy en la puerta. ¿Le tienes en tu despacho?

—Ha salido a comprar tabaco.

—Discúlpate con él de mi parte, Pasha, que espere un poquito más. Ya estoy en camino, palabra de honor.

El camino desde la Fiscalía hasta Petrovka no era largo, y el coronel Gordéyev puso mucha voluntad en caminar de prisa. Pero, a pesar de todo, llegó tarde.

Capítulo 14

Nastia se quitó la bata y se puso unos tejanos y un sobrio jersey negro.

—¿Qué haces? —se sorprendió Liosa—. ¿Va a venir alguien?

—Intento ordenar mis ideas —contestó Nastia con brevedad, y entró en el cuarto de baño.

Una vez allí, se cepilló el pelo meticulosa y largamente, luego lo recogió en un apretado moño en la nuca y lo sujetó con horquillas. Tras estudiar con atención su reflejo, extrajo del pequeño armario de luna varios estuches de maquillaje.

«Soy un bicho malo, arisco, descarado, presuntuoso, frío y calculador», fue repitiendo mientras se maquillaba con brochas delgadas y gordas y con movimientos apenas perceptibles. El trabajo era minucioso y complicado, y cuando tuvo la cara «hecha», los conjuros que había estado pronunciando fructificaron. Ahora desde el espejo la estaba mirando una mujer dura y fría, cuyos ojos no conocían lágrimas; ni su corazón, compasión; ni su mente, dudas.

Permaneció en el cuarto de baño un rato más, luego entró cautelosamente en el salón, procurando que Liosa no le viese la cara, y se colocó delante del gran espejo de cuerpo entero. Erguidos los hombros, recta la espalda, alzada la barbilla, todo el cuerpo como una cuerda tensada. Cerró los ojos tratando de abstraerse de la imagen visual y afinar convenientemente su estado anímico. «La gente es una bazofia, son lo de menos cuando está en juego el bienestar propio. No quiero que Lártsev, enloquecido de dolor, nos fría a tiros a mí y a Chistiakov, y por eso estoy dispuesta a traicionar a todos y todo, con tal de salvar la vida. Su hija me importa un bledo pero comprendo que, si le pasa algo, a mí también me darán el pasaporte. Estoy salvando mi vida. Y sólo trataré con el jefe, todos esos Lártsev, Gordéyev, Olshanski y demás son unos pelagatos, lo mismo que los mamarrachos que están montando guardia en la escalera y en el portal. Unos borregos totalmente prescindibles cuando se trata de salvar la vida de una misma…»

—¿Qué te pasa? —preguntó Liosa anonadado al ver a su compañera.

—¿Qué me pasa?

—Despides un frío como si fueras cámara frigorífica. Y la cara la tienes…

—¿Cómo la tengo?

No podía permitirse una sonrisa, que la hubiese apartado del tono emocional que tanto le había costado forjar.

—Extraña. Parece tuya pero al mismo tiempo no lo es. Tienes la cara de la reina de las nieves.

—Es como debe ser. Bueno, me voy. Espera aquí quietecito, no hagas nada.

Abrió la puerta con resolución y se plantó en el umbral sin pisar el rellano. En seguida llegó desde abajo el suave ruido de unas pisadas, sobre la barandilla emergió la cabeza del rubio simpático de ojos límpidos y labios gordezuelos. La cara angelical no despistó a Nastia, que se fijó en la elasticidad de sus andares, en los músculos henchidos, en el cuello estirado y alerta. «Tropas de paracaidistas», le clasificó en el acto, y dijo bajando la voz:

—Acércate más.

—¿Para qué? —preguntó el rubio también en voz baja, pero no se movió del sitio.

—Te digo que te acerques.

En su voz había suficiente metal para que el centinela le obedeciese. Subió unos escalones, tras lo cual sacó la pistola y avanzó dos pasos más.

—Diles que me llamen —dijo Nastia con la misma frialdad.

—¿A quién? —preguntó el rubio desconcertado.

—Esto no es asunto mío. Necesito a Diakov. Que me lo manden aquí.

—¿Para qué?

—Y esto no es asunto tuyo. Tú eres un pobre peón, te han ordenado vigilarme, nada más. Que me llamen y les explicaré para qué quiero a Diakov. Espero diez minutos.

