El tango de la Guardia Vieja (29 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—¿Foie-gras y Château d’Yquem?

—Perfecto.

La mujer sonreía mostrando los dientes muy blancos, ligeramente manchados en los incisivos del carmín que solía dejar en todas partes: cigarrillos, borde de copas, cuellos de camisa de hombres a los que besaba al despedirse. Pero ésa —Worth aparte, perfecto para ropa aunque denso como perfume según el gusto de Max— era la única concesión chocante en ella. A diferencia de los falsos títulos que muchas aventureras internacionales paseaban por la Riviera, el de la baronesa Anastasia Alexandrovna von Schwarzenberg era auténtico. Un hermano suyo, amigo del príncipe Yusupov, había estado entre los asesinos de Rasputín; y su primer marido fue ejecutado por los bolcheviques en 1918. El título de baronesa, sin embargo, procedía de su segundo matrimonio con un aristócrata prusiano, fallecido de un ataque al corazón, arruinado cuando su caballo
Marauder
perdió por una cabeza el Grand Prix de Deauville en 1923. Sin otros recursos aunque bien relacionada, muy alta, delgada y elegante de maneras, Asia Schwarzenberg había trabajado durante un tiempo como maniquí para algunas de las más importantes casas de moda francesas. Las viejas colecciones encuadernadas de
Vogue
y
Vanity Fair
que aún podían encontrarse en los salones de lectura de transatlánticos y grandes hoteles abundaban en sofisticadas fotografías suyas hechas por Edward Steichen, o por los Séeberger. Y lo cierto es que, pese a que ya se acercaba a los cincuenta años, el modo en que llevaba la ropa —un bolero azul oscuro sobre pantalones holgados en tono crema, que el ojo adiestrado de Max identificó como de Hermès o Schiaparelli— seguía siendo deslumbrante.

—Necesito un contacto —dijo Max.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer. Aquí, en Niza.

—¿Difícil?

—Algo. Mucho dinero y muy buena posición. Quiero introducirme en su círculo.

La mujer escuchaba atenta, distinguida. Calculando sus beneficios, supuso Max. Hacía años que, aparte de vender objetos antiguos asegurando que pertenecían a su familia rusa, vivía de facilitar relaciones: invitados a fiestas, contactos para conseguir una villa de alquiler o una mesa en un restaurante exclusivo, reportajes en revistas de moda y cosas así. En la Riviera, la baronesa Asia Schwarzenberg era una especie de alcahueta social.

—No pregunto sobre tus intenciones —dijo ella— porque suelo imaginármelas.

—No es tan sencillo esta vez.

—¿La conozco yo?

—No te molestaría, de no ser así… Además, ¿a quién no conoces tú, Asia Alexandrovna?

Llegaron el foie-gras y el vino, y Max hizo una pausa deliberada mientras se ocupaban de ello, sin que la mujer mostrase impaciencia. Los dos habían sostenido un breve
flirt
cinco años atrás, al conocerse durante la fiesta de Nochevieja en el Embassy de Saint-Moritz. El asunto no pasó a mayores porque ambos advirtieron al mismo tiempo que el oponente era un aventurero sin un céntimo; así que amanecieron, ella con abrigo de visón sobre el vestido de lamé y él de riguroso frac, comiendo pasteles de chocolate caliente en Hanselmann. Desde entonces mantenían una relación amistosa, de mutuo beneficio, sin pisarse terreno uno al otro.

—Os fotografiaron juntas este verano en Longchamps —dijo al fin Max—. Vi la foto en
Marie Claire
, o en una de esas revistas.

Enarcaba la baronesa las depiladísimas cejas, trazadas a pincel a base de pinzas y cold-cream, con sincero asombro.

—¿Susana Ferriol?

—Ésa.

El mimbre del asiento de la baronesa crujió ligeramente mientras ésta se echaba atrás en el respaldo, cruzando una pierna sobre otra.

—Se trata de caza mayor, querido.

—Por eso recurro a ti.

