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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (43 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Su primer impulso, el viejo instinto ante el olor del peligro, ha sido huir: liquidar de forma inmediata aquella absurda aventura sin sentido —se niega a llamarla romántica, pues siempre aborreció esa palabra— y volver a su trabajo en Villa Oriana antes de que todo se complique y el camino se deshaga bajo sus pies. Olvidar con una mueca de buen perdedor lo que en otro tiempo fue, asumir lo que ahora es, y aceptar lo que nunca podrá ser. Sin embargo, hay impulsos, concluye. Hay instintos, curiosidades que unas veces pierden a los hombres y otras hacen caer la bolita en la casilla adecuada de la ruleta. Caminos que, pese a los consejos de la más elemental prudencia, es imposible soslayar cuando se ofrecen a la vista. Cuando tientan con respuestas a preguntas nunca formuladas antes.

Una de tales respuestas puede estar en la sala de billar del hotel Vittoria. Lleva un rato buscándola, y le sorprende que el lugar sea ése. Es Emil Karapetian quien lo orientó hacia allí, cuando Max quiso saber si había visto a Jorge Keller. Se encontraron hace un momento en la terraza: el armenio desayunaba junto a Irina, con tal normalidad —ella saludó a Max con una sonrisa amable— que resulta evidente que la joven analista ignora que su conexión con los rusos ha sido descubierta.

—¿Billar? —Max se mostró sorprendido. Aquello tenía poco que ver con la imagen que se había hecho de un jugador de ajedrez.

—Forma parte de su entrenamiento —aclaró Karapetian—. A veces corre, o practica la natación. Otras se encierra a hacer carambolas.

—Nunca lo habría imaginado.

—Nosotros tampoco —el armenio encogía los poderosos hombros, con escaso humor. Max observó que evitaba mirar demasiado tiempo a Irina—. Pero Jorge es así.

—¿Y juega solo?

—Casi siempre.

La sala de billar está en la planta principal, más allá del salón de lectura: un espejo que duplica la luz de un ventanal abierto a la terraza, un marcador con estante para tacos y una mesa de billar francés bajo una lámpara de latón estrecha y horizontal. Inclinado sobre la mesa, Jorge Keller enlaza carambola tras carambola, sin otro sonido que el del extremo almohadillado del taco, mucho más suave, y el de las bolas al chocar entre sí con precisión casi monótona. Parado en la puerta, Max observa al ajedrecista: está concentrado y aplica el golpe preciso en cada momento, encadenando jugadas de modo automático, como si cada triple entrechocar del marfil dejase dispuesto el siguiente sobre el paño verde en una sucesión que, de pretenderlo, podría prolongarse hasta el infinito.

Max escruta al joven con avidez, registrando hasta el menor detalle; atento a reparar en cuanto pudo pasarle inadvertido en ocasiones anteriores. Al principio, por mero impulso defensivo, rebusca en su memoria los rasgos lejanos y confusos de Ernesto Keller, el diplomático chileno al que conoció aquel otoño de 1937 durante la cena en casa de Susana Ferriol —lo recuerda rubio, distinguido y agradable—, e intenta aplicarlos a la apariencia de quien, a todos los efectos oficiales, es hijo de aquél. Después intenta combinar ese recuerdo con el de Mecha Inzunza, su aspecto veintinueve años atrás, lo que de ella haya transmitido la genética al hijo que ahora está inmóvil ante el tablero, estudiando la posición de las bolas mientras frota con tiza el extremo del taco. Esbelto, alto, de porte erguido. Como su madre, naturalmente. Pero también como el propio Max en otro tiempo. Son parecidos en aspecto y estatura. Y es cierto, concluye con un repentino hueco en el estómago, que el pelo negro y espeso, que al joven le cae sobre la frente cuando se inclina en la banda de la mesa de billar, corresponde tan poco al de Mecha Inzunza —desde el
Cap Polonio
, Max lo recuerda castaño muy claro, casi trigueño— como al del hombre cuyo apellido lleva. Si el ajedrecista se peinara hacia atrás con fijador, a la manera de Max cuando lo tenía tan negro y espeso como él, ese cabello sería idéntico al suyo. Al que lucía con su misma edad cuando se pasaba una mano por la sien, alisándolo, antes de caminar despacio entre los compases de la orquesta, dar un suave taconazo y, con una sonrisa en la boca, invitar a la pista a una mujer.

No puede ser, concluye airado, rechazando la idea. Él ni siquiera sabe jugar al ajedrez. Está furioso consigo mismo por seguir allí, parado en el umbral de la sala de billar, espiándose en los rasgos de otro. Tales cosas no ocurren sino en el cine, el teatro y las novelas de la radio. De ser cierto, algo habría sentido la primera vez que vio al joven o conversó con él. Alguna cosa notaría vibrar en sus adentros: una señal, un estremecimiento. Una afinidad, tal vez. O un simple recuerdo. Es difícil creer que los instintos naturales permanezcan insensibles ante realidades de ese calibre. Ante supuestas evidencias. La voz de la sangre, llamaban a eso los viejos melodramas de millonario y huerfanita. Pero Max no ha oído tal voz en ningún momento. Ni siquiera la oye ahora, ofuscado por una desoladora certeza de error inexplicable, de incómoda desazón, que lo turba como nunca lo estuvo antes en su vida. Nada de eso puede ser. Mienta o no Mecha Inzunza —y lo más probable es que lo haga—, aquello no es más que un enorme y peligroso disparate.