Retrocedió al recibidor y cerró la puerta sin excesiva brusquedad, para que sus movimientos no parecieran nerviosos, pero tampoco demasiado despacio.

—Asia, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Chistiakov pidiendo explicaciones y cerrándole el paso.

—Cállate —masculló ella apartando a Liosa y entrando en la habitación, donde se apostó junto a la ventana.

—¡Asia!

—Te lo pido por favor, no me estorbes. Me cuesta muchísimo concentrarme, me distraes —declaró Nastia con frialdad.

Liosa se retiró a la cocina dando un portazo. «Maldito bicho —pensó Nastia—, hay que ver qué mal bicho eres. Pero quién sabe, tal vez sea para mejor. Menuda diva de teatro de provincias. Aguanta el tipo, amiga, ya le pedirás perdón. Han pasado dos minutos, faltan ocho. El chico que había ido a la farmacia ha doblado la esquina. Seguramente estará en una cabina, llamando. O tal vez tiene aparcado allí el coche con la radio. Vamos a ver si estoy en lo cierto. Los policías de seguimiento que siguieron al tipo que había preguntado por mí en la clínica dijeron que llamaba a una hora fija pero que no hablaba con nadie. Tendrán algún sistema complicado para transmitir información obviando el contacto personal. Me gustaría saber qué tal les funcionará ese sistema ahora. Si no tengo razón, me llamarán antes de que pasen los diez minutos. Pero ¿qué sucederá si la tengo? Olvídate de la niña, olvídate de Lártsev, olvídate de todo, estás resolviendo un problema, un simple problema matemático, concéntrate, no te pongas nerviosa, estás salvando tu propia vida, la gente es basura, no se merece que te preocupes por ella, no pienses más que en ti misma. Palabras como "la justicia", "la ley", "el castigo", "el crimen" no existen, has olvidado estas palabras, no las has sabido nunca. Existes tú, existe Chistiakov. Y existe la vida. La vida a secas. Un estado de la proteína. Cuatro minutos. Lo harás todo por complacerles, cueste lo que cueste. Eres una mujer que sabe pensar con serenidad y te das perfecta cuenta de que no podrás con ellos, por eso no debes tratar de combatirlos. Son muchos y tú estás sola. Nadie te criticará, nadie osará criticarte. Cinco minutos…»

No apartaba la vista de la ventana. El barro húmedo en las aceras, las ropas oscuras y mojadas de los transeúntes, las salpicaduras de suciedad propelidas por las ruedas de los coches en marcha. ¿Sería posible que nada más diez días antes estuviera viendo el radiante sol mediterráneo, palacios de piedra blanca, árboles perennemente verdes, el agua azul de las fuentes, a mamá alegre y al profesor Kuhn enamorado de ella, sería posible que tan sólo hubieran pasado diez días desde que por primera vez en muchos años se sintió libre y feliz?

Se diría que aquello no había ocurrido. Nunca. Desde siempre, su vida transcurría entre el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Incluso en verano. Incluso cuando la espalda le concedía una tregua. De todos modos, su vida era el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Siete minutos. El muchacho vuelve corriendo. Qué de prisa corre el cabrito.

Llamaron a la puerta cuando para el plazo fijado por Nastia faltaba un minuto. Hizo chasquear la cerradura y con gesto mayestático se presentó en el umbral. El rubio paracaidista se había situado, en estricto cumplimiento de las normas tácticas, a unos pasos de la puerta, pues así, si los inquilinos del apartamento llevaban la desacertada intención de abalanzarse sobre el centinela y meterle dentro de un tirón, nunca se saldrían con la suya.

Nastia permanecía en silencio, despidiendo oleadas de soberbia y de helado desprecio. En los ojos no debe leerse la interrogación, hay que estar segura de una misma y dominar la situación a la perfección.

—Me han pedido que le pida disculpas —dijo el rubio en voz baja y bien templada—. Lo que ha solicitado se hará dentro de veinte minutos.

—No te confundas, pequeño —contestó con gélida altanería—. No he solicitado nada, he exigido.

Con gesto ostensible miró el reloj.

—Pero cumples bien con tus obligaciones, no has rebasado los diez minutos. Entra y coge una empanadilla, allí en el estante, te la has ganado.

Un paso atrás, el débil chasquido de la cerradura de la puerta.

Apoyó la frente en la jamba, demasiado cansada para moverse. Hijos de puta, le imponían veinte minutos de tensión más. No los aguantaría. Veinte minutos de espera y después tenía que llevar a cabo las negociaciones. La conversación iba a ser breve porque no se arriesgaban a hablar largamente, y esos minutos tenían que alcanzarle para explicárselo todo con la máxima claridad: lo aceptaba todo, quería hacer lo que más les conviniese. Era preciso que la creyesen. No tendría otra oportunidad. Y no la creerían nunca si siguiera siendo una chica agradable y de buena familia, porque una chica agradable y de buena familia, con buenos estudios humanitarios, nunca pactaría con los criminales. Pero sí podía hacerlo esa pájara sin escrúpulos, fría y calculadora, en que ella, Nastia, tenía que convertirse.

Lentamente, como si llevara un recipiente de cristal lleno de precioso contenido, cruzó el recibidor y se acomodó en el sillón situado delante del televisor, procurando no derramar ni una gota del estado anímico que tantos esfuerzos le había costado crear. Cogió un cigarrillo pensativa, le dio varias vueltas entre los dedos, lo encendió. ¿Por qué iban a cumplir lo solicitado dentro de veinte minutos? Así que el joven
sprinter
no se había pegado aquella carrera para hacer una llamada. ¿Para qué, entonces? Alguien le estaba esperando a la vuelta de la esquina, y ese alguien sería quien haría la necesaria llamada en el momento oportuno. «¡Vaya con la disciplina que se gastan!» De forma que lo había acertado, utilizaban un sistema complicadísimo de comunicación fuera del contacto personal. De acuerdo, ahora tenía en qué ocupar el cerebro, no iba a desperdiciar el tiempo. Si le hubieran encargado a ella, a Nastia Kaménskaya, montar un sistema así, ¿cómo lo habría hecho?

Le costaba pensar sentada en el sillón y sin tener a mano una mesa y papel. Nastia acostumbraba a reflexionar sobre cuestiones complejas con un café delante y trazando sobre el papel enmarañados esquemas. Pero tendría que ir a buscar el café a la cocina, donde se encontraba Lioska, inmerecidamente vejado y ahora entregado de pleno a su enfado con ella. No era el momento de aclarar las relaciones, necesitaba mantener ese hielo altivo. ¿Qué hacía falta, pues, para recibir información sin que nadie nunca pudiera encontrarte a menos que tú mismo lo deseases?

La respuesta le llegó con sorprendente facilidad. Cierto, organizar un sistema así era muy difícil pero la idea en sí era increíblemente sencilla. Como sumar dos y dos. Y, si todo estaba tal como se lo había imaginado, se podía comprender por qué los agentes destacados por Gordéyev el Buñuelo nunca llegaron a detectar el coche desde el que se escuchaban las llamadas que Nastia hacía desde el teléfono de su casa. Tal coche simplemente no existía. Hoy en día todo el mundo andaba a vueltas con la sofisticada tecnología de última generación y se había olvidado por completo de que la gente seguía siendo lo más importante siempre y en todo. El dinero y la gente. El dinero y la gente podían hacer lo que quedaba fuera del alcance de los medios técnicos más perfectos.

De creer al reloj, habían pasado veintitrés minutos. Eso no estaba nada bien, era feo hacer esperar a una señora…

Cuando sonó el teléfono, Nastia tuvo la satisfacción de comprobar que ni siquiera se había estremecido. Tenía un dominio completo de sí misma.

—La escucho con atención, Anastasia Pávlovna.

La voz seguía siendo aterciopelada pero hoy estaba cargada de notable tensión. Cómo no, ¿qué mosca le habría picado a la desmandada de Kaménskaya, que nunca daba su brazo a torcer, para que les pidiera que la llamaran?

—Seré sumamente breve —contestó con sequedad—. Soy todavía suficientemente joven para que la muerte no me asuste. Su amigo Lártsev no está bien y representa una clara amenaza para mi vida. Por eso tengo el más profundo interés en que no le pase nada a su hija. Necesito que me mande a Diakov.

Other books

Death Diamonds of Bermudez by R. C. Farrington, Jason Farrington
Commodore by Phil Geusz
1920 by Eric Burns
A Little Bit Wicked by Rodgers, Joni, Chenoweth, Kristin
A Girls Guide to Vampires by Katie MacAlister