Había sacado Max la pitillera y se la ofrecía, abierta. Se inclinó para darle fuego y después encendió su propio cigarrillo.

—Ningún problema por mi parte —la baronesa fumaba, pensativa—. Conozco a Suzi desde hace años… ¿Qué necesitas?

—Nada especial. Una ocasión oportuna para visitar su casa.

—¿Sólo eso?

—Sí. El resto es cosa mía.

Una bocanada de humo. Lenta. Cauta.

—Del resto no quiero saber nada —precisó ella—. Pero te advierto que no es mujer fácil. No se le conoce ni una sola aventura… Aunque es cierto que con eso de la guerra en España, todo anda manga por hombro. No para de ir y venir gente, refugiados y demás… Un absoluto relajo.

Aquella palabra, refugiados, era equívoca, pensó Max. Inclinaba a pensar en la pobre gente que aparecía en las fotos tomadas por los corresponsales extranjeros: rostros campesinos con lágrimas en las arrugas de la piel, familias huyendo de los bombardeos, niños sucios dormidos sobre miserables hatos de ropa, desesperación y miseria de quienes lo perdían todo menos la vida. Sin embargo, buena parte de los españoles que buscaban refugio en la Riviera nada tenía que ver con eso. Cómodamente instalados en aquel clima semejante al de su patria, alquilaban villas, apartamentos o habitaciones de hotel, se bronceaban al sol y frecuentaban los restaurantes caros. Y no sólo allí. Cuatro semanas atrás, preparando un asunto que no llegó a cuajar de modo satisfactorio —no todo eran éxitos en su carrera—, Max había tratado a varios de esos exiliados en Florencia: aperitivo en Casone y cena en Picciolo, o en Betti. Para quienes habían podido ponerse a salvo y mantenían sus cuentas bancarias en el extranjero, la guerra civil no era más que una incomodidad temporal. Una tormenta lejana.

—¿También conoces a Tomás Ferriol?

—Claro que lo conozco —la mujer alzó un dedo a modo de advertencia—. Y cuidado con ése.

Recordaba Max la conversación mantenida aquella mañana con los dos espías italianos en el café Monnot de la plaza Masséna, junto al casino municipal. Estaban los tales Barbaresco y Tignanello sentados ante unos sobrios granizados de limón, detallándole por boca del primero —callado y melancólico el otro, igual que en Montecarlo— los pormenores del trabajo a realizar. Susana Ferriol es la persona clave, había explicado Barbaresco. Su villa de Niza, al pie del monte Boron, es una especie de secretaría privada para los asuntos confidenciales de su hermano. Allí reside Tomás Ferriol cuando viene a la Costa Azul, y en la caja fuerte del gabinete se guardan sus documentos. El trabajo de usted consiste en introducirse en el círculo de amistades, estudiar el ambiente y conseguir lo que necesitamos.

Asia Schwarzenberg seguía observando a Max con curiosidad, como si evaluara sus posibilidades. No parecía inclinada a apostar por él una ficha de cinco francos.

—Ferriol —añadió tras una breve pausa— no es de los que permiten que se tontee con su hermanita.

Encajó Max la advertencia, impasible.

—¿Está él en Niza?

—Va y viene. Hace un mes coincidimos un par de veces: cenando en La Réserve y en una fiesta en la casa que Dulce Martínez de Hoz alquiló este verano en Antibes… Pero buena parte del tiempo la pasa entre España, Suiza y Portugal. Su relación con el gobierno de Burgos es íntima. Cuentan, y me lo creo, que sigue siendo el banquero principal del general Franco. Todo el mundo sabe que él financió los primeros gastos de la sublevación de los militares en España…

Miraba Max, más allá de la terraza, los automóviles detenidos en el bordillo de la acera y las sombras que seguían desfilando por el contraluz del paseo. En otra mesa había una pareja con un perro flaco de color canela y hocico aristocrático. Su dueña, una joven con vestido ligero y sombrero turbante de seda, tiraba de la correa para que el animal no lamiese los zapatos del hombre que ocupaba la mesa vecina, ocupado en llenar una pipa y con la mirada perdida en el rótulo de la agencia Cook.