—Buenos días.

Le es fácil enhebrar conversación, pese a todo. Nunca fue difícil bajo ninguna circunstancia, y el billar no es mala materia. Max se maneja razonablemente bien desde los tiempos de Barcelona; cuando, botones de hotel, apostaba tres pesetas de las propinas a la treinta y una y al chapó en el billar de un tugurio del Barrio Chino: mujeres en la puerta, chulos con alfileres de corbata o elástica de tirantes, pieles grasientas de sudor y humo de cigarrillos bajo la luz verdosa que pantallas sucias de moscas proyectaban sobre los tapetes, cigarrillos humeantes en las manos que enfilaban los tacos, sonido de carambolas y alguna imprecación o blasfemia que a veces nada tenía que ver con el juego sino con los sonidos del exterior, cuando todo el local quedaba en silencio, escuchando carreras de pies con alpargatas, silbatos de policías, tiros sueltos de pistola sindicalista, ruido de culatas de fusil apoyándose en el suelo.

—¿Juega al billar, Max?

—Algo.

Jorge Keller tiene un perfil simpático, acentuado por el mechón que cae sobre su frente y le extrema el aire desenvuelto, informal. Sin embargo, la sonrisa con que acoge al recién llegado contrasta con su mirada distante, absorta en el golpear y en las sucesivas combinaciones de las tres bolas de marfil.

—Coja un taco, si quiere.

Es buen jugador, comprueba Max. Sistemático y seguro. Quizá ser ajedrecista tenga que ver con eso: visión de conjunto o del espacio, concentración y demás cosas que suelen caracterizar a tal clase de gente. Lo cierto es que el joven encadena carambolas con facilidad desconcertante, cual si fuese capaz de calcularlas antes de que se produzcan las posiciones adecuadas, con muchos golpes de antelación.

—No sabía que también era bueno en esto.

—Prefiero que me hable de tú —responde Keller.

—No sabía que eras bueno en billar.

—Realmente no lo soy. No es lo mismo jugar así que hacerlo contra otro, a tres bandas.

Max va al estante y elige un taco.

—¿Seguimos con serie americana? —pregunta el joven.

—Como quieras.

El otro asiente y sigue jugando. Mediante tacadas suaves encadena carambola con carambola a lo largo de una banda, procurando dejar siempre las bolas lo más cerca posible una de otra.

—Es una forma de concentrarse —comenta sin alzar los ojos del juego—. De pensar.

Max lo observa, interesado.

—¿Cuántas carambolas ves?

—Tiene gracia que pregunte eso —sonríe Keller—. ¿Se nota mucho?

—No sé de ajedrez, pero debe de ser algo parecido, supongo. Ver jugadas o ver carambolas.

—Veo al menos tres —el joven señala las bolas, los ángulos y las bandas—. Allí y allí… Quizás cinco.

—¿De verdad se parece al ajedrez?

—No es que se parezca. Pero hay algo en común. Ante cada situación existen varias posibilidades. Intento prever los siguientes movimientos, y facilitarlos. Como en ajedrez, es cuestión de pensamiento lógico.

—¿Te entrenas así?

—Llamarlo entrenamiento es excesivo… Viene bien. Ayuda a ejercitar la mente con un esfuerzo mínimo.

Se detiene tras fallar una carambola fácil. Es evidente que lo ha hecho por cortesía: las bolas no quedan muy separadas. Max alarga el taco y se inclina sobre la mesa, golpea y hace sonar suavemente el marfil. Por cinco veces la bola intermedia va y vuelve de la banda elástica trazando un ángulo preciso a cada golpe.

—Tampoco a usted se le da mal —comenta el joven—. ¿Ha jugado mucho?

—Un poco. Más de joven que ahora.

Acaba de fallar Max la sexta carambola. Keller aplica tiza a su taco y se inclina sobre la mesa.

—¿Pasamos a tres bandas?

—De acuerdo.

Las bolas entrechocan con más fuerza. El joven liga cuatro carambolas seguidas; y con la última, deliberadamente, envía la bola jugadora de Max a un punto difícil respecto a las otras dos.

—Conocí a tu padre —Max estudia la triple posición con ojo crítico—. Hace tiempo, en la Riviera.

—Vivimos poco tiempo con él. Mi madre se divorció pronto.

Max aplica el taco con un toque seco, procurando jugar su bola en sentido inverso, por el lado opuesto de las otras.

—Cuando lo conocí no habías nacido aún.

El otro no responde. Permanece callado mientras Max liga una segunda carambola y, ante la dificultad de una tercera, sitúa la bola jugadora de Keller en mala posición, acorralada en un ángulo.

—Irina… —empieza a decir Max.

El otro, que alza la culata del taco para un piqué, interrumpe el movimiento y mira a Max como preguntándose lo que sabe.

