—¿Todo eso he hecho? —Max se lo tomaba con calma—. No me diga.
—Pues sí. Se lo digo.
—Resulta extraño que no me hayan detenido hasta ahora… Con tanto delito y tanta prueba en mi contra.
—Nadie habló de pruebas, señor Costa.
—Ah.
—En realidad nunca se confirmó de modo oficial ni una sola sospecha sobre usted.
Cruzando las piernas, Max encendió por fin el cigarrillo.
—No sabe lo que me tranquiliza escuchar eso… Ahora diga qué quieren de mí.
Barbaresco daba vueltas al sombrero entre las manos. Como las de su compañero, se veían fuertes, de uñas chatas. Y seguramente, en caso necesario, peligrosas.
—Hay un asunto —expuso el italiano—. Un problema que debemos resolver.
—¿Aquí, en Mónaco?
—En Niza.
—¿Y qué tengo yo que ver?
—Aunque su pasaporte sea venezolano, usted es de origen argentino y español. Está bien relacionado y se mueve con soltura en ciertos círculos. Hay otra ventaja: nunca ha tenido problemas con la policía francesa; menos todavía que con la nuestra. Eso le da una cobertura respetable… ¿Verdad, Domenico?
Volvió a asentir el otro con rutinaria estolidez. Parecía acostumbrado a que su compañero se encargase de la parte dialogada de su trabajo.
—¿Y qué esperan que haga?
—Que utilice sus habilidades en nuestro beneficio.
—Mis habilidades son diversas.
—En concreto —Barbaresco miró otra vez a su compañero como solicitando su conformidad, aunque el otro no dijo una palabra ni alteró el gesto—, nos interesa su facilidad para introducirse en la vida de ciertos incautos, en especial si son mujeres con dinero. En alguna ocasión demostró también una asombrosa habilidad para escalar paredes, fracturar ventanas y abrir cajas de caudales que estaban cerradas… Este último detalle nos sorprendió, realmente; hasta que tuvimos una conversación con un antiguo conocido suyo, Enrico Fossataro, que nos aclaró las dudas.
Max, que apagaba su cigarrillo, permaneció impasible.
—No conozco a ese individuo.
—Es raro, porque él parece estimarlo mucho a usted. ¿Verdad, Domenico?… Lo define, literalmente, como un buen muchacho y un conspicuo
gentleman
.
Mantuvo Max la expresión impenetrable mientras sonreía en sus adentros con el recuerdo de Fossataro: un tipo alto, flaco, muy correcto de maneras, que trabajó en la Conforti, una empresa de fabricación de cajas fuertes, antes de emplear sus conocimientos técnicos en desvalijarlas. Se habían encontrado en el café del hotel Capsa de Bucarest el año treinta y uno, poniendo en común sus habilidades en varias lucrativas ocasiones. Fue él quien enseñó a Max el uso de puntas de diamante para cortar vidrios y vitrinas, así como el manejo de instrumentos de cerrajería y la apertura de cajas de caudales. Enrico Fossataro tenía a gala actuar con exquisita limpieza, causando la mínima molestia posible a sus víctimas. «A la gente rica se le roba, pero no se la maltrata —solía decir—. Suele estar asegurada contra el robo, no contra la desconsideración». Hasta su rehabilitación social —había acabado ingresando, como tantos compatriotas, en el partido fascista—, Fossataro fue una leyenda en el mundo del hampa elegante europeo. Aficionado a leer, en cierta ocasión interrumpió a media faena el robo en una casa en Verona, dejándolo todo como estaba al descubrir que el propietario era Gabriele D’Annunzio. Y era famoso el episodio nocturno durante el que, dormida una niñera mediante un pañuelo empapado en éter, Fossataro había estado dando el biberón a un bebé despierto en la cuna mientras sus cómplices desvalijaban la casa.
—O sea —concluyó Barbaresco— que, además de socialmente agradable, con maneras de gigoló, es usted una buena pieza. Lo que los franceses, en su delicadeza, suelen llamar
cambrioleur
. Aunque sea de guante blanco.
—¿Debería mostrarme sorprendido?
—No hace falta, pues en nuestro caso tiene poco mérito saber de usted. Mi compañero y yo tenemos el aparato del Estado a nuestra disposición. Como sabe, la policía italiana es la más eficaz de Europa.
—Compitiendo con la Gestapo y la NKVD, tengo entendido. En materia de eficacia.
Al otro se le nubló el gesto.
—Usted se refiere sin duda a la gente de la OVRA, que es la policía política fascista. Pero mi amigo y yo somos carabineros. ¿Comprende?… El nuestro es un servicio militar.
—Eso me tranquiliza mucho.
Durante unos segundos de silencio, Barbaresco consideró con visible desagrado la ironía contenida en las palabras de Max. Al fin hizo semblante de dejarlo para más tarde.
—Hay unos documentos importantes para nosotros —explicó—. Están en poder de alguien muy conocido en el mundo de las finanzas internacionales. Por razones complejas, relacionadas con la situación de España, esos documentos se encuentran en una casa de Niza.