—Dame un par de días —dijo la baronesa—. Debo estudiar la manera.

—No dispongo de mucho tiempo.

—Haré lo que pueda. Supongo que te ocupas de los gastos.

Asintió él con aire ausente. El hombre de la mesa cercana había encendido la pipa y los miraba ahora de un modo tal vez casual, pero que hizo sentirse incómodo a Max. Había algo familiar en aquel desconocido, decidió, aunque no lograba establecer qué.

—No te saldrá barato —insistió la baronesa—. Y te digo que Suzi Ferriol es picar alto.

Max la miraba de nuevo.

—¿Cuánto de alto?… Había pensado en seis mil francos.

—Ocho mil, querido. Está todo carísimo.

El individuo de la pipa parecía haber perdido todo interés en ellos, y fumaba contemplando las siluetas que se movían a lo largo del paseo. Con discreción, disimulando al amparo de la mesa, Max sacó el sobre que traía prevenido en el bolsillo interior de la chaqueta y añadió mil francos de su cartera.

—Estoy seguro de que te arreglarás con siete mil.

—Sí —sonrió la baronesa—. Me arreglaré.

Metió el sobre en el bolso y se despidieron. Él aguardó en pie a que ella se alejara y luego pagó la cuenta, se puso el sombrero y caminó entre las mesas pasando junto al hombre de la pipa, que no parecía prestarle más atención. Un instante después, cuando pisaba el último de los tres peldaños que comunicaban la terraza con la acera, recordó al fin. Había visto a ese hombre aquella mañana, sentado ante el café Monnot y con un limpiabotas lustrándole los zapatos, mientras él conversaba con los espías italianos.

—Hay un problema —dice de pronto Mecha Inzunza.

Hace rato que pasean despacio, conversando de cosas banales, por las proximidades de San Francesco y los jardines del hotel Imperial Tramontano. Pasa de la media tarde, y un sol brumoso declina en los acantilados de la Marina Grande, a la izquierda, dorando la calima sobre la bahía.

—Un problema serio —añade tras un instante.

Acaba de apurar el resto de un cigarrillo y, tras desprender la brasa en la barandilla de hierro, arrojarlo al vacío. Max, sorprendido por el tono y la actitud de la mujer, estudia su perfil inmóvil. Ella entorna los ojos, mirando el mar con fijeza obstinada.

—Esa jugada de Sokolov —dice al fin.

Max sigue atento a ella, confuso. Sin saber a qué se refiere. Ayer se acabó de jugar la partida aplazada, con resultado de tablas. Medio punto para cada jugador. Es cuanto sabe del asunto.

—Canallas —murmura Mecha.

La confusión de Max cede paso al desconcierto. El tono es despectivo, con una nota de rencor. Algo nuevo hasta ese momento, concluye él. Aunque tal vez nuevo no sea la palabra exacta. Tonos de un pasado remoto, común, surgen con suavidad del olvido. Max ya conoció eso, antes. Hace todo un mundo, o una vida. Ese frío y educado desdén.

—Conocía la jugada.

—¿Quién?

Con las manos en los bolsillos de la rebeca, ella encoge los hombros como si la respuesta fuese obvia.

—El ruso. Sabía lo que iba a jugar Jorge.

La idea tarda un momento en abrirse paso.

—Me estás diciendo…

—Que Sokolov estaba preparado. Y no es la primera vez.

Un silencio largo. Asombrado.

—Es el campeón del mundo —forzando su imaginación, Max intenta digerir aquello—. Lo normal es que tales cosas ocurran.

La mujer aparta los ojos de la bahía para posarlos en él sin despegar los labios. No hay nada de normal, dice la mirada, en que tales cosas ocurran o lo hagan de esa manera.

—¿Por qué me lo cuentas? —pregunta él.

—¿Precisamente a ti?

—Eso es.

Inclina la cabeza, pensativa.

—Porque tal vez te necesite.