—Conozco a tu madre desde hace muchos años —se justifica éste.

Keller mueve varias veces el taco de arriba abajo, casi rozando la bola, cual si no se decidiera a ejecutar la jugada.

—Lo sé —responde—. Desde Buenos Aires, con su anterior marido.

Golpea al fin, inseguro, fallando. Observa un momento la mesa y al fin se vuelve a Max, sombrío. Casi haciéndolo responsable de su error.

—No sé lo que mi madre le ha contado sobre Irina.

—Muy poco… O lo suficiente.

—Sus motivos tendrá. Pero en lo que a mí se refiere, no es asunto suyo. Sus conversaciones con mi madre no me incumben.

—No pretendía…

—Claro. Sé que no lo pretendía.

Max estudia las manos del joven: finas, de dedos largos. La uña del índice ligeramente redondeada, como la suya.

—Cuando eras un niño, ella…

Alza Keller el taco, interrumpiéndolo.

—¿Puedo serle sincero, Max? Aquí me estoy jugando mi futuro. Tengo mis propios problemas, profesionales y personales. Y de pronto aparece usted, de quien mi madre no había hablado nunca. Y con quien ella, por alguna razón que ignoro, tiene sorprendentes afinidades.

Deja las últimas palabras en el aire y mira la mesa de billar como si acabara de recordar que está allí. Max coge la bola roja, que se encuentra próxima, la sopesa distraídamente y vuelve a colocarla en su sitio.

—¿Ella no te ha dicho nada más sobre mí?

—Muy poco: viejo amigo, la época del tango… Todo eso. Ignoro si tuvieron un romance o no, en su tiempo. Pero la conozco, y sé cuándo alguien es especial para ella. Eso no suele ocurrir —aunque no es su turno, Keller se inclina sobre la mesa, golpea con el taco y la bola toca tres bandas antes de hacer una carambola limpia—. El día que se encontró con usted, mi madre no pegó ojo en toda la noche. La oí ir y venir… A la mañana siguiente, su habitación olía a tabaco como nunca, y tenía los ceniceros llenos de colillas.

Entrechoca el marfil con suavidad. Concentrado, Keller se echa atrás el pelo, lima el extremo del taco en el dorso de la mano apoyada en el paño y golpea de nuevo. Nunca se pone nervioso, dijo Mecha la última vez que conversaron sobre él. No tiene sentimientos negativos ni conoce la tristeza. Simplemente juega al ajedrez. Y eso es tuyo, Max; no mío.

—Comprenderá que desconfíe —comenta el joven—. Ya tengo más trastornos de los que puedo manejar.

—Oye. Yo nunca pretendí… Sólo estoy alojado aquí. Se trata de una extraordinaria coincidencia.

Keller no parece escuchar. Estudia la bola jugadora, que ha quedado en posición difícil.

—No quiero ser descortés… Usted es amable. Cae bien a todos. Y como dije, aunque sea de manera extraña, mi madre parece apreciarlo mucho. Pero hay algo que no me convence. Que no me gusta.

El golpe del taco, violento esta vez, sobresalta a Max. Las bolas se dispersan golpeando a varias bandas, situándose en posición imposible.

—Quizá sea su forma de sonreír —añade Keller—. Con la boca, quiero decir. Los ojos parecen ir por otro lado.

—Pues tú sonríes de forma parecida.

Max se arrepiente apenas lo expresa. Para disimular la irritación por su torpeza, finge estudiar las bolas con mucha atención.

—Por eso lo digo —responde Keller, objetivo—. Es como si ya hubiera visto esa sonrisa, antes.

Se queda un momento callado, considerando seriamente lo que acaba de decir.

—O quizá —añade— sea la manera en que mi madre lo mira a veces.

Disimulando su turbación, Max se inclina sobre la mesa, golpea a tres bandas y falla.

—¿Melancolía? —Keller aplica tiza al extremo de su taco—. ¿Tristeza cómplice?… ¿Pueden ser ésas las palabras?

—Quizá. No lo sé.

—No me gusta esa mirada en mi madre. ¿Qué puede haber de complicidad en la tristeza?

—Eso tampoco lo sé.

—Me gustaría saber qué ocurrió entre ustedes. Aunque éste no es el lugar, ni el momento.

—Pregúntale a ella.

—Ya lo he hecho… «Ah, Max», se limita a decir. Cuando decide enrocarse, ella es como un reloj dentro de un congelador.

Bruscamente, cual si de pronto hubiese perdido interés por jugar, el joven deja la tiza en el borde de la mesa. Luego se acerca al estante de la pared y coloca el taco en su sitio.

—Antes hemos hablado de prever carambolas, o movimientos —dice tras un silencio—. Y eso me pasa con usted desde que lo vi llegar: hay algo en su juego que me hace desconfiar. Ya tengo demasiadas amenazas alrededor… Le pediría que desapareciera de la vida de mi madre, pero eso sería extralimitarme. No soy quién. Así que voy a pedirle que se aparte de la mía.

Max, que también ha dejado su taco, hace un ademán de protesta cortés.

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