—¿Y pretenden que yo los consiga para ustedes?
—Exacto.
—¿Robándolos?
—No es robo, sino recuperación. Hacerlos volver a su dueño.
Bajo la aparente indiferencia de Max, su interés era creciente. Resultaba imposible no sentir curiosidad.
—¿Qué documentos son ésos?
—Lo sabrá a su debido tiempo.
—¿Y por qué precisamente yo?
—Como dije antes, se maneja bien en esa clase de ambientes.
—¿Me toman por Rocambole, o qué?
Por alguna razón desconocida, el nombre del personaje folletinesco dibujó una leve sonrisa en el rostro del llamado Tignanello, que por un instante abandonó su expresión fúnebre mientras se rascaba el lunar de la mejilla. Después siguió mirando a Max con la expresión de quien espera todo el tiempo recibir una mala noticia.
—Eso es espionaje… Ustedes son espías.
—Suena melodramático —pinzando con dos dedos, Barbaresco intentaba inútilmente rehacer la raya desaparecida de su pantalón—. En realidad somos simples funcionarios del Estado italiano. Con dietas, notas de gastos y cosas así —se volvió al otro—. ¿Verdad, Domenico?
A Max no le parecía tan simple. Su parte, al menos.
—El espionaje en tiempo de guerra se castiga con la muerte —dijo.
—Francia no está en guerra.
—Pero puede estarlo pronto. Vienen tiempos feos.
—Los documentos que debe usted recuperar se refieren a España… En el peor de los casos arriesgaría una deportación.
—Pues no me apetece que me deporten. Me gusta Francia.
—Le aseguro que el riesgo es mínimo.
Max miraba a uno y otro con genuina sorpresa.
—Creía que los agentes secretos disponían de su propio personal para tales casos.
—Es lo que mi amigo y yo intentamos ahora —Barbaresco sonreía, paciente—. Conseguir que forme parte de nuestro personal. ¿Cómo cree que se hacen estas cosas, si no?… Los candidatos no llegan y dicen por las buenas: «Quiero ser espía». A veces se les convence por patriotismo, y a veces por dinero… No consta que usted haya mostrado simpatía por uno u otro bando de los que combaten en España. La verdad es que aquello parece serle indiferente.
—En realidad soy más argentino que español.
—Será por eso. De cualquier modo, descartado el móvil patriótico, nos queda el económico. Y en ese terreno sí ha manifestado convicciones firmes. Estamos autorizados a ofrecerle una cantidad respetable.
Entrelazó Max los dedos, apoyadas las manos sobre la rodilla de la pierna que cruzaba sobre la otra.
—¿Cómo de respetable?
Inclinándose ligeramente sobre la mesa, Barbaresco bajó la voz.
—Doscientos mil francos en la moneda que considere oportuna, y un adelanto de diez mil para gastos, en forma de cheque contra la oficina del Crédit Lyonnais en Montecarlo… Del cheque puede disponer ahora mismo.
Miró Max con distraído afecto profesional el rótulo de la joyería que estaba cerca, junto al café. Su propietario, un judío llamado Gompers con el que hacía negocios de vez en cuando, compraba cada tarde a los jugadores del Casino buena parte de las joyas que les había vendido por la mañana.
—Tengo asuntos propios en curso. Eso supondría paralizarlos.
—Creemos que la cantidad ofrecida lo compensa de sobra.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—No dispone de ese tiempo. Sólo hay tres semanas para dejarlo todo resuelto.
La mirada de Max se desplazó de izquierda a derecha, desde la fachada del Casino al hotel de París y el edificio contiguo del Sporting Club, con su permanente fila de relucientes Rolls, Daimler y Packard detenidos a lo largo de la plaza y los chóferes conversando en corrillos junto a las escalinatas. Tres noches atrás había doblado allí mismo una racha de suerte: una austríaca madura pero todavía muy bella, divorciada de un fabricante de cueros artificiales de Klagenfurt, con la que había quedado en verse en el Tren Azul cuatro días más tarde, y un
cheval
en el Sporting, cuando la bolita de marfil se detuvo en el 26 e hizo ganar a Max dieciocho mil francos.
—Se lo voy a decir de otra manera. Yo actúo muy cómodo solo. Vivo a mi aire y nunca se me ocurriría trabajar para un gobierno. Me da igual que sea fascista, nacionalsocialista, bolchevique o de Fumanchú.
—Por supuesto, es usted libre de aceptar o no —el gesto de Barbaresco insinuaba todo lo contrario—. Pero debe considerar también un par de cosas. Su negativa incomodaría a nuestro gobierno. ¿Verdad, Domenico?… Eso hará replantear, sin duda, la actitud de nuestra policía cuando usted, por el motivo que sea, decida pisar suelo italiano.
Hizo Max un rápido cálculo mental. Una Italia prohibida para él significaba renunciar a las americanas excéntricas de Capri y la costa de Amalfi, a las inglesas aburridas que alquilaban villas en las cercanías de Florencia, a los nuevos ricos alemanes e italianos, aficionados al casino y al bar del hotel, que dejaban solas a sus mujeres en Cortina d’Ampezzo y en el Lido de Venecia.
—Y no sólo eso —seguía exponiendo Barbaresco—. Mi patria está en excelentes relaciones con Alemania y otros países de Europa central. Sin contar la más que probable victoria del general Franco en España… Como sabe, las policías suelen ser más eficaces que la Sociedad de Naciones. A veces cooperan entre sí. Un vivo interés en su persona alertaría sin duda a otros países. En ese caso, el territorio donde usted dice trabajar solo y cómodo podría reducirse de manera enojosa… ¿Se imagina?
—Me imagino —admitió Max, ecuánime.
—Pues ahora imagine el caso opuesto. Las posibilidades de futuro. Buenos amigos y un vasto campo de caza… Aparte el dinero que cobrará por esto.
—Necesitaría más detalles. Ver hasta qué punto es posible lo que me proponen.
—Obtendrá esa información pasado mañana, en Niza. Tiene habitación reservada para tres semanas en el Negresco: sabemos que siempre se aloja allí. Sigue siendo un buen hotel, ¿no?… Aunque nosotros preferimos el Ruhl.
—¿Estarán en el Ruhl?
—Ya nos gustaría. Pero nuestros jefes opinan que el lujo debe reservarse para estrellas como usted. Lo nuestro es una modesta casa alquilada cerca del puerto. ¿Verdad, Domenico?… Los espías de etiqueta con una gardenia en el ojal son más bien cosa del cinematógrafo… De ese inglés que hace películas, Hitchcock, y de estúpidos así.
Cuatro días después de la conversación en el café de París, sentado bajo una sombrilla de La Frégate ante el Paseo de los Ingleses de Niza, Max —pantalón blanco de dril, chaqueta cruzada azul marino, bastón y sombrero panamá en la silla contigua— entornaba los ojos, deslumbrado por el intenso reverbero de luz en la bahía. Todo en torno era un resplandor de edificios claros en tonos blancos, rosados y cremas, y el mar reflejaba el sol con tanta intensidad que la numerosa gente que recorría la Promenade, al otro lado de la calzada, semejaba una sucesión de sombras anónimas desfilando a contraluz.
Apenas se notaba el final de la temporada, constató. Los empleados municipales barrían más hojas secas del suelo y el paisaje adoptaba, en las salidas y puestas de sol, tonos otoñales grises y nacarados. Sin embargo, aún quedaban naranjas en los árboles, el mistral mantenía el cielo despejado de nubes y el mar color índigo, y el recorrido a lo largo de la playa de guijarros, frente a la línea de hoteles, restaurantes y casinos, se llenaba de paseantes cada día. A diferencia de otros lugares de la costa, donde las tiendas de lujo empezaban a cerrar, se desmontaban las casetas de baño y los toldos desaparecían en los jardines de los hoteles, en Niza se prolongaba la
saison
durante el invierno. Pese al turismo de vacaciones pagadas que desde la victoria del Frente Popular invadía el sur de Francia —millón y medio de obreros habían disfrutado aquel año de descuentos en billetes de ferrocarril—, la ciudad conservaba a sus habitantes de toda la vida: jubilados de recursos, matrimonios ingleses con perro incluido, viejas damas que ocultaban los estragos del tiempo bajo sombreros y velos de Chantilly, o familias rusas que, obligadas a vender sus lujosas villas, aún ocupaban modestos apartamentos en el centro de la ciudad. Ni siquiera en plena estación veraniega se disfrazaba Niza de verano: las espaldas desnudas, los pijamas de playa y las alpargatas que hacían furor en lugares cercanos estaban allí mal vistos; y los turistas americanos, los parisienses ruidosos y las inglesas de clase media que pretendían hacerse las distinguidas pasaban sin detenerse camino de Cannes o Montecarlo, tan de largo como los hombres de negocios alemanes e italianos que infestaban la Riviera con su grosería de nuevos ricos engordados a la sombra del nazismo y del fascismo.
Una de las siluetas que desfilaban en el contraluz se destacó de las otras, y a medida que se aproximaba a la terraza y a Max adquirió contornos, facciones propias y aroma de Worth. Para entonces él ya se había puesto en pie, ajustándose el nudo de la corbata; y con una sonrisa, ancha y luminosa como la luz que lo inundaba todo, extendía las dos manos hacia la recién llegada.
—Válgame Dios, baronesa. Estás bellísima.
—
Flatteur
.
Asia Schwarzenberg tomó asiento, se quitó las gafas de sol, pidió un escocés con agua Perrier y miró a Max con sus grandes ojos almendrados, vagamente eslavos. Éste indicó la carta de servicio en la terraza que estaba sobre la mesa.
—¿Vamos a un restaurante o prefieres comer algo ligero?
—Ligero. Aquí mismo estará bien.
Consultó Max el menú, que tenía impresos por detrás un dibujo del Palais Méditerranée y unas palmeras de la Promenade pintadas por Matisse.