Aumenta la sorpresa de Max, que apoya una mano en la barandilla del acantilado. Hay algo de inseguro en su ademán, similar a la conciencia súbita de un vértigo inesperado, casi amenazador. El chófer del doctor Hugentobler tiene planes específicos para su falsa vida social en Sorrento; y éstos no incluyen que Mecha Inzunza lo necesite, sino todo lo contrario.

—¿Para qué?

—Cada cosa a su tiempo.

Él intenta ordenar sus ideas. Calcular movimientos sobre algo que todavía ignora.

—Me pregunto…

Mecha lo interrumpe, serena.

—Llevo algún tiempo pensando de qué eres capaz.

Lo ha dicho con suavidad, sosteniéndole la mirada como al acecho de una respuesta paralela. Tácita.

—¿Respecto a qué?

—A mí, estos días.

Un ademán de protesta negligente, apenas expresada. Es el mejor Max, el de los grandes tiempos, quien se muestra ahora un poco herido. Descartando cualquier duda imaginable sobre su reputación.

—Sabes muy bien…

—Oh, no. No lo sé.

Ella se ha apartado de la barandilla y camina bajo las palmeras hacia San Francesco. Tras un breve instante inmóvil, casi teatral, él va detrás y la alcanza, situándose a su lado con silencioso reproche.

—Realmente no lo sé —repite Mecha, pensativa—. Pero no me refiero a eso… No es lo que me preocupa.

La curiosidad de Max disipa su pose de hidalga resignación. Con movimiento afable, desenvuelto, extiende una mano para apartar del camino de su acompañante a una pareja de inglesas parlanchinas que se hacen fotografías.

—¿Tiene que ver con tu hijo y los rusos?

La mujer no responde en seguida. Se ha detenido en un ángulo de la fachada del convento, ante el pequeño arco que conduce al claustro. Parece que dude sobre la oportunidad de seguir adelante, o sobre la conveniencia de decir lo que dice a continuación:

—Tienen un confidente. Dentro. Alguien infiltrado que los informa de cómo Jorge prepara sus partidas.

Parpadea Max, estupefacto.

—¿Un espía?

—Sí.

—¿Aquí, en Sorrento?

—¿Dónde, si no?

—Eso es imposible. Sólo estáis Karapetian, Irina y tú… ¿Hay otro a quien yo no conozca?

Ella mueve la cabeza, sombría.

—Nadie. Sólo nosotros.

Pasa bajo el arco y Max la sigue. Tras cruzar el corredor en penumbra salen a la claridad verdosa del claustro desierto, entre las columnas y las ojivas de piedra que encuadran los árboles del jardín. Hubo aquella jugada secreta, explica Mecha bajando la voz. La que su hijo dejó dentro de un sobre cerrado, en manos del árbitro del duelo cuando se interrumpió la partida. La noche y la mañana siguientes se fueron en análisis sobre esa jugada y sus derivaciones, pasando revista a cada posible respuesta de Sokolov. De forma sistemática, Jorge, Irina y el maestro Karapetian estudiaron todas las variantes, preparando jugadas para cada una de ellas. Coincidieron en que lo más probable era que, una vez estudiado el tablero —lo que requería no menos de veinte minutos—, Sokolov respondiese con la captura de un peón por un alfil. Eso daba ocasión de tenderle una celada con un caballo y una dama, de la que la única escapatoria sería una arriesgada jugada de alfil, muy propia del estilo de juego y la imaginación kamikaze de Keller; pero impropia del juego conservador de su adversario. Sin embargo, cuando el árbitro abrió el sobre e hizo el movimiento secreto, Sokolov respondió con una jugada que lo llevaba directamente a la trampa, capturando el peón con su alfil. Jugó Keller su caballo y su dama, tendiendo la celada prevista. Y entonces, sin alterarse, con sólo ocho minutos de análisis para algo cuyo estudio había llevado toda la noche a Keller, Irina y Karapetian, jugó Sokolov la variante más arriesgada con su alfil. Exactamente la que habían concluido que nunca intentaría